ARTE VIRAL Y TRAMA JURÍDICA*, POR JUAN IGNACIO CHIA

por El Cocodrilo

“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.” Esta frase inaugura una obra ya clásica de Sontag (SONTAG, 2008). La inseguridad ontológica que trae consigo, en el actual contexto, el virus SARS-CoV-2 se traduce en una crisis de sentido que reconfigura interpretaciones ya cristalizadas, y nos coloca en el trance constante de que nuestra precaria ciudadanía en el reino de los sanos sea de un momento a otro revocada. La metáfora de la ciudanía es tan elocuente como precisa. Esta categoría político-jurídica cumple una función clasificante y cualificante, en tanto permite llevar a cabo una gradación, de acuerdo con la situación en la que se encuentre el sujeto en la trama compleja de las vulnerabilidades tejida por los despliegues de la economía capitalista y los avances deshumanizantes de la tecnología.

La noción foucaultiana de biopolítica permite establecer una historización de las relaciones que el poder entabla con el cuerpo en la modernidad, es decir, los modos en que los mecanismos de poder se extienden en el territorio hasta penetrar en el cuerpo individual. Es en este tránsito epocal de tecnologías biopolíticas en el que puede afirmarse que la “gestión política de la Covid-19 como forma de administración de la vida y de la muerte dibuja los contornos de una nueva subjetividad” (PRECIADO, 2020).

Quince siglos transcurrieron desde la plaga de Justiniano, la primera epidemia sobre la que se tenga registro, y desde entonces la peste, la viruela, el cólera, la influenza, la polio, el sarampión, la malaria y el tifus fueron, a su turno y por periodos más o menos extensos, moldeando la economía, la religión, la lengua, la educación, la filosofía, la ciencia, la técnica y el arte, y las concepciones del mundo en general, merced a desplazamientos demográficos y pese a las formas de control de gobierno de los cuerpos en los lugares que asolaron. Es dable pensar que “la historia no sólo es escrita por hombres, sino también por microbios” (KOLBERT, 2020), y que, en este límite siempre impreciso entre las distribuciones producidas por la naturaleza y las influencias difusas de seres indeterminados o indeterminables, el azar juega en todos los casos un rol que no puede ser fácilmente soslayado. La enfermedad o su amenaza ejerce, de tal suerte, su influjo sobre otras esferas del quehacer humano, y las modifica. Resta precisar su impacto a partir de los especiales requerimientos de justicia que se presentan en el Derecho del Arte, una rama jurídica de surgimiento reciente, que atiende a la problemática específica del Arte, incluyendo las condiciones particulares de los artistas, sus obras y la sociedad en relación con ellas; sobre todo en consideración del acceso a las producciones culturales como manifestación concreta del derecho a la belleza.[1]

El descalabro ontológico (OLIVERAS, 2018) que pone en crisis (JIMÉNEZ, 2002) a la noción tradicional de obra de arte postvanguardias se presenta como un campo fecundo para que el virus se incube. La emancipación de la obra del soporte material tradicional trae como consecuencia la posibilidad de reproducirla técnicamente  (IBARLUCÍA, 2014) de manera ilimitada. Esto implica que ya no es necesario estar físicamente frente a una obra que es única. Por caso, podríamos decir que no sólo tenemos una Gioconda en Louvre, sino que la más célebre obra de Leonardo es ahora llaveros, remeras, postales, encendedores, rompecabezas, y un largo etcétera tan inabarcable como el universo de los objetos de consumo. Asimismo, las obras de arte contemporáneo se presentan como propuestas conceptuales, cuyo significado no es fácilmente comprensible de suyo, dejando por momentos una sensación de desconcierto, e incluso lo hacen, en la medida en que dan lugar a dinámicas de participación del espectador en el proceso creativo. Un ejemplo ya analizado (OLIVERAS, 2016) de ello es la instalación interactiva de Ricardo Basbaum, presentada en documenta 12, una de las exposiciones de arte contemporáneo de mayor importancia que tiene lugar en Kassel, cuyo título es más que sugerente: ¿Te gustaría participar en una experiencia artística? Todo ello se da en el marco del surgimiento, en el lapso de las últimas décadas, de una “industria del arte a escala mundial” (FLECK, 2014), tal como la caracteriza Fleck retomando irónicamente el concepto de industria cultural de Horkheimer y Adorno, y por mor del cual el arte ya no se opondría a la industria cultural, sino que significaría su intensificación. De tal modo, el reparto artístico ha variado radicalmente en su estructura, la cual demuestra su capacidad de transformación, adaptación y supervivencia en tiempos de pandemia.

Fuimos testigos en los últimos meses, desde la aparición y transmisión del SARS-CoV-2 en Asia, su propagación en Europa y su arribo desfasado a territorio latinoamericano, de diferentes estrategias adoptadas por los distintos países que dan cuenta de “dos tipos de tecnologías biopolíticas” (PRECIADO, 2020) y biojurídicas lato sensu: técnicas de biovigilancia y confinamiento domiciliario. Mientras el primer modelo fue adoptado por Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong-Kong, Japón e Israel, el segundo modelo es el que rige en los países europeos y también en el territorio de nuestro país desde el decreto N° 297/2020, que establece el aislamiento social preventivo y obligatorio. A raíz de este segundo tipo de tecnología biopolítica y biojurídica surgieron una multiplicidad de mecanismos de ajuste a las restricciones impuestas, los cuales fueron llevados a la práctica por los diferentes actores de la industria del arte. Museos públicos compartieron visitas guiadas por su colección, galerías de arte privadas implementaron o reforzaron sus mecanismos digitales de exhibición y venta, bibliotecas nacionales y universitarias dieron acceso libre a sus colecciones, de igual modo que algunas editoriales de envergadura variable y sitios webs para descarga de documentos en formato iPaper liberaron parte de su catálogo permitiendo la descarga gratuita por tiempo limitado, organismos educativos nacionales e internacionales dispusieron aulas virtuales para cursos, seminarios y charlas de proteico tenor, filarmónicas e instituciones musicales dieron acceso vía retransmisión en directo a sus conciertos, múltiples plataformas de streaming audiovisual –usualmente pagas– brindaron las más variadas ofertas de abono y prueba por tiempo limitado, a la vez que músicos y artistas plásticos siguieron en contacto regular con su público mediante transmisión live a sus seguidores en redes sociales. La reproducción técnica de obras inmateriales tendientes más al esparcimiento y a la evasión que a la revelación de una verdad trascendental, y las dinámicas de interacción y participación entre los artistas con su público parecen haberse propagado con la misma velocidad que el virus. Viralizarse ya forma parte del acervo de la lengua y significa “adquirir carácter de conocimiento masivo un proceso informático de difusión de información.” En épocas del virus, a raíz del virus, el arte se volvió viral.

Ante las restricciones para la circulación de personas y cosas que afectan los mecanismos regulares de la globalización, la emancipación de la obra de su soporte material tradicional ha jugado un rol determinante en el acceso a los bienes de la industria artística. En esta “prisión blanda” en que el “domicilio personal se ha convertido en el centro de la economía del teleconsumo y la teleproducción” (PRECIADO, 2020), el sujeto produce y consume sin solución de continuidad. En la lógica mercatoria del arte, el espectador-consumidor de la obra se vale del carácter de entretenimiento que la industria del arte detenta para un público relativamente masivo. El arte se presenta, entre jornada y jornada, como un aliciente para seguir produciendo. El espectador-consumidor es beneficiado en la medida en que accede a la fuente inagotable de todos los frutos de la cultura, pero es gravado en la medida en que este acceso resulta a la vez un imperativo de autosuperación personal. Así, “la represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo” (HAN, 2020). Es probable que resulte sobreabundante poner de manifiesto que esta oferta aluvional de bienes culturales se dirige a un grupo social que cuenta con las herramientas tecnológicas para acceder a ellos, al margen de toda apreciación orientada a cuestionar quiénes son los verdaderos destinatarios de esa oferta.

Al estupor generado por el rápido avance de la propagación del virus y la inadecuación de las políticas sanitarias, migratorias, económicas y artísticas, le siguió un breve momento de desconcierto antes de que comenzara a primar el orden. A la ejemplaridad de los primeros días le sucedió un plan en el que no parecieron variar mayormente los conductores y los criterios de reparto. El virus transforma, pero no hace la revolución, y más allá de la vigencia de la democracia y del paradigma de derechos humanos, parecen prevalecer en esta tensión todavía los fines de la economía y el mercado.

La trama jurídica lógica que tiende a captar repartos artísticos proyectados no ha sufrido variaciones, ni en el plano de lo individual ni como ordenamiento. No podría precisarse si esta falta de variación responde a la plasticidad del régimen normativo vigente o a una desidia indiferente. Resulta sintomático que ninguno de los instrumentos normativos de emergencia contemple la situación del artista, de la obra ni la relación de otros actores y el público con ambos. A lo sumo, una esfera pauperizada de artistas y gestores culturales formará parte, más por decantación que por derecho propio, del sector social a reglamentar en normas que prevean asignaciones de la seguridad social. Por otro lado, las instituciones culturales permanecen con sus puertas cerradas sine die, delegando sus facultades en el ámbito engañosamente omnicomprensivo de internet.

El desafío, antes como ahora, es construir respuestas jurídicas humanistas en un contexto deshumanizante, ampliar la carta de ciudadanía en el mundo del arte, a fines de que el mercado y el consumo no sean los que trazan la frontera entre los incluidos y los excluidos, asumiendo solapadamente el rol del censor. Quizá quepa rescatar cierto sentido de democratización del arte y volver a apelar a su no comercialidad, para que la obra recupere, al menos en parte, su contenido de verdad, y tanto los artistas como los espectadores sean, a la luz del derecho del arte, fines y no medios. El carácter inmaterial de la obra y la posibilidad de su replicación en apariencia ilimitada no pueden traer implícito el empalidecimiento del artista ni ser razón suficiente para dar por implícitamente garantizado el acceso universal a los bienes artísticos que se crean en el seno de una cultura. “Nuestra tercera naturaleza artificial demanda una conciencia nueva, al mismo tiempo que suscita un nuevo conjunto de relaciones de dominación y sumisión –dice Preciado, y continúa–. Cada generación necesita inventar su propia ética con respecto a sus tecnologías de producción de subjetividad, y si no lo hace, nos advertía Hannah Arendt, corre el riesgo del totalitarismo; no por malicia, si no por simple estupidez” (PRECIADO, 2019). El panorama estético contemporáneo plantea ante todo un desafío ético en el cual el derecho tiene un rol humanizante por jugar.

(*)Documento de trabajo para una reunión virtual conjunta de las áreas de Derecho de la Salud, Derecho de la Ciencia y la Técnica, Derecho del Arte y Teoría General del Derecho del CIFJFS-UNR.

[1] Existe ya un precedente jurisprudencial rosarino: “Castagnino, Enrique c/ Municipalidad de Rosario s/ Revocación de donación”, dictado por la Sala III de la Cámara Civil y Comercial de Rosario, el 06/07/2004, publicado en “Zeus”, t. 96, pág. J-278 y ss.

Trabajos citados: CIURO CALDANI, M. Á. (2019). Una teoría trialista del mundo jurídico. Rosario: FderEdita. | FLECK, R. (2014). El sistema del arte en el siglo XXI: museos, artistas, coleccionistas, galerías. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Mardulce. | HAN, B.-C. (22 de marzo de 2020). La emergencia viral y el mundo de mañana. Obtenido de El País. | IBARLUCÍA, R. (2014). La autonomía del arte en Benjamin y Heidegger: a propósito de la interpretación de Burkhardt Linder. Revista Latinoamericana de Filosofía, Vol. XL, N° 2, 219-239. | JIMÉNEZ, J. (2002). Teoría del arte. Madrid: Tecnos. | KOLBERT, E. (30 de marzo de 2020). Pandemics and the Shape of Human History. Obtenido de The New Yorker. | OLIVERAS, E. (2016). El nuevo espectador. En E. OLIVERAS, Cuestiones de arte contemporáneo: hacia un nuevo espectador en el siglo XXI (pág. 134 y ss.). Buenos Aires: Emecé. | OLIVERAS, E. (2018). Estética. La cuestión del arte. Buenos Aires: Emecé. | PRECIADO, P. B. (2019). Candy Crush o la adicción en la era de la telecomunicación. En Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce (pág. 78). Barcelona: Anagrama. | PRECIADO, P. B. (28 de marzo de 2020). Aprendiendo del virus. Obtenido de El País. | SONTAG, S. (2008). La enfermedad y sus metáforas: el sida y sus metáforas. Debolsillo. |

Juan Ignacio Chia nació en Rosario en 1991. Es abogado y se dedica a la docencia y la investigación en temas relacionados con el arte y la filosofía del derecho (CIFJFS-UNR). Actualmente trabaja en su tesis de doctorado (Universität Kiel) en el ámbito del Derecho del Arte. Se desempeña como profesor de alemán, organizando además encuentros y talleres de lectura, conferencias y eventos. Escribe, traduce, fotografía y dibuja.

Imagen: Anaclara Pugliese

mayo 2020 | Revista El Cocodrilo


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