LA CHIRUSA, DE CAROLINA DIEZ

por El Cocodrilo

1

La chirusa se cambió la blusa y volvió a salir. Había algo en la calle, en el asfalto, bajo las tapas de las cañerías que la incitaba a no dejar de traspasar, paso a paso, las huellas de la noche anterior que iban absorbiendo la humedad en su cuadra de tierra. Cuántas serían de ella se preguntaba y hasta reconocía alguna hundida en el suelo inmundo de plástico y latas. Los días grises pensaba en fundirse con la lluvia, como si así pudiese hacerse agua, toda salpicada y empapada la capuchita leve que ocupaba la misma ínfima espacialidad que su persona. La chirusa se levantó la falda y con tres uñas se rascó la nalga. Soberbia, infortunada, sin pausas, cruzó los barrotes torcidos, forjados en ausencia de esmero, no sin mirar atrás. Sobre la mesa había pétalos, tan secos, tan marchitando el tiempo; pudo oler todos los alientos que rozaron el néctar muerto de su inocencia alguna vez, tras alguna verja, buscando salir. Pudo bailar algunas miradas en torno, a través de las entradas y posibles salidas, y divisar fragmentos donde algún resplandor mínimo tal vez se hallase filtrando; medir los ángulos de aproximación más riesgosos y deshacerlos como en pleno partido de algo, de cualquier cosa. El ser humano siempre se las arregla para competir, ya había aprendido eso durante bastante tiempo.

La chirusa se subió la blusa y se miró la panza: algo habrá aquí adentro que tiene magia se dijo mientras disipaba las pelusas y costras de grasa que se le acumulaban en los pliegues del ombligo, casi con desdén se dibujó con el dedo una cara y siguió pensando qué comer. Hacía días no probaba más que los panes de chicharrón que habíanle regalado para soportar Semana Santa. Siempre odió las Pascuas. Miró en derredor y parecían sus ojos no ver la misma plaza, parecía una ilusión la que armó y jugó en su cabeza la princesa del cuento. Toda su espina dorsal se enderezó e incorporó al juego: ahora soy reina, decía, flameando la pollerita descosida, ahora soy dueña, mientras se ataba la remera como pupera. Ahora soy yo y estoy acá, en mi castillo, en mi reino, soy dueña del cielo y sonrió. Tres perros guachos se le dispusieron en torno a modo de séquito y su perorata continuó. Primera ley, no más comer del piso, y los perros se fueron, abandonándola al lado de la hamaca desprendida que colgaba sin gracia. Se abrazó al caño y ahí se quedó, pensando en antes, en la abuela, en las historias de princesas y en que no se la creía más. Todavía pétalos quietos destiñendo el tiempo.

Salió a buscarse una vida, independientemente de que no haya querido encontrarla. Alguna vez su infancia tuvo pétalos y se sintió flor. Todo pasa. Por la cortada los vio venirse encima del pibito de la vuelta. Le iban ajustando el cuchillo en la carne, en el vientre, al costado. La chirusa reprimió el espasmo y siguió andando como aprendió, de muy chica, con las anteojeras imaginarias de las que se usan para los caballos. Le decían puto, putito al oído.

Esa tarde la chirusa tomó, sumisa, la Naranpol temperatura ambiente morfándose los ensayos climáticos y las cortesías del caso. La polaca estaba inmutable y solo abría la boca para corroborar los títulos de pilas de lomos formados en un estante con tono dramático. No eran libros, esta vez se guardó su lengua y no pudo vanagloriarse de sabia entre los necios. Se trataba de ejemplares regrabados y revendidos entre las chapas de ese cementerio apasillado, paso previo a ningún lado, purgatorio amurado y satisfecho. Había películas de yanquilandia, de acción, más que nada porno. También había cumbia, bailable y algunos clásicos locales, la mayoría en mp3. La polaca se colgó perorando sobre Los redondos con uno de ahí, por lo que la chirusa estiró el trago de ferné no sin cierto escozor entre la marcha incesante de pala y aguja.

Más tarde confirmó que allí no había causa suficiente para estar preocupada y que los tipos no iban a ese punto. Solo falopa se repetía para sí, con la voz en su mente emulando a la tía que en realidad era la abuela; la chirusa no entendía bien los vínculos de la parentela.

En cambio, la rapada que se asomó en el fondo, cuando ellas se iban yendo, la morocha surgida del pliegue de cortina rota, mal cosida, de flores grotescas al borde del pasillo y la que vino como brava desde el frente, montando una yegua de chapa y pintura saltada que rugía, sin embargo, hasta pisarlas reverberando, querían bronca. Nada entendían estas mujeres del negocio, para ellas eran hembras frescas al acecho de sus machos; en eterno celo, solo podían percibir en una otra no más que la propia pulsión incansable. Dos millonésimas de segundo necesitaron la polaca y la chirusa para armarse en las mentes la peli de terror que les podía esperar en ese túnel de ladrillos desparejos si no fuera porque iban custodiadas hasta el final por sus huéspedes. Era el pibe del Tano el que venía doblando la esquina mientras una empezaba a cruzar el telón que les hacía de puerta con la moto de dimensiones extraordinarias que a la chirusa, en su trunca erudición personal, le pareció un caballo con armadura medieval. Había tenido oportunidad, ciertas pero no abundantes, de leer algunos ejemplares que, en su mayoría, le habilitaba la polaca adentro de una bolsa con polleras y remeritas para el finde. A veces agregaba alguna carta donde hacía un resumen de la última discusión con su madre o la descripción del último tipo que había visitado su casa, o el dibujo de la pibita que el hermano tenía en esa precisa semana que sería diferente a la de la siguiente; y la verdad que íbamos bien, dijo la polaca cuando tres horas más tarde se subían al bondi que por poco las abandona al destino. Voy a venderla a un lado, dijo acomodándose el corpiño y el elástico de la bombacha al unísono. Al cruzar algún pueblo intercambiaría trasporte, además, para no extrañar, se llevaba a la gata con ella, dijo. Fueron tiempos fríos los de la ida de la pola; nunca más, sabía, abrazaría con tanta intensidad a otra persona. Lloró esa tarde y muchas otras colgada del caño del tapialcito del fondo, mirando el rancherío boca abajo: las chapas sobre el cielo fritando lo de adentro, sus lágrimas nublándole el cuadro, los gritos de fondo, los otros llantos.

No pasó mucho tiempo hasta que la chirusa se dispuso de una vez a entrometerse así, de a de veras, en las cosas necias. La verdad era que la tentación no tenía nombre para ella, era un supuesto, por lo general, ya que ella bien sabía basarse en ellos dadas las coordenadas de existencia. Pasó que empezó a pensar en la existencia, aprendió el arte de la reflexión y sus consecuencias. No alcanza con nuestro baño, con la mierda de los hermanos, con el alcohol barato que cada noche madre se asegura de predestinarle a padre; los blísteres que madre y tía se pasan por las tardes cuando una busca melones de los de oferta y madre sale a hablar con el huevero que, justo, se hace el distraído porque, por atrás, viene un tipo, le da un billete (la chirusa sabe cómo la mano agarra un papel que no es un billete) y el huevero le vende secretamente algo que no es en absoluto un huevo (la chirusa sabe cómo sostienen los huevos los hombres que carecen de ellos); a menos que sea un huevo diminuto, como los que probablemente alguno de los dos lleve puesto. Ahí la chirusa ríe, insolente, ante sus ojos molestos, ante el espectáculo diario de los ritos urbanos de ese pedacito de tierra que alguien habrá querido que fuera habitado pero, ¿por qué? Por qué es que debe contentarse con el riendo nomás sin poder gritarles a todos lo sé, lo sé, los estoy viendo todo el tiempo, noto lo que hacen, desentraño sus mentiras que repiten y repiten como si fuera aire que respiran. Y se calla. Se calla mientras una voz de hombre la amenaza, mientras el cielo parece voltearse a verla caer en las tumbas de un silencio irreparable.

Ya no recuerda ni lo que vio ayer, se miente la chirusa cada noche, se miente una y otra vez en su afán de querer formar parte. ¿Parte de qué? De un microcosmos ficcionado que ya dispuso su suerte, su rótulo y, si es que la identifica, también, su identidad. Le dice la vieja del forraje, a los gritos, cuando pasa, la que es poeta, la descarriada, la rebelde, morirá soltera, dice, la piba esa, morirá en el eco de la calle y los motores incansables, el estruendo infinito del taller de la esquina, los ruidos fungibles del vecindario, del techado, del suburbio completo le harán compañía mientras cruce las calles, sin parar, queriendo que nadie la toque por eso de sentirse humillada nomás. Pero no lo dice con poesía, no, ella lo dice con rabia, con la rabia que le bulle en el lugar donde murieron sus sueños. La chirusa puede sentir el olor a muerto. Y la vieja tose. Y la chirusa le muestra el culo y le dice buenas tardes y la vieja se atora. Y la chirusa ríe mientras la vieja corea un puteo eterno que se apaga hasta volverse un hilo de voz entrando al sueño.

Al toque aparece la primera línea, dijo la pola que un poquito no estaba mal, que iban a empezar de a poco, recuerda, una vez, la primera de las primeras, pero ahora no, ahora de verdad, ahora en serio, las cosas en serio, así se metió. Eso no lo cuenta nunca.

Imagen: Lula Giacosa

2

Trabajar de noche le decía la vieja. Puta y chorra le decía la vieja. Ahora vivía en zona norte. No se veían desde hacía seis años; hablaban por wasap cuando pegaba algún celu. Esa noche había perdido la cuenta. Muchas vueltas, cambió un par de compañeros al azar, antes y durante, entraron y salieron de boliches, barsuchos, bodegones, supermercados chinos que eran más fáciles de robar, ipeefes. Entraron y salieron la noche entera como si la noche se tratara de eso: de horas incansables de agotador esfuerzo por ganar, por ganar tiempo para gastar, por perder tiempo a lo grande, por conseguir lo que el día les privaba al margen de las actividades y de la realidad, pero, a la vez, inmersos en ellas, por haber nacido detrás de unas vías, de los férreos caprichos de una minoría que no lo era en absoluto. Marcados por la inferioridad, marchaban de antro en antro buscando, depredando, desesperando jirones de carne para masticar, un chicle de sangre que estire la palpitación, la dulce melodía del estertor, hasta donde no queden angustias. El lugar vacío, al final del espiral. La chirusa le decía yirar; no les quedaba otra, se decían, es la que va: manotear, aguijonear a los farsantes, a los disfraces, a los ridículos esqueletos desfilando en la peatonal, a los despreciables monigotes intocables al volante, a las cogotudas insolencias que cacarean entre vidrieras. Cómo les partiría el cráneo a todas ellas, el cráneo hueco y agusanado por los productos para el pelo que la pola decía que eran contraproducentes y se hacía baño con mayonesa, o con leche y aceite. Eso cuando la chirusa era mala, pensaba, cuando algo por dentro le gritaba que rompiera huesos… el veneno, el veneno que venía tragando desde chica por herencia de su abuela, por las memorias deformadas de los hijos y los hijos de los nietos y el incesto, y las deformaciones culturales y el abuso de su tía por su abuelo que vio cuando era aún muy chica para comprenderlo, frente al televisor que, a veces, en tardes de lluvia, la tía le invitaba a ver porque tenía ese canal de dibus y ella, su tía (esa forma de preparar el pan con un dulce de leche que no había en casa), lloró, y la chirusa la vio llorar; vio llorar a su tía y se echó hacia atrás, unos pasos, luego más, se fue alejando de aquel olor a pan caliente y de la sombra de su abuelo metiéndose debajo de la pollera y se alejó al tiempo que se hundía por dentro en un pozo inmenso de años de encierro, de entierro prematuro, de tiempo sin historia, la bruma odiosa de quien se ciega, por un rato, porque es necesario, por beldad.

La medialuna se hunde en el líquido marrón de la taza amplia, barata, para aparecer de nuevo chorreando hasta entrar a su boca donde desaparece dejando afuera la cola y retorciéndose por efecto del mordisco. Los ojos de la chirusa buscan al interlocutor sin dejar de notar los anillos de sus manos y la sonrisa dislocada que soporta dignamente la falta de un diente. Esos dientes brillan, piensa la chirusa mientras sorbe el café con leche que le invitó este tipo que sabe bien quién es, pero como tenía hambre, tenía sed, tenía un poco de ganas de ver unos ojos cerca, ver cómo pestañean, ver cómo se encienden y se apagan las miradas en torno y, a raíz de ellas, la suya misma, desayunaba esta mañana con él.

Anduvo yirando toda la noche, aunque dijo que no lo haría más. Iban bien, estuvieron un par de horas piolas pero se peleó con el chino y con el amigo porque se sacaron los cintos de nuevo, como hacen siempre, y corrieron a una pendejada que venía por la cortada, y sacudieron las hebillas de los cueros en los lomos de los otros, y les escupieron también los cuerpos tirados en el suelo y después, recién, les sacaron las zapatillas y encima eran unas mierdas y ella los puteó y ellos le dieron en la pierna, los dos en la misma pierna, los dos a la vez y ella los puteó de nuevo y corrió para atrás y agarró una piedra, y agarró dos, y siguió corriendo entre la maleza de la placita donde también había pañales sueltos y pateó uno mientras los pies iban para atrás y los ojos para el otro lado y ellos se acercaban con la baba hirviendo en la boca.

Era difícil mantenerse lejos de la oscuridad. Estuvo un tiempo limpia pero un tiempo es eso, un fragmento de tiempo, inmedible, un fragmento de tiempo en que pasó mucho de ese tiempo durmiendo. Un tiempo que pasó con la misma indiferencia con que pasa todo el tiempo.

La primera vez que reincidió no se la iba a olvidar nunca: estaba con Luis, que entró al pasillo, lo único abierto esa mañana del día del padre tipo nueve; era de mañana en un lugar donde siempre parecía de noche, anotó en algún lugar, recuerda, en sus memorias quizá, las que quemó, y ahora ve la imagen empañada: ella fumando un pucho porque ni le pintaba, se había pasado la noche jugando a las cartas, es cierto, reincidiendo temprano, la cosa llama a la cosa y así estaba, ahí, festejando un amanecer sin misterios, sin mucho para esperar. Luis desaparece en el agujero de ladrillos, la chirusa ve con la mente cómo buscaba el agujero correcto en la pared repleta de ellos, pero uno solo con los fantasmas detrás. Minuto y veinticuatro segundos: desde la esquina, a diez pasos, gritos de unos que pasan con los que ya estaban. Segundo minuto y trece segundos: las cosas se pudren y ella se pudo explicar más tarde el calambre que se le configuró en el estómago al desplazarse tres pasos para llegar a la conjunción de dos vehículos estacionados y agacharse. Segundo minuto y cuarenta y tres segundos: uno pega un tiro. Vienen los demás, su cuerpo bajo el auto pretende seguir respirando. Tres minutos veinte segundos, Luis sin aparecer, siempre tres minutos, siempre. Respirar. Tercer minuto cincuenta y tres, cierra los ojos. Esperar. Inhalar. Cuarto…

La chirusa irrumpió en el baño cierta tarde, su sombra la esperaba y divagaron unas pestañeadas en azulejos rosáceos hasta que se calmó y, concentrada, vomitó: parecía ya añejo lo que llevaba adentro, parecía viento y, tras culminar el posterior proceso, salió. Depositó un bulto sobre una repisa insolente que atravesaba su mirada. ¿Dónde estoy parada?, preguntó a nadie. En tácita y sabia respuesta se miró los pies roñosos, recónditos, y cuanto más lejos esté yo de ella, mejor, dijo, mejor, porque una vez dormida, una vez dormida la chirusa no soy yo. Salió riendo con un topcito color pastel entre el tumulto anestesiado, arrastraba la bolsa y en el camino casi no lloraba, casi porque a esa altura se trataba de un impulso que no controlaba, a veces ni cuenta se daba, hipnotizada por algún animal muerto en la vereda, se le nublaba la vista y no entendía hasta que se secaba. Si nobles o falsos somos, lo somos en cuerpo y alma; es entonces en cuerpo y alma donde nos dolemos de lo que somos aunque no hacemos.

La mejor parte era despertar, se decía alumbrando algún espectro que no encajaba en el rompecabezas de su infancia. La chirusa no teme a la madrugada excepto entre las cuatro y las cinco, horas en que prefiere andar abrazada. Aunque también supo ser papel picado disperso en el viento de un cumpleaños sin piñata, siempre el mismo, siempre un único recuerdo de cumpleaños sin piñata y mil historias que su imaginario nunca acaba de seguir inventando. Mil ficciones de perfecto cumpleaños, algunos muy pasados, algunos traspasados por otros y asimilados en una misma torta de velas intercambiables con las luces que desde la terraza de la Sole vio esa noche de su cumpleaños, del de la Sole, y no pudo parar de imaginar cumpleaños ajenos. Había festejado más años de los que alcanzaría a cumplir con seguridad desde entonces y le resultaba excelente terapia: había logrado unos festejos maravillosos que podría albergar para toda la eternidad y contarle a su futura descendencia con pasión; sí, tenía mucho más que la Soledad, que ahora ya tenía su novio y se pintaba las uñas sin ensuciarse, y la miraba desde el frente con la toca puesta porque hace poco la hermana le rompió la planchita y no se anima a salir con los rulos porque el Cristian siempre le dijo porra, porrita, desde chiquita y todo el mundo lo sabe porque acá todo el mundo sabe todo.

Entendió una vez que las velas que soplamos en los cumpleaños son un ensayo para la experiencia estertórea, pero no lo pudo decir a nadie porque las palabras a veces no alcanzan.

Imagen: Lula Giacosa

3

Le gustaba romper muñecas. La sensación de que no fueran perfectas la tranquilizaba. También le gustaba arreglarlas. El mejor cumpleaños de la pola fue cuando prendieron fuego las muñecas en el descampado y tuvo que venir la policía por el bardo que armaron las otras. Esa también fue la vez que entendió que las cenizas se barren.

Otra ronda, cartas, manos, licor, tetra, la pipa, la bolsa, la pasti y la bolsa otra vez, la mañana, la música al palo, el vecino elevando una queja en santo clamor; la pija de uno que le entra por la boca, la lengua de otro, la concha de su hermana repleta de otros pitos y otras lenguas sacudiéndose en ellas y en la polaca y en Macarena y también en la Virgen María y en Marilyn y en Susana y en la puta realidad. El país entero, piensa, es una gran pija que el habitante tiene que tragar. La chirusa traga su vómito junto con la tarde, el mareo, la pastilla, la bolsa, lo que queda de la bolsa, fumar, comer y fumar, fumar y fumar, no dormir, las cartas, la mesa, las lenguas. Despertar.

La noche en que conoció al Pollo, no; fue especial. Primero se compró un vestido con unos billetes que le chafó a la vieja y no se compró más que dos puchos sueltos a la vuelta donde también vendían la birra. Se sentía optimista. Del fondo del cajón sacó un rímel seco y se lo pasó, pestaña por pestaña, a pulso seco. Esa tarde la piba del barrio se maquilló y quedó atontada mirando al espejo esa cara, el cigarrillo colgando del labio, los ojos rojos delineados, las pestañas largas, tan largas ahora le parecían pintadas, y los labios. Se miró los labios aun con ojos cerrados poniéndose el vestido nuevo. Nunca había usado antes un vestido nuevo. Los viejos que no eran sus viejos discutían en el fondo y en la calle se agitaba la noche que los cernía. Salió.

La mano debajo de la falda, el vidrio del vaso, las pastillas, los chupones de la nuca hasta el pecho, el cacharro que no era un auto que podría ponerse en movimiento, la oscuridad, los grillos, los gritos, las cosquillas, las cucarachas, el miedo; la chirusa sintió miedo porque esta vez ella estaba presente, ella sentía sus dedos, el viento, los ruidos a lo lejos, la noche eterna en un recuerdo. La cerveza sobre los pechos, el rasgado del corpiño en su uña, el dolor, las luces dando vueltas, las manos, los rostros que se aparecían detrás, las risas, la pastilla una vez más, los vasos, las garras en el cuerpo, la multitud hundiéndose en ella, siendo ella, en el fondo del asiento. Los aullidos, el semen, las náuseas, los extranjeros; fue un tiempo inmenso y así lo recordaría: un bloque suelto en los compartimentos de otro ser, en otro espacio, otro cuento, porque la chirusa no quería ser eso, no quería su cuerpo marchitando sobre la mesa como esas flores atrapadas en racimos de otras flores que son de papel y no se pudren pero se manchan, acumulan mugre, pudren a la de al lado que nadie riega, que nadie recuerda. Se negaba con todas sus fuerzas a terminar en esa mesa, no arrastraría su tallo en el mantel de cualquiera a riesgo de romperse el culo intentando llegar a una silla sobre tierra que no esté muerta. No, la chirusa no podía recordar todo eso, ella de nuevo estaba muerta.

Cuando resucitó hacía frío. Noche niebla quedó marcada, escribió más tarde en una servilleta de alguien. Pasó unas horas con Helena, en el departamento que le alquilaba hacía unos meses el Chacho que ahora la levantaba con pala y tenía más chicas que nunca. Helena se estaba poniendo vieja, en el fondo quería una amiga, una compañera, una discípula, esto la chirusa lo notó mucho después de los primeros tragos. Al principio, los días se sucedían con perfecto equilibrio, ella trabajaba de noche, dormía de día, la chirusa fumaba porro, limpiaba y hacía la comida. Una noche se fueron las uñas sobre la carne. Helena seguís siendo hermosa, le repetía mientras intentaba con las manos volver a sentarla en el sillón de pana verde botella, notando de golpe que la idea de sexo la impresionaba. Desde un tiempo a esa parte, se había ido incrementando ese rechazo y, ahora, ese sudor sobre la pana, Helena y sus uñas escarlata, el perfume a dama, a mujer que no era ella, que no era su madre, que no era su hermana ni su sangre ni sus miedos; se acordó de la polaca, pero era esa Helena de nuevo adelante, arrastrándole con esa uña los recuerdos de un goce enterrado en el relato del pasado que nunca terminó, que sigue escribiendo cuando la llama rata, Helena rata, siempre cogiste con tus machos adelante de tus hijos, yo me acuerdo, yo los cuidaba, y vos te dabas por el culo la tarde entera con el chongo de tu hermana y hacías que los pibes le dijeran tío a la mañana siguiente, y yo me iba llena de asco. Le gritó que si hubiera tenido pito le rompía el culo por jodida, por mala madre, por yegua y Helena se rio, se rio tanto que la chirusa le saltó los chocolates de un bife y la tiró contra la pana, y en la pana la baba y en la baba el fondo verde y escarlata, la uña inmóvil y una gota roja cayendo del labio que ahora babea sobre la pana, y la pana brillando más, ahora mojada por partes. Se oye decir puta con un eco entre los ojos y el techo y le lame llorando la pana, la gota de sangre, la baba, los labios y yacen un llanto prolongado, olvidado, un ovillo delgado y tembloroso. Las damas sin memoria se despiden al amanecer. Se cambia la blusa, la más joven, antes de salir, le queda grande.

Fue mucho más tarde cuando la vinieron a buscar, primero ideó una trampa y se emperró en irse lejos igual. Lo único que llevaba la chirusa en sus valijas prestadas –como solo la gente de ese entorno sabe prestar– era su propia libertad. Casi podía concretar diálogos en algunos bares del centro, porque pensaba pegar en algún momento algún rastro de la pola, que seguro por algún antro aledaño debía andar, aunque ya no creía del todo volver a verla. Entró de moza por caradura y duró menos de lo necesario pero más de lo esperado, casi logró disfrutar de algunos buenos momentos. Hizo un amigo que se delineaba los ojos y había logrado que creyera que tenía lindo pelo. Había dicho cabello. Eso hizo que lo quisiera desde un absurdo y caprichoso primer momento. No había luz más allá de esos momentos: eran la clave. El chico desviado la invitó un tiempo a vivir en su casa.

Un tiempo que es un tiempo. No sabía, no podía o no quería querer saber, era una suerte de incapacidad, si es que se permite la expresión, ser tolerante. No hallaba manera de no percibir el ego, los egos, los egoísmos, los egotismos, los discursos repetidos, los monólogos y las manías; las historias, los dramas de familia, los asuntos, siempre los asuntos; los temas, las cuentas, la contaminación de todos y todas. Un morir partiendo. Una tragedia. Mejor sin querer dijo y pidió, de nuevo, perdón.

Cuando abrió la puerta tenía el pelo más largo, seguís siendo hermoso, pensó pero no dijo, no dijo más que Hola porque tampoco podía decir otra cosa, no dijo más que Hola y Vamos a dar una vueltita, te invito a fumar, y él la miró pero con suspenso y picardía más que con miedo. Permaneció ahí, rascándose la barbita que le venía saliendo hacía unos meses y se le notaba que ese acto de por sí lo enaltecía; se volteó, se caló la gorra y fueron por el caminito, el caminito de la primera vez, el caminito que por accidente los cruzó en un banco donde se sentaron a fumar. Pasaron años dijeron, hablando un poco al pedo, pero somos jóvenes igual, también, dijeron. Todavía, dijeron. No sintió dolor al recibir la herida caliente. La chirusa tampoco sintió, se limitó a sostener los ojos fijos en él, los ojos que por fin se le filtraban en el recuerdo, entre la cerveza, las pastillas, los gritos y luces girando, las manos, los ojos, cuántos ojos, cuántos dedos había en ese auto mutilado como su propio cuerpo, los ojos tan iguales y distintos de los del Pollo ahora, mojado, sudando, mientras la chirusa por debajo de la costilla le abre la herida.

Se cambió la blusa en plena plaza, caminó hasta la avenida rasgando las telas en sus manos, como una piel usada de serpiente que dejaba atrás buscando la nueva cáscara, la nueva mascarita que debe sonreír. Esta que sonría, se dijo la chirusa y prendió el cigarrillo, hacía años no compraba sueltos. Lo terminó y se echó a correr. Corría como si petardos le quemaran los pies, como habría corrido antes alguna vez. Pero ahora no recordaba. Ahora se deslizaba como un minúsculo fantasma. Algo que llevaba le brillaba, era su alma. Al detenerse, los espasmos le gritaron y sus oídos se hicieron sordos y ella calló.

Estropeada en el baño se duchó, se rascó las heridas, se deploró, se ahogó los poros y las discreciones todas hundidas en gotas, en jabón, en espuma, en capricho de disolver. Hay manchas que no salen, chirusita, se dijo para sí y fregó, y fregó su piel, su lomo, sus tetas, su inminente mayoría de edad, su blindada inexperiencia, su hiperrealidad corpórea salpicando las paredes mohosas, ni siquiera sabía de quién era el baño cuando terminó. Permaneció en silencio, estática, tras la cortina maltrecha cubierta de hongos, secándose con la atmósfera, fiel a su costumbre, y se enfundó un camisón rasgado, de otra época, que alguna vez quiso ser blanco. Salió al patio, un cordón de estrellas la contemplaba risueño, en su bolsita de nylon tenía dos cigarrillos, metidos en el estuche de los lentes de sol que perdió la víspera en El Rufián; se encendió uno sin dejar de mirar el cordón, la curva del cordón, los extremos titilantes, el nudo brillante del centro, anillando ese cielo, y sus ojos divisaron la nube bailando con el humo que desprendían sus entrañas. Qué estoy fumando, qué aspira mi cuerpo, qué lleva adentro, qué transporto. Esa noche la chirusa durmió pensando, nunca sobre dónde estaba sino sobre qué llevaba a cuestas en ese estar.

Se cortó el pelo. Bien cortito, como varón, y empezó otro tiempo. Otro tiempo que de alguna manera se veía venir desde el vamos. Conoció gente de afuera, se mezcló, creció casi sana, salvo por el asma, salvo por las ganas de tener menos ganas, cada día, de estar viva. Salvo por los fantasmas. Salvo por la certeza de que la encontrarían. Quien fuera, alguien, algún día, la encontraría.

 


Carolina Diez nació en Rosario en 1985. Es estudiante de la carrera de Letras en la UNR. Participó en diversas antologías de la ciudad de Rosario: Corte al bies (GatoGrillé Ediciones, 2016), Antología Poetas del Tercer Mundo (Editorial Ciudad Gótica, 2008), Florilegio (Editorial Independiente ESO, 2008). Participó en el fascículo de Políticas de Juventud 20 años (Editorial Municipal de Rosario, 2010), en revistas locales independientes como Femme Fetal (2017), El Corán y el Termotanque (2016), Tropofonía (2009), entre otras. En 2011 co-coordinó el ciclo literario-performático que llamaron Anticiclo del hueso y luego enterraron. Entre 2014 y 2016 realizó La Bola Literaria, un ciclo de micros radiales de lecturas de escritores locales por el que pasaron más de 25 autores. En 2015 se llevaron a escena sus diálogos titulados Hijas de Hipnos. En 2016 colaboró con la editorial Trópico Sur y gestionó eventos culturales y presentaciones de libros. Coordina laboratorios de escritura creativa y continúa produciendo micros literarios en formato sonoro. Escribe prosa y casi poesía. Sus textos virtuales pueden leerse en diariodeandromeda.wordpress.com y en atroposofia.wordpress.com. Terminó recientemente una novela inédita intitulada Aborto Masivo. También se dedica a la actuación, a la producción de contenido multimedia independiente y da clases de Hatha Yoga.

 

julio/agosto 2020 | Revista El Cocodrilo

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