VOZ DE VACA, POR ERNESTO GALLO

por El Cocodrilo

Cuento publicado en los libros Voz de vaca (EMR, 2022) y Voz de vaca (Le Pecore Nere, 2023).

El sábado 8 de julio se presentará Voz de vaca (Le Pecore Nere, 2023) en la librería Salvaje Federal de Buenos Aires. Ernesto Gallo dialogará con Mariano Quirós y Selva Almada. El evento es a las 19:30hs. En calle Humauaca 4007, CABA.

***

Mamá no quería que me afeitara el bigote. Era un bigote de pelos flácidos, y ella decía que si me afeitaba se me iba a irritar mucho la piel. La solución fue decolorarlos con agua oxigenada, parecía que tenía un pulpo rubio encima del labio. También me aparecían pelos en las axilas y olor a chivo, pero conservaba una cara de niño inocente. Los bigotes decolorados no ayudaban mucho, y ni hablar de los granos.

Cada tanto íbamos al campo con mis hermanos y papá. Él me jodía por mi aspecto púber, decía que era un pajero y que seguro me mataba a pajas.

Papá estaba mejor de su vejiga y había dejado de mear sangre. El tiempo había cambiado, habían acontecido lluvias torrenciales y la tierra se había colmado de agua. Ahora los campos de nuestra zona estaban inundados. Papá decía que prefería toda la vida el agua antes que la seca. La economía familiar estaba en auge. Hacía poco había comprado unos novillitos para engorde y había que darles de comer alimento balanceado todos los días.

Salimos bien temprano de Resistencia. Yo me había convertido en un experto cebador de mate. Simón y Matías durmieron todo el viaje. En cambio, yo conversé con papá. Me habló de sus planes para mí: que yo tenía que estudiar administración rural porque era una carrera mucho más corta que las otras con orientación agrícola. También me dijo, muy serio, que si a él le pasaba algo yo me iba a tener que hacer cargo del campo y de todas las cosas, y para eso tendría que dejar de ser un pajero de mierda y acompañarlo al campo.

No sé cómo, pero siempre me daba donde más me dolía. De todas formas había algo de cariño en sus palabras, como una tradición familiar que a mí me tocaba escuchar por ser el más grande, tradición que yo me sentía obligado a seguir.

La primera cosa que me enseñó, tomándose en serio su mandato, fue a manejar. En los caminos internos del campo me daba el volante y me explicaba el procedimiento: «Primero apretás el embrague, después ponés primera y soltás el embrague al mismo tiempo que acelerás». Parecía fácil. Pero tenerlo ahí, junto a mí, hacía que se me frunciera el culo: me imaginaba la camioneta chocada contra un árbol, o metida en la cuneta. Me retó a los gritos un par de veces, pero después de varias clases, me las arreglé.

Cuando estábamos por llegar a la estación de Plaza, me dijo que yo iba a manejar el tramo restante, de la ypf al campo. Dijo que tenía que aprender de una vez por todas. Le pidió al playero que llenara el tanque. Me hizo ocupar el asiento del conductor. Después se bajó a cargar agua para el mate. El olor a gasoil me invadió las narices al mismo tiempo que me empezaron a transpirar las manos.

Papá le pagó al playero y se subió al asiento del acompañante. Se acomodó y cargó yerba en el mate vacío.

—Ya está —dijo—, vamos, hijo.

Hice de tripas corazón y puse primera. Arranqué y salí a la ruta.

—¡Hijo!, no miraste —dijo clavándome los ojos—: Tenés que mirar por lo menos tres

veces antes de salir a la ruta.

—Perdón, pa, no sabía.

—No me pidas perdón, Nelson, pero manejá con cuidado —dijo, y cebó un mate—, manejá con cuidado que van tus hermanos atrás.

—Este gil de mierda nos va a matar a todos —dijo Simón, que recién se despertaba.

Había cinco kilómetros hasta la entrada del campo. Ver los camiones que venían de frente hacía que me tirara a la banquina. Era un reflejo. Ponía la mitad de la camioneta afuera de la ruta y no iba a más de ochenta. Papá me dijo que era más peligroso hacer eso que estar sobre el pavimento, que nada más me tenía que acostumbrar a la sensación de ver a los camiones de frente. Apreté fuerte el volante y seguí las instrucciones.

Al fin dimos con la entrada al campo. Frené a un costado de la ruta y esperé hasta poder cruzar. Cuando puse la camioneta sobre el camino de tierra me sentí seguro otra vez, y recién entonces acepté uno de los mates de papá.

Llegamos a la casa del campo, un lugar austero, que no tenía ni el piso hecho. El peón no estaba, se había vuelto al pueblo por un problema con su mujer.

—Hoy vamos a limpiar todo, juntar la basura que hay tirada —dijo papá—, este tipo es un mugriento —puso cara de asco y levantó un pedazo de papel higiénico que tenía junto al pie derecho—. Y después, vamos a darle de comer a los novillos.

Nos dio una bolsa a cada uno y nos mandó a trabajar. Simón repetía, en voz baja, «Aburrido, aburrido».

Mis hermanos decían que tenían ganas de andar a caballo. La diferencia de edad entre ellos y yo empezaba a notarse y en cierto modo me dejaban bastante de lado.

Estábamos en plena faena, abocados a la recolección de basura, cuando Simón vio un palo, bastante ancho pero manipulable, y lo agarró. El palo era una rama de árbol que alguien, seguro fue el peón, había cortado para usarlo como tanteador del camino. Después Simón se puso a revolearlo como un loco. Matías dejó de juntar residuos y se largó a reír.

—Iaaa, iaa —alardeaba Simón—. Soy un Ninja supremo.

Ya habíamos pasado al piquete de descanso donde estaba la represa que ahora rebalsaba. Me distraje leyendo la inscripción en una lata de café incrustada en la tierra, y un estruendo de goma reventada me hizo perder el hilo de la lectura. Después escuché un grito agudo de Simón y lo vi pasar corriendo frente a mí. Lo seguía una estampida de avispas camachuí. Una de las avispas se posó en mi brazo derecho y me clavó el aguijón. El dolor fue como un relámpago. Matías se mataba de la risa a unos metros, sano y salvo, y Simón corría en círculos como un loco malo.

Había un nido gigante de camachuí en la cubierta que papá había hecho instalar en la rampa de carga y descarga de ganado. La cubierta evita que el camión jaula golpee de lleno contra la rampa. Simón le había metido un palazo a la goma y las avispas salieron como tiro. El dolor de las picaduras era como un cuchillo que te entraba hasta la carne.

—¿Qué pasó? —gritó papá acercándose.

—Este pelotudo —le dije agarrándome el brazo.

Él miró a Simón, que lloraba con la cabeza gacha. Matías, a lo lejos, había dejado de reírse.

—Qué pendejo de mierda —dijo papá y se acercó a Simón—. A ver, mostrame.

Simón señaló su labio inferior, el pecho y el brazo: tenía una roncha en cada lugar.

—Esas avispas duelen como la gran puta —dijo y agarró a mi hermano por el brazo sano—. Vení, vamos a ponerte Caladryl.

—A mí también me picó —dije.

—Vení vos también —dijo de espaldas a mí—, que en vez de mirarlo a tu hermano más chico, estás ahí boludeando —llegó a la chata y abrió la puerta—, no los puedo dejar ni cinco minutos solos, este la otra vez casi se sacó la mano.

Nos desparramó el Caladryl por las zonas inflamadas. Simón dejó de llorar, pero aun así no miraba a papá.

—Portensé bien, chamigo —nos dijo mientras distribuía la pomada roja por el pecho de Simón—. Tienen que cuidarse, poner atención a lo que hacen, se van a terminar matando solos acá.

Terminó con las curaciones y nos dijo que ahora les íbamos a dar de comer a los novillitos que andaban dando vueltas por el piquete de descanso. Él se encargaría de buscarlos y de traerlos hasta los comederos, a nosotros nos tocaría esparcir la comida balanceada. Cada bolsa pesaba como veinticinco kilos, teníamos que llevarla entre los tres y después distribuir el maíz molido en los comederos.

Ya habíamos terminado nuestra parte cuando apareció papá atrás de una cuadrilla de novillos. Les gritaba «Siga, vaca. Dale, vaca». Cuando le hablaba al ganado su voz cambiaba. Se manifestaba con una firmeza que hacía imposible no obedecer. Él decía que para amansar a las vacas había que hablarles, guiarlas, que no hacía falta cagarlas a golpes.

Al impartir órdenes a los novillos, pensé, papá dejaba salir su animal interior. Un animal interior que se mantenía libre por pasar tanto tiempo en el campo. En la ciudad, el animal de cada uno de nosotros se domestica y a fin de cuentas se convierte en un simple perro, o a lo sumo un gato. A papá se lo escuchaba como una auténtica vaca.

Simón y Matías jugaban a la tocadita y dejaban una estela de polvo detrás de sus corridas. Yo me quedé junto a papá, que miraba a los novillitos comer, los miraba como si fueran piezas de museo. Me apoyó una mano en la nuca.

—Tenés que aprender, hijo —dijo en voz baja, como si quisiera lograr cierta intimidad—, tenés que aprender, porque toda esta tierra va a ser tuya el día de mañana.

Había cariño en esas palabras, no reconocerlo sería necio, pero a mí me caían como un hacha sobre la nuca.

—Bueno —dijo quitándome la mano de encima—, vamos a tomar un cocidito, dejemos a estos guachos comer tranquilos.

Eran las diez y media de la mañana, papá les pegó un grito a Simón y a Matías. Nos dijo a los tres que prendiéramos un fuego, después me pasó un encendedor y se fue a buscar los cacharros para armar el cocido.

Juntamos unos palitos y pasto seco, formamos una montañita y la encendimos. La llama se avivó, entonces fuimos arrimando palos más grandes, era muy importante que la madera estuviera seca. Cuando papá volvió, el fuego ya estaba aceptable.

Papá usó el agua que había sobrado del mate y la cargó en una lata de leche Nido vacía. Después acodó un lugar en el fuego para poder apoyar el tarro. Cuando estaba sobre las llamas y las brasas, le tiró yerba al agua. Había que esperar hasta que hirviera. Papá nos dio un vaso de plástico a cada uno y se agarró otro para él. Al hundirse la yerba, se le tiraba un chorrito de agua fría para que se terminara de sumergir todo lo que quedaba flotando, y después había que servir.

Nos sentamos en unos troncos que habíamos encontrado. Papá le puso a su cocido cuatro cucharadas de azúcar, de las grandes. Simón, Matías y yo le pusimos una sola. Estaba riquísimo. Papá nos contó animado todos los planes que tenía; iba a vender unas vacas para cambiar la camioneta, estaba juntando plata para que en el verano pudiéramos ir a Brasil, que lo estaba por echar al peón porque no servía ni para ir a mirar si llueve… Se lo notaba feliz, hablándonos de sus cosas y con el vaso de cocido en la mano.

Cuando terminamos nos dijo que ahora había que meter a los novillitos en el corral y dejarlos encerrados hasta la tarde, que les tocaba volver a comer. Una vez que los arriáramos iríamos hasta el pueblo para almorzar en alguna parrilla. Él estaba contento, se lo veía bien.

—A ver, andá vos —me dijo—, llevalos vos hasta el corral, acordate lo que te enseñé.

Se me hizo un nudo en la garganta, no estaba preparado para la tarea. Papá les dijo a mis hermanos que se apartaran un poco y prestaran atención.

Entonces caminé hasta ubicarme a un costado de los novillos. «Soy una vaca —pensé—, me van a hacer caso, tengo que hablar como una vaca más». Quedé parado en el lugar que me pareció apropiado y grité.

—Camine, vaca, al corral.

La voz me salió aflautada, los animales ni se mosquearon. Simón y Matías se mataron de la risa. Papá se acercó hasta mí sin decir nada, su alegría se había esfumado.

—Vos ponete allá, al costado del corral —dijo y señaló el lugar adecuado—, yo voy a llevarlos, cuando quieran doblar, vos gritá: «Entre, vaca».

—Bueno —dije.

Papá habló con su voz de vaca y los novillitos arrancaron en dirección al corral. Cuando vi que empezaron a doblar, les grité, pero la voz volvió a salirme finita y los novillos pasaron junto a mí como si yo no estuviera.

Simón y Matías se desternillaban de la risa. Papá caminaba en mi dirección con una cara de odio tremenda y con los puños apretados. Las vacas habían corrido hasta el final del piquete de descanso y habían pasado por la puerta abierta, ahora se iban a perder en el campo.

—No ves que sos un pajero —él miraba para donde se habían ido los animales—, cómo te vas a hacer cargo de todo esto —se agarró la frente y concluyó—, cuando yo me muera van a fundir todo.

Yo estaba a punto de llorar y dije algo que no tengo ni la más pálida idea de dónde salió.

—Es solo tierra.

A papá se le desfiguró la cara, caminó hacia mí. Retrocedí y tropecé con las raíces de un árbol. Caí al suelo, y quedé ahí acostado por un rato.

Enseguida se acercaron Simón y Matías. Me informaron que papá se había ido a buscar las vacas. Entonces dije que muy bien, ya se le iba a pasar el enojo.

***

Ernesto Gallo nació en 1997 en Resistencia, provincia del Chaco. Vive en Rosario desde el 2015. Estudió Psicología en la UNR. Su libro de cuentos Voz de vaca (Le Pecore Nere, 2023) resultó finalista del Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto 2021. Forma parte de la organización del Grupo Savoy. Miembro del Centro de Lecturas: Debate y Transmisión. Forma parte de la comisión editorial de la revista El Cocodrilo. Organiza junto a Felipe Hourcade el ciclo literario Los detectives salvajes.

*Imagen de portada: Créditos de Federico Bojanich

julio 2023 | Revista El Cocodrilo

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