CREO QUE NO ES LO MISMO, POR GABRIEL LOVERA

por El Cocodrilo

El ingreso a Ciudad de México es, como no podía ser de otra manera, caótico. Como la combi salió una hora más tarde de lo pactado en el ticket (fenómeno ampliamente conocido como mexican time), la llegada a la cosmópolis es en hora pico. Tránsito desbordado. Tetris automotriz. En términos cordobeses, el que no pecha no avanza. Tardamos más o menos una hora y cuarto en llegar al corazón céntrico, al Monumento de la Revolución.

Luego de caminar más de veinte cuadras con el peso de las dos mochilas en mis hombros, arribo al hostel “Mundo joven”. Es una porquería absoluta: caro, te dan las sábanas para que tiendas tu cama (sí, otro chiste del destino), una cucheta que parece de alambre y en la que cada ínfimo movimiento parece una reproducción del sismo 8.2 que sufrió la ciudad en el 85. La atención no es ni buena ni mala, es inexistente. El hostel tiene cinco pisos, habitaciones estilo recámara bonsái y un ruido constante proveniente de todos los frentes posibles: pasillos, planta baja, terraza. Puro griterío y cachengue barato. El hostel es un claro retrato de la ambición desmedida, la maximización de espacios y recursos. Al parecer los dueños no se han puesto de acuerdo si desean tener un albergue o un antro. Lo único bueno, realmente bueno, es la ubicación: justito detrás del Zócalo.

Pero todo cambia en cuestión de segundos. Entro a la habitación con una tarjeta magnética, que en caso de extraviarla es necesario vender un riñón para reponer la pérdida, y adentro me espera una sorpresa. Desde la cama de abajo me saluda una voz grave y profunda. Devuelvo el saludo mientras descargo mis bártulos. Un sujeto portador de rasgos faciales increíblemente similares a los de Pedro Lemebel me extiende su mano. La estrecho y aprieto en señal de confianza. Miguel tiene un aspecto físico extrañísimo. Parece una tortuga ninja. Viste un conjunto deportivo de frisa y tiene una cabeza calva que brilla a pesar del único triste y frío foco que nos ilumina cenitalmente. Me pregunta de dónde vengo y si estoy allí porque mañana quiero ver la toma de protesta. ¿La qué? le digo medio confundido. Miguel, a pesar de que aún no sé que se llama así, me mira con ganas de preguntarme si vivo adentro de un foco y me dice que si mañana voy a ver la toma de protesta de AMLO, la asunción al poder del nuevo presidente de la República de los Estados Mexicanos. Por un segundo se me hiela la sangre y pienso que no puede ser. Que la suerte que he tenido en este viaje para inmiscuirme en la mexicanidad ha sido hilarante. Que a pesar de desconocer ampliamente la historia moderna mexicana, he presenciado los festejos patrios más importantes y le he regalado a mis ojos y a mi espíritu escenas comunitarias inigualables.

Gabriel Lovera

FOTO Gabriel Lovera

Me hago ligeramente el boludo, como disfrazando mi ignorancia de semejante evento con el sutil velo de los fallos lingüísticos, y le digo que ¡ah sí!, que me encantaría. De manera inmediata nos ponemos a hablar de política. Coincidimos en el viraje hacia la derecha que han tomado la gran mayoría de los países latinoamericanos. Hablamos de Clarín, de Televisa y Globo. Hablamos de por qué será que a nosotros, los humanos, nos gusta tanto repetir en lugar de analizar.  Unos pocos minutos después Miguel, que nunca deja de parecerse a Lemebel, me va a contar que vive en el norte de México. Que cuando era adolescente viajó por todo el país “de vago”, que durmió en la calle infinidad de veces y que ahora, de no ser por la inseguridad, lo volvería a hacer. También me comenta que trabajó durante treinta y dos años como maestro de primaria. Pero ahora que se jubiló, volvió a las rutas y viaja cada vez que puede. Que tiene una hija que maneja muy bien todo esto de la Internet y lo ayuda reservando los lugares donde parar o sacando los pasajes de colectivo. Que él le pregunta cuánto es y se lo deposita en la cuenta. Y ya está.

Miguel me cuenta que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) antes había sido militante del PRI, pero que formó su propio partido, MORENA, y que logró ganar las elecciones democráticas luego de dieciocho años de espera y dos presidencias que le fueron arrebatadas fraudulentamente. Yo le digo que me hace muy feliz, que ojalá que pueda hacer algo de todo lo prometido y, por sobre todas las cosas, que se lo permitan. Y ya que estoy aprovecho para verbalizar en voz alta una de mis preocupaciones. Le comento que no sé cómo hará con el Narco para poder gobernar en paz. El exmaestro me corrige y me dice que no, que narco no. Que se llama crimen organizado, y que él tampoco sabe cómo o de qué manera este señor podrá lidiar con ellos. Y al ver mi cara de interés y curiosidad, Miguel arroja que en gran parte el poder desmesurado del narco es más una consecuencia de los políticos corruptos que de los narcos mismos.

Frente a mi cara de fascinación por la temática, el maestro mexicano me dice que toda su familia viene de una amplia tradición zapatera y talabartera, de un pueblo perdido en Sonora, muy cercano a la frontera. Me dice que cuando era niño ayudaba a su tío y a su abuelo a construir zapatos, botas y cinturones. Pero que una vez vino del norte, del país vecino, un hombre de rasgos afroamericanos buscando a su abuelo para que le fabricase un cinturón. Como el señor no estaba, el negro se marchó y volvió a los tres días. El entonces niño Miguel, sorprendido frente a la escena, le preguntó a su tío por qué no lo había atendido él, si él también sabía hacer cinturones. Su tío le respondió que ese señor necesitaba cinturones especiales, que solo tu abuelo sabe hacer. Y como, según el maestro mexicano, en esos tiempos el silencio y el respeto eran formas de mantener una calma tensa, no preguntó nada más. Pero fue fiel a su curiosidad y observó detenidamente cómo su abuelo trabajó el cuero e hizo entre medio de las costuras unos bolsillos secretos. El niño no se animó a preguntar hasta que unos meses después, el mismo negro volvió a realizarle otro encargo a su abuelo. Esta vez eran unas botas tejanas con los tacos de las suelas desmontables. Dejando un lugar vacío, un pequeño compartimento. Miguel entendió que esos pedidos especiales eran para guardar cosas especiales, y su tío le terminó explicando que cada vez que ese señor pasaba por la frontera, tenía que esconder unos paquetitos de polvo blanco.

Miguel corta su anécdota de manera abrupta y me dice que sí, que antes las cosas eran así. Más tranquilas y de asuntos de entrecasa. Pero que ahora todo se había desmadrado por la ambición y el poder. Porque los políticos, una vez que tienen todo, lo único que les queda por poseer es la voluntad de las personas. Y por la plata baila el mono. Yo me quedo en silencio, pensando en el carácter cinematográfico de lo que acabo de escuchar. Le digo que qué locura. Como para salir del trance hipnótico, le pregunto por un lugar para comer algo y me da unas indicaciones que no retendré ni usaré. Lo saludo, me dice que mañana nos vemos en la plaza; que él viajó específicamente para eso porque sospechaba que se iba a tratar de un suceso histórico sin antecedentes. Yo voy a almorzar con las palabras de Miguel rebotando en mi cráneo, preguntándome qué significaría para un mexicano un “suceso histórico sin antecedentes”. Al día siguiente lo voy a vivir en carne propia.

*

Hace un tiempo atrás, en una conversación banal sobre chicas y redes sociales, un amigo reprodujo una frase pronunciada por otro amigo que, como toda frase, encierra algo de verdad y otro poco de autoconvencimiento: “estímulos digitales producen respuestas digitales”. Y sí, en la mayoría de los casos es así. Aunque, muy de vez en cuando, cada muerte de obispo diría alguna doña piamontesa, se produce un uso inteligente de esta realidad virtual que llamamos Internet y podemos aprovecharla como la herramienta que es. 

La cuestión es que entre esas bondades maravillosas de las redes sociales, tras un pedido algorítmico de conocidos en Ciudad de México, Débora, un contacto de Facebook (y potencial amiga de la vida real) me deslizó una información que se tradujo hoy en día en calidad humana. Desinteresadamente me comentó y pasó los datos de una chica argentina, rosarina, que se llama Cecilia. Desde el momento cero en el contacto digital hubo risas y comodidad. Pero jamás pensé en qué iba a deparar.

Gabriel Lovera

FOTO Gabriel Lovera

Es sábado por la mañana y luego de hacer check out en el hostel del terror, donde lo mejor que te podía pasar en la vida era saberte todas las canciones de Daddy Yankee o, mejor aún, ser Maluma; me mudo a ciegas a un albergue nuevo. El trayecto con las mochilas dura unas veinte cuadras. Arribo sumamente temprano. No se puede ingresar hasta las tres de la tarde. Son las diez de la mañana. Pregunto si puedo dejar mis cosas, selecciono una serie de elementos fundamentales: cámara, lentes, agua, pañuelo negro que podré usar como bandana a lo motoquero de los Hell Angels, cinta papel (siempre es bueno tener cinta papel), auriculares. Me voy a olvidar el protector solar y no será hasta la noche que note mi rostro prendido fuego por el sol chilango.

Llego al zócalo, la gente ya se está congregando para la toma de protesta de AMLO. A pesar de estar ahí, de percibir una sensación mágica e inexplicable en el aire, no soy muy consciente de lo que sucede. Desde mi pobre y precaria perspectiva, por momentos pienso que carece de sentido volver a creer, volver a confiar en una propuesta pronunciada por labios de gobernantes y señores de traje Armani. Pero a medida que tomo fotos, que observo con detención los rostros de las personas que pululan por el recinto, me convenzo de que quizás esta vez sea diferente, quizás Miguel, el maestro de primaria con el que había conversado la noche anterior, tenía razón y estaba presenciando un suceso histórico sin antecedentes.

En la plaza me encuentro con Daniel, un amigo fotógrafo mexicano que conocí en Oaxaca, y su prima, Fernanda. Dani está enfermo, con una gripe que lo tuvo unos cuatro días en cama, pero contra todo pronóstico y consejo maternal, se levantó y viajó desde zona sur. Los primos arriban justo a tiempo. A los pocos minutos suben al escenario un amplio número de representantes de pueblos originarios y serán ellos quienes tengan la labor de entregar el bastón de mando al nuevo presidente electo. Y es aquí donde debo hacer una aclaración: desde este momento en adelante, todo lo que yo pueda escribir o decir no será más que una paupérrima mímesis, subjetiva, de lo que sucedió.

Gabriel Lovera

FOTO Gabriel Lovera

El Zócalo, la cuarta plaza pública más grande del mundo, está colmada de habitantes mexicanos, provenientes de todas partes del país. Daniel me comenta que es la primera vez en la historia de México que se realiza una toma de protesta con semejante convocatoria, sin presencia del poder militar (solo policía vial y federal) y, por sobre todas las cosas, en paz y con alegría. La última asunción presidencial, la de Peña Nieto, fue a puertas cerradas y con disturbios en toda la zona del congreso, incluyendo mis tan amadas y fotogénicas bombas molotov. Así que el clima realmente es de fiesta, familiar y muchos ojos brillosos de esperanza. Hay centenas de banderas verde, blanco y rojo. El águila atacando la serpiente sobre el nopal, escudo nacional y símbolo sobre el que me detendré brevemente más adelante, resplandece y se deja besar por los rayos del sol. De pronto la multitud estalla en euforia, aplausos y gritos. Es AMLO pisando las tablas del escenario. Mi mente se va por las nubes, un escalofrío hermoso me recorre la espina dorsal y se me viene a la cabeza esa foto que tomó Alberto Korda durante la entrada triunfal de Fidel Castro en La Habana en 1959. Esa que se llama “El quijote de la farola” (belleza de título). Encima tengo en mi cráneo resonando una canción maravillosa de Dot Hacker, Eye opener, y no puedo pedir mejor soundtrack para lo que está sucediendo. En medio de ese principio de éxtasis, una voz proveniente de los altoparlantes (unos line array que meten miedo) nos pide que por favor hagamos silencio. Que va a iniciarse un ritual de purificación tanto al presidente como a la nación. Silencio sepulcral. Hogar de presencias numinosas.

El humo del copal invade el escenario y una voz maravillosa, dura, con seriedad y convicción dirige la ceremonia mezclando español con un idioma indígena que desconozco. La voz nos dice que levantemos las manos en forma de plegaria mirando hacia el norte. Somos miles y miles de personas ejecutando esa acción. Les pedimos y agradecemos a todos los dioses de la naturaleza. Repetimos la secuencia en cada uno de los puntos cardinales y luego mirando hacia arriba y hacia abajo. Durante unos segundos el Zócalo es una foto perfecta de miles de personas arrodilladas, con sus manos y frentes posicionadas en el piso, en la tierra, en la gran madre tierra, pidiendo sanar el país y el mundo. A mí, a esa altura, ya no me importa nada. No me importa AMLO, no me importa la política, no me importa ser un extranjero sin norte, perdido en una ciudad de veintitrés millones de habitantes, a más de siete mil kilómetros de casa. Lo único que me importa es tener plena consciencia de que lo que estoy viviendo es un verdadero ejemplo de lo que la humanidad hace posible. Me importa sentir en carne propia que, sin ponerme hippie ni metafísico, el campo energético que somos capaces de crear cuando nos unimos con un propósito superior es realmente inconmensurable. No es poca cosa, en este tránsito individual que dimos en llamar vida, sentirse parte de un todo.

Gabriel Lovera

FOTO Gabriel Lovera

Estando ahí abajo, de rodillas, en la famosa posición “del niño” para los practicantes de Yoga (que, dicho sea de paso, significa unión), a mí me dan unas ganas de llorar insoportables. Me dan ganas de pedirle disculpas a cada una de las personas a las que dañé y agradecerles a aquellas que me enseñaron aun dañándome. Se trata, a mi sentir, de una gran rendición y redención colectiva.  Nos levantamos y, en medio de ese trance comunitario, un señor representante de los pueblos originarios, de rodillas frente a AMLO y su mujer, pronuncia unas palabras en un idioma desconocido para mí y mi ignorancia. Lo que sucede es inexplicable. El señor habla con un grado de desesperación, de entrega y llanto que no tiene parangón. No entiendo nada de lo que le está diciendo, pero entiendo todo. Me resulta inentendible, mas no ininteligible. En su pronunciación, en su lenguaje corporal, se abre un canal donde se transmiten años y años de sometimiento, de sufrimiento, de esperanza y reclamo sincero. Hay también una demanda de compromiso y responsabilidad. Hasta que sucede lo imposible. AMLO se pone de rodillas frente al originario y ahí hay un quiebre. La ruptura es tan sórdida como inmensa. En ese quiebre se disuelve todo. Yo no aguanto más y empiezo a llorar como un niño de dos años. Qué digo, como un recién nacido. Miro a mis costados y la mitad del Zócalo está llorando. No hay diferencia de estratos sociales, no hay diferencias estéticas, no hay nadie que no esté llorando y con sus ojos reventados de emoción. Desbordados y rojizos.

Gabriel Lovera

FOTO Gabriel Lovera

AMLO toma el bastón y la cruz. Dará su discurso y paulatinamente, con el cansancio del llanto aliviador, las multitudes se desconcentrarán. Dani, Fer y yo nos vamos a ir a comer a “La casa de toño”, un restaurant de comida mexicana relativamente económica. Voy a tomarme unas Negra Modelo (mi favorita aparte de la León) y nos vamos a enterar de los interines más interesantes de la toma gracias a María, la novia de Dani, que estaba cubriendo el evento como periodista y se nos unió para el café.

Al día siguiente me encuentro con Cecilia, el contacto desconocido, y José su compañero de cuarto o, como dicen acá, su roomie. Nos encontramos en la boca de salida de la estación de metro de Coyoacán. Ellos no lo saben, pero la felicidad que porto yo por haber usado (y sin equivocarme) el metro por tercera vez en mi vida me desborda. Mi experiencia previa con los medios de transporte subterráneos se reduce a dos ocasiones: una vez de niño en Buenos Aires y, unos meses antes de iniciar el viaje, mi entonces compañera me llevó nuevamente a la metrópolis argenta para, entre otras cosas, enseñarme a usar el subte. Gracias Sole.

Caminamos por los viveros de Coyoacán. Nos contamos nuestras historias de vida. Nos rodean ardillas de todos colores y vendrá una mujer policía empoderada, con muy pocas pulgas, a decirnos que no se puede tomar fotos ni fumar en las instalaciones. Nosotros estamos chinos de alegría y nos importa poco su maltrato. Hay que ser bastante tonto para estar enojado un domingo de sol en un lugar como ese, con semejante naturaleza. Nos retiramos en busca de otro amigo de Ceci y, ya en el recinto, tras el advenimiento de otros amigos, se conforma una pequeña comunidad de argentinos treintañeros autoexiliados. Vuelvo a tomar mates después de semanas. Me invaden sensaciones ambiguas. Un poco de extrañar costumbres argentinas, otro poco de quedarme a vivir acá y resetear la máquina. Conservar esta mirada de niño lo más que pueda. Donde todo es nuevo y por descubrir. Donde no me olvido que vine a jugar.

Entre el puñado de nuevos amigos, se encuentra Félix, un cordobés que conocí durante el tiempo en que viví allá. Sí, el mundo es un pañuelo. Félix es músico y está viajando por el mundo tocando, autogestionándose fechas y acumulando experiencias. Está parando en la casa de Juampi, un publicista y hater porteño que cada vez que se descuida, se le escapa el corazón enorme que tiene a través de pequeños gestos, simples y sinceros, camuflados de humor negro e ironía. Juampi y Félix me van a caer muy bien, a pesar de venir de experiencias de vida no tan afines. Vamos a hablar muchísimo sobre cine y música mientras compartimos un café en “El Jarocho”. Vamos a intercambiar experiencias de viaje y no vamos a parar de reírnos con los comentarios y los estallidos de Ceci.

Es de noche y vuelvo victorioso por el metro. Me bajo en la parada Salto el Agua (nombre simbólico si los hay para esta experiencia), justito ahí del hostel. Me duele la mandíbula de tanto reírme. Me voy a acostar pensando si esta será la nueva etapa a vivir, el juntarse con un puñado de gente hermosa que se reúne para no olvidar, y por sobre todo, para celebrar estar vivos.

 

Gabriel Lovera nació en Rafaela en 1988. Es profesor en Letras (UNR), fotógrafo free lance y músico autodidacta. Publicó el libro de poemas Zenit, e integró proyectos autogestivos como Dínamo Casa de Artistas (Córdoba) y Loquesí prensa (Rosario). Se ha formado en fotografía documental con Celina Mutti Lovera, y en México ha tomado clases de fotoperiodismo con Alfredo Estrella (AFP). Actualmente se dedica a la docencia en colegios secundarios de Rosario, dicta un curso de Fotografía para niños en Plataforma Lavardén y realiza trabajos fotográficos free lance.

 

(actualización agosto 2019 | Revista El Cocodrilo)

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