JOSEFINA LUDMER. TRIBULACIONES DE VIDA Y OBRA EN UN ESCRITO, POR FLAVIO ZALAZAR

por El Cocodrilo

Numerosos escritos, entre clases, artículos y farragosa crítica disciplinar, integran el amplio itinerario de “papeles sueltos” en la vida de un profesor. Resulta un conteo desmesurado, proyectivo, que inicia con la tierra agitada de la misma tumba. Tal acción con Josefina Ludmer se probará en el acontecer de los claustros académicos de instituciones donde ella actuó, además de publicaciones masivas o especializadas.  No es el objeto de estas líneas. Cabe a “la China”, como la llamaban los amigos, la condensación en sí misma –no es la única, afortunadamente– del hervor más prolífero que poseyó el campo universitario argentino llevado a la  exposición áulica, la conversación o la redacción; y a la vez una postura irónica hacia la formación universitaria. Propio del halo que supo vehiculizar.

Nacida en San Francisco, el norte agrícola-lechero cordobés, Ludmer se formó en Letras en la ciudad de Rosario, donde tuvo como  profesores a David Viñas y a Ramón Alcade,  padre de su hijo y, en dichos de Aldo Oliva, la mente más lúcida del Rosario de entonces. Su primer trayecto laboral en la U.B.A, entre 1970 y 1973, lo hizo como jefa de trabajos prácticos de la cátedra  Literatura Latinoamericana que en esos momentos dictaba Noé Jitrik.  Sobrevino la dictadura y pasó a ganarse la vida en “Las Catacumbas”, educación paralela que resistía al golpe de Estado cívico-militar. Ya en democracia retomó su trabajo en la Universidad Nacional de Buenos Aires, dictó seminarios en Yale y vivió en los Estados Unidos catorce años. Volvió a la Argentina, jubilada, y fue sometida a contrafigura  de la institucionalista Beatriz Sarlo. Satirizaba con ello, lo creía “un binarismo”; pero le gustaba correr por izquierda a la exégeta porteña (práctica sencilla en los últimos tiempos). Un derrotero personal, bien argentino, que halló su clímax en lo escrito y es lo que pervive a la memoria, finita, humana.

El mar de tinta

Una exageración, desde luego, como todo título; y más si se trata de subtítulo. El ejercicio de la publicación necesita de muchos actores y tiempo, sobre todo tiempo, y en el trabajo docente no sobra; así en todas las épocas. Cien años de soledad. Una interpretación (1972), Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), El género gauchesco. Un tratado sobre la Patria (1988), El cuerpo del delito. Un manual (1999), Aquí, América Latina (2010); además de los estudios novedosos sobre Literaturas postautónomas (categoría creada) resumen su propio mar. Reunidos integran un canon de formación para el profesor en literatura que se precie de serlo. También, sin dudas, buceando en dichas aguas uno encuentra joyas en forma de artículos o microensayos que resumen la ebullición de diferentes épocas y lo asimilado por la autora. Tal es el caso de “Las tretas del débil”, publicado en La sartén por el mango, Ediciones El Huracán, Puerto Rico, 1985.

La glosa, luego la paráfrasis, y por último el comentario, es el régimen global del texto, llevados al extremo por una semántica simétrica al tema: Sor Juana Inés de la Cruz y la toma de la palabra; principio rector que, a sugerencias de Alcade, en aulas de Entre Ríos y Córdoba toma la vía rápida de acceso al corpus de la retórica clásica y posterior escolástica, no certificada por el estructuralismo.

El breve ensayo comienza así: “No hablaremos de la literatura femenina con rótulos ni generalizaciones universalizantes. Con esto queremos decir que rechazamos lecturas tautológicas: se sabe que la distribución histórica de afectos, funciones y facultades (transformada en mitología, fijada en la lengua) tocó a la mujer dolor y pasión contra razón, concreto contra abstracto, adentro contra afuera, reproducción contra producción; leer estos atributos en el lenguaje y la literatura de mujeres es meramente leer lo que primero fue y sigue siendo inscripto en un espacio social. Una posibilidad de romper el círculo que confirma la diferencia en lo socialmente diferenciado es postular una inversión: leer en el discurso femenino el pensamiento abstracto, la ciencia y la política, tal como se filtran en los resquicios de lo conocido.” Párrafo pie en el que la ensayista muestra, a modo de capas geológicas, una reflexión de género  además de las vértebras de un intelectual crítico (con fuertes resonancias barthesianas), el que peina a contra pelo; condenado a ver, desde la sombra del enunciado, los hemisferios del mundo.

El corte al tema inagotable que significa Sor Juana para la crítica literaria universal lo realiza con La Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea; además de importarle, como ella misma lo dice, el lugar que ocupa una mujer en el campo del saber. A los efectos la monja polemiza con la institución “Iglesia católica apostólica romana” guardando una retórica  que  Ludmer asume en proceso y observa a instancias de estructura epistémica:  “Decir que no se sabe, no saber qué decir, no decir que se sabe, saber sobre el no decir; esta serie liga los sectores aparentemente diversos del texto (autobiografía, polémica, citas) y sirve de base a dos movimientos fundamentales que sostienen las tretas que examinaremos: en primer lugar, separación del campo del saber del campo que decir; en segundo lugar, reorganización del campo del saber en función del no decir (callar).” El giro atractivo lo establece promediando el escrito, y es el señalamiento que la publicación de las cartas obedece a una tradición: “Nos interesa especialmente el gesto del superior que consiste en dar la palabra al subalterno; hay en Latinoamérica una literatura propia, fundada en ese gesto. Desde la literatura gauchesca en adelante, pasando por el indigenismo y los diversos avatares del regionalismo, se trata del gesto ficticio de dar la palabra al definido por alguna carencia (sin tierra, sin escritura), de sacar luz su lenguaje particular. Ese gesto proviene de la cultura superior y está a cargo del letrado, que disfraza y muda su voz en la ficción de la transcripción, para proponer al débil y subalterno una alianza contra el enemigo común. Es muy posible que la publicación de la carta respondiera precisamente a la necesidad del Obispo de enfrentar a los otros…” Concepto revulsivo que no arcaíza, por el contrario, intensifica la acción de la monja mexicana en las letras americanas; y mucho menos la estanca a los estudios de género.  Actualiza, crea una nueva máquina de análisis (refiero a dichos de Jorge Panesi); en esto guarda un guiño políticamente incorrecto para la institución académica que tanto vive del marketing  y las becas de multinacionales.

Memoria, legado y escritura

Cuando los sumerios desarrollaron un anexo silábico para su escritura, reflejando la fonología y la sintaxis, no hicieron más que hacer perdurar para el hombre de todos los tiempos lo inefable de su propia experiencia, hoy llamada cultura. Dicen, los que conocieron a la Profesora Josefina Ludmer, que preparaba sus clases como al capítulo de un libro. Su registro, su conversación, intuía letra impresa y por lógica traslativa trascendencia.

Aquí, en Rosario, alumnos, hoy docentes a punto de deponer, la recuerdan con miedo. Evocan su nombre con acento malicioso, apuntan desmesura e histeria. Eran otros los tiempos, me refiero  a la biología de las personas. Al parecer los años fueron macerando el ejercicio, también ajustando la mira hacia la institución denominada literatura. Porque a “la China”  el paso de su existencia la erigió en  francotiradora. La clase, un artículo o el libro eran  medios para desplegar las ráfagas. Sus blancos favoritos: los lugares comunes de las representaciones nacionales,  el intelectual entronizado, ya sea en la “academia” o en el poder político. Tópicos indecentes del acervo local y universal.

Hoy queda su letra, el símbolo –unción de persona más personaje– lentamente  ira muriendo. En lo impreso residirá la clave. Recurrir a su producción  desplegará la fortuna del pensamiento argentino. Nos in aeternum.

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