Traducción: Delfina Trivisonno
Tomé el libro que me habían enviado de la revista Día de chicas.
Cuando lo abrí se le salió una carta. En la tapa tenía un caniche con una camisita floreada y carita triste en una canasta, adentro estaba el mismo perro en la misma canasta durmiendo sonriente abajo de un bordado que decía: “Vas a estar muy mejorcita su dormís muchas muchas siestitas”. Alguien le había escrito con birome violeta: “¡Mejorate pronto! De tus bellas amigas en Día de chicas”.
Pasé una historia tras otra hasta que llegué a una sobre una higuera.
Resulta que esta higuera crecía en el terreno verde entre la casa de un judío y un convento. El hombre y una de las monjas se encontraban siempre cuando recogían los higos maduros, hasta que un día vieron un huevo empollado en un nido en una rama del árbol, y, mientras miraban al pajarito salir a picotazos, sus manos se tocaron. Después, ella no volvió a salir a buscar más higos, iba una sirvienta con cara de culo y contaba cuántas sacaba cada uno para ver que él no se lleve ninguna de más y eso lo puso furioso.
Me pareció que era una historia muy linda, sobre todo la parte de la higuera en el invierno abajo de la nieve y en la primavera con la fruta verde, me puse mal cuando llegué a la última parte. Quería meterme entre esas líneas de tinta negra como si me trepara por una reja y dormirme en esa hermosa higuera verde gigante.
Me parecía que Buddy Wilard y yo eramos como ese judío y esa monja, aunque claro no eramos ni judíos ni católicos sino unitarios. Nos habíamos conocido bajo nuestra propia higuera imaginaria, y lo que habíamos visto no era un pajarito saliendo de un huevo sino un bebé de una mujer, y cuando algo horrible pasó seguimos caminos separados.
Acostada en mi cama del hotel débil y solitaria, pensaba en Buddy Willard acostado más débil y solitario que yo en ese sanatorio en los Adirondacks, y me sentí como una hija de puta. En sus cartas, Buddy no paraba de contarme que estaba leyendo poemas de un poeta que también era médico y que había descubierto a un escritor ruso de cuentos ya muerto que también había sido médico, así que capaz a pesar de todo los médicos y los escritores se podían llevar bien.
Esa era una melodía muy diferente de la que Buddy Willard había estado cantando los dos años en los que nos habíamos estado conociendo. Me acuerdo el día que me sonrió y dijo:
—¿Sabés qué es un poema, Esther?
—No, ¿qué? —dije.
—Un cacho de polvo.
Y se veía tan orgulloso de haber pensado eso que nada más me quedé mirando su pelo rubio y ojos azules y sus dientes blancos (tenía unos dientes blancos fuertes y muy largos) y le dije:
—Supongo.
Recién un año entero después, en el medio de Nueva York, por fin pensé una respuesta a ese comentario.
Pasé muchísimo tiempo teniendo conversaciones imaginarias con Buddy Willard. Era un par de años más grande que yo y muy de la ciencia, así que siempre podía comprobar cosas. Cuando estaba con él, tenía que esforzarme para mantener mi cabeza fuera del agua.
Estas conversaciones que tenía en mi mente normalmente repetían el inicio de conversaciones verdaderas que había tenido con Buddy, solo que terminaban conmigo dándole una respuesta potente en vez de quedarme ahí y decir “Supongo”.
Ahora, acostada en mi cama, me imaginaba a Buddy diciendo:
—¿Sabés qué es un poema, Esther?
—No, ¿qué? —le diría.
—Un cacho de polvo.
Y ahí, justo cuando estuviera sonriendo y arrancara a verse orgulloso, diría:
—También los cadáveres que cortás. También la gente que pensás que estás curando. Son polvo y polvo y polvo. Me parece que un buen poema puede durar muchísimo más que cien de esas personas juntas. ¿No?
Y por supuesto que Buddy no tendría ninguna respuesta, porque lo que dije era verdad. Las personas no están hechas de nada más que polvo, y no pensaba que curar todo ese polvo era un poco mejor que escribir poemas que la gente recordaría y se repetirían a sí mismos cuando estuvieran tristes o enfermos o no pudieran dormir.
(…)
Empecé a contar todas las cosas que no sabía hacer.
Arranqué con cocinar.
Mi abuela y mi mamá eran tan buenas cocineras que siempre les dejé la tarea a ellas. Siempre intentaban enseñarme alguna receta, pero yo siempre miraba y decía “sí, sí, buenísimo” mientras las instrucciones caían por mi cabeza como agua y después siempre arruinaba lo que hacía para que nadie me pidiera que lo haga de nuevo.
Me acuerdo de Jody, mi mejor y única amiga en la facultad en mi primer año, preparándome huevos revueltos en su casa una mañana. Tenían un gusto diferente, cuando le pregunté si había puesto algo diferente me dijo que queso y ajo. Le pregunté quién le había dicho que haga eso y me dijo que nadie, solamente se le ocurrió. Pero al final ella siempre era más práctica y además estudiaba sociología.
Tampoco sabía taquigrafía.
Eso significaba que no iba a conseguir un buen trabajo después de recibirme. Mi madre no paraba de decirme que nadie quería a otra licenciada en letras común y corriente del montón. Pero una licenciada en letras que supiera taquigrafía era otra cosa. Todo el mundo la querría. Sería muy solicitada por todos los hombres que estén creciendo en sus trabajos y transcribiría una carta emocionante tras otra tras otra.
El problema era que odiaba la idea de servirle a algún varón en cualquier espacio, quería dictar mis propias cartas emocionantes. Además esos dibujitos de taquigrafía que me mostraba mi madre me parecían tan malos como t igual a tiempo y s igual a distancia total.
Mi lista se hizo más larga.
Era una pésima bailarina. No podía seguir el ritmo. No tenía balance, y cuando en gimnasia tenía que caminar por una plancha de madera con las manos afuera y un libro en la cabeza siempre me caía. No podía andar a caballo ni esquiar, las dos cosas que más quería hacer porque son muy caras. No sabía hablar alemán o leer hebreo o escribir en chino. Ni siquiera sabía situar en el mapa a la mayoría de esos países raros que representaban los tipos de la ONU en frente mío.
Por primera vez en mi vida, sentada en el corazón a prueba de sonido del edificio de la ONU, entre Constantin que podía jugar al tenis e interpretar al mismo tiempo y la chica rusa que sabía tantos idiomas, me sentí horriblemente insuficiente. El problema era que todo este tiempo había sido insuficiente, solo que no me había dado cuenta, no lo había pensado.
La única cosa en la que era buena era ganar premios y becas, y esa era estaba llegando a su fin.
Me sentía como un caballo de carrera en un mundo sin pistas o una joven promesa del fútbol enfrentándose a Wall Street y a un traje con corbata, sus días de gloria reducidos a un trofeito dorado berreta en su estante con una fecha grabada como una tumba.
Vi a mi vida abrirse frente a mí como la higuera verde de la historia.
De la punta de cada rama, como un higo violeta y gordo, un bello e increíble futuro me llamaba y seducía. Un higo era un marido y una casa feliz e hijos, en otro higo era una poeta famosa, en otro higo era una profesora brillante, y en otro higo era E Ge, la increíble editora, y en otro higo estaba en Europa y África y Sudamérica, y en otro higo estaban Constantino y Sócrates y Atila y un grupo de sus otros amantes con nombres raros y profesiones poco convencionales, en otro higo era una campeona olímpica, y más allá encima de todos estos higos habían más y más higos, muchos más higos de los que pudiera ver y contar.
Me vi a mi misma sentada en la base de esa higuera, muriéndome de hambre, solamente porque no podía decidir, no sabía qué higo elegir, quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el otro, y, mientras estaba allí sentada, incapaz de decidir, los higos se arrugaban y oscurecían, y, uno por uno, cayeron al suelo a mis pies.
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Delfina Trivisonno (Rosario, 2000) es estudiante de Letras en la UNR. Trabaja como editora y profesora de Lengua y Literatura. Integra la comisión editorial de la revista El Cocodrilo.