TODA UNA LUCHA DE ESCRITURA, POR CAROLINA S. SAGER

por El Cocodrilo

Herodes
Pablo Bilsky
Yo Soy Gilda Editora
Rosario, 2015
121 páginas |

Llevar flores a una tumba no es más que otra forma de la impotencia, leemos en la primera novela de Pablo Bilsky. Herodes, editada en 2015 por Yo soy Gilda, es un tejido de crónicas que suena con cadencia propia para evidenciar otro modo de la impotencia: la narración de un hecho. La ineficacia del lenguaje, el descrédito en la utopía mimética, el carácter indómito de la escritura y la fetidez de los vínculos humanos son algunas de las cuestiones que le otorgan unidad a una novela que desea volver a ser fragmento.

La llegada de la novela de Bilsky (Rosario, 1963) fue recibida con gran aceptación por parte de la crítica local, incluso nacional. Si bien es un texto que opone resistencia al encasillamiento apresurado, algunas opiniones lo han ubicado en el límite entre la crónica y la ficción, en una variante de non-fiction que reconfigura el género.

Aquí no hay denuncia política ni crítica social presentada a través de mecanismos directos y al alcance inmediato del lector. Ninguno de los siete relatos que integran la novela se detiene en las razones estructurales que organizan la sociedad y que produjeron la desventura del caído de turno; por el contrario, algo sucedió y existe la necesidad de que sea contado. Únicamente se posee una inquieta libreta en la mano, libretita con decisión propia que escribe lo que quiere mientras interroga a la realidad.

Quienes se han cruzado con el niño proletario pueden reconocer su fantasma caminando por estas páginas y, a su vez, saludar de lejos a otros abnegados involuntarios, algunos propios y otros ajenos: un ex-combatiente de la Guerra de Malvinas travestido, quien “poseía un belleza tranquila, sin exhibicionismo” y era conocido como el loco de la pollera en Capitán Bermúdez; una mujer tendida en medio de la locura consumista, como “un adorno más, una moderna instalación hecha de carne, primeras marcas, convulsiones, sangre y lenta baba”; trashumantes kafkianos y cirujanos que danzan en medio de una ablación.

Complejizando la mirada de lo real, la incapacidad para registrar los hechos se vuelve eje de la reflexión discursiva, como así también marco para la construcción de los personajes. “La crónica de la lenta descomposición de la libretita” se asienta en el accionar del lenguaje. Por fuera de la voz del narrador, se construye una zona de putrefacción en la que se concentran innumerables posibilidades de existencia. Sonidos, olores, nombres y escenas comparten la humedad de la hoja con el reino funji; todos en férrea batalla para no doblegarse ante la sucesión ordenada de las palabras.

En este sentido, el estambre que logra Bilsky, con algo de espesor neobarroco, configura un terreno fértil para la propagación de realidades, superposición de imágenes y condensación de acontecimientos. En él convergen encadenamientos anárquicos provenientes de la historia, la literatura y el periodismo. La muerte de Hugo, por ejemplo, erige en un mismo punto el monte de Eucaliptos de Capitán Bermúdez, las calles de Rosario y las islas Malvinas. Mediante este estilo, los relatos no sólo problematizan el procedimiento de categorizar lo real, sino que también luchan contra la concepción clásica del tiempo y del espacio que organiza la conciencia.

Excedido por el entorno que pretende expresar, el cronista va perdiendo la guerra: “Y cada palabra, como un surco, hipogrifo violento, pensé, cuneiforme, apenas dejaba marcas sobre el papel. Brindan con los muertos o brindando con muertos, anoté, pero no se anotó.”

En algunos relatos, las comillas, cada vez más recurrentes, no temen manifestar distancia ni mixtura. El signo de la voz ajena en el discurso propio va disipando la posición intermediaria del narrador. En consecuencia, pareciese que el lector se acerca más a los hechos logrando prescindir de la reconstrucción del sentido mediante un punto de vista específico. A pesar de esto, en la mayoría de las historias que componen la novela, el cronista deviene escucha y mirada, contemplación que construye un espacio otro fundado por la percepción de un yo. De modo que el resultado podría interpretarse como un efecto de enmarque fotográfico que transmuta el acontecimiento en figura significante subjetiva: “Enturbantados, todos cubiertos, solo ojos, varios miembros del equipo entraron al quirófano y comenzaron por fin la danza. (…) La danza de los ojos posee múltiples niveles de articulación. Párpados, pupilas, iris. Con turbantes, y gorros y barbijos, y mascarillas, la danza de los ojos organiza los distintos niveles de sentido.”

En Herodes se pone en primer plano el proceso de semiotización del espacio habitual mediante el engranaje de las impresiones que comunican los sentidos. En términos de Josette Féral, se inscribe la teatralidad a lo cotidiano cuando la mirada realiza una segmentación espacial en lo real para que pueda emerger lo otro, diferente a lo acostumbrado y a lo nombrado. Rosario es Rosario, pero no es Rosario, el centro comercial es el centro comercial, pero no. De hecho, se podría pensar que la novela narra las condiciones en que la mirada funda la teatralidad en el acontecimiento non-theatrical. Es decir, Bilsky contagia al lector con una especie de miopía deformante del sentido unívoco. Al leer su novela se sufre de las consecuencias propias de la enfermedad: uno consigue resignificar el objeto antes de asumirlo como tal. “Su cuerpo dibujó una figura infantil en el aire, una suerte de garabatos antes de caer. Las rotuladas, fulgidas y encintadas bolsas de regalos, y sobre todo un ramo de flores multicolor, que se abrió en el aire como un abanico de tonalidades y aromas liberados sin estrépito, completaron la coreografía. (…) La señora, aleteando, con los ojos en blanco detenidos, secos durante esos segundos de vértigo y terror que preceden a la caída, afirmó el tacón en su zapato sobre la superficie muelle, amable, de la mano abierta, generosa y tiesa de la mujer caída.”

Por último, el silencio es otro invitado a esta fiesta del desborde. El problema es que lo han sentado delante del periodista. Dentro de la ficción, el cronista ya no puede preguntar ni tomar decisiones. Los hechos se clavan uno a uno en quien escribe y en quien lee. Fuera del mundo imaginado, los rostros, los olores y el recuerdo de los sonidos desenvainan la voz del escritor, que se satisface en la vertiginosidad apagada del querer decir y no poder. Una voz que rasga el murmullo, que busca una forma y esa forma es la poesía del propio oficio.

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