LA SEMANA DEL ECLIPSE, POR FEDERICO FONTANA

por El Cocodrilo

Lunes 24 de julio

La señorita Marcela llegó a clases y se quedó parada al frente durante unos minutos. No volaba una mosca. Dijo que prestáramos atención: iba a hacer una demostración acerca del fenómeno más misterioso y terrible de la naturaleza. Después sacó del bolso una linterna y un círculo de cartulina negra. La cartulina se notaba que ya la había cortado en su casa (o sea que esto ya estaba preparado). Le había pegado un escarbadientes inmenso en la punta desde el cual lo sostenía y entonces el círculo parecía flotar. Dijo que corriéramos las cortinas y el salón quedó a oscuras, pero yo podía ver todavía. La oscuridad no era total. Encendió la linterna y apuntó hacia el techo. Señaló con el dedo índice de la mano derecha el círculo de luz y se quedó así, congelada. El círculo de luz temblaba en el techo. 

–Ahora -dijo- esto es lo que va a suceder. 

Y acercó el redondel de cartulina negra hacia la punta de la linterna, y mientras lo hacía yo me imaginaba que el redondel negro viajaba por el espacio, un espacio lleno de silencio y frío (el espacio galáctico, me refiero). De a poco fue pasando el redondel negro por sobre el círculo de luz que provenía de la linterna y nos decía que miremos el techo.

–Atención -gritó- miren el techo. 

De pronto la luz desapareció por completo y la señorita Marcela susurró: el ballet cósmico ha comenzado.

Mismo día, por la tarde. En casa de mi prima Marianela

Le conté lo del eclipse y mi prima hizo un ruido con la boca, de globo desinflándose. Los labios le temblaron. Me dijo que yo era la más pava del mundo, que cómo no me había enterado, con todo lo que estaba pasando. Pronto va a llegar la gente del gobierno, me dijo después. Nos van a enseñar todo lo necesario para que podamos ayudar a los visitantes. Y por qué tenemos que ayudar a la gente, pregunté. No es ayuda en sentido estricto, contestó. Es una manera de atenderlos, aclaró. Yo medio que no entendía nada, porque además mi prima mientras hablaba hacía otras cosas. Me parece que se estaba arreglando para cuando llegara la gente del gobierno, porque se puso el vestido que usa para los cumpleaños y se ató ese cinto de cuero tan hermoso que tiene. Cuando terminó se sentó en la cama y miró por la ventana. La luz de la tarde era amarilla pero también  blanca y beige (hay un momento en que la luz es indefinible). Como mi prima es rubia y tiene todo el cuerpo muy blanco, la luz rebotaba y se reflejaba entre las paredes de su habitación. 

Sacó de debajo de su almohada una carpeta con forro de araña azul y me dijo: la verdad está ahí afuera (mientras decía eso señalaba hacia la ventana, algún lugar del campo con la mano derecha y, como estaba sentada sobre su cama, cogoteaba, dándome indicaciones). Se quedó callada y apoyó ambas manos arriba de la carpeta. Una mano sobre otra, como hace mi tía Clara cuando reza con sus estampitas. Me miró y achicó los ojos, que a mí me parecieron sarcásticos y acechantes. Ojos de serpiente venenosa. Dijo que sí con la cabeza, como si se contestara sola. Le dije: nena dejá de hacerte la misteriosa y decime qué estás pensando. Sus ojos se achicaron aún más, dos cuchilladas en una lata de choclo. La verdad está ahí fuera, es cierto, me dijo. Pero acá también, acá también, y mientras lo repetía acariciaba su carpeta forrada de azul. 

Mismo día, ya de noche

Cuando nos sentamos a comer papá encendió la televisión y se quedó un rato parado, con las manos detrás de la cintura, bastante encorvado. Mamá le dijo que se enderezara, que después a la noche la cintura le pasaba factura. Papá estaba alucinado o hipnotizado (la hipnosis es un mecanismo para conocer las vidas pasadas, pero no sirve solo para eso. Mi tía Clara hace sanaciones y dice que, a veces, la mejor manera para curarse es dejar de pensar. Ella no lo dice así, dice: “hay que parar con el diálogo interior”. Con eso se refiere a esa vocecita que todo el día nos dice bla bla bla, y que nunca jamás en la eternidad de nuestras vidas podremos dejar de escuchar. Mi tía dice que no solo la escuchamos sino que lo peor es que le hacemos caso. Que es una parte separada de nosotros pero que nos conoce muy bien y que nosotros siempre vamos a tratar de agradarle. Entonces, volviendo a la cuestión del hipnotismo, mi tía dice que si una puede concentrar la atención en una sola cosa, entonces la mente se libera y se detiene el diálogo interior). Papá estaba así, con el diálogo interior detenido y la boca medio abierta y su cuerpo encorvado que se parecía a la luna cuando está en cuarto menguante. Cuando al fin se pudo despegar del televisor, se sentó a la mesa y contó que en la Municipalidad ya había quince inscriptos en el sistema de hospedaje para los turistas. No son ningunos lentos, dijo papá, mientras inclinaba la cabeza hacia un costado. Dice que van a cobrar mil quinientos pesos la noche, con cena incluida y estacionamiento y qué sé yo cuántas cosas más van a ofrecer. La miró a mamá esperando que dijera algo pero mamá hizo un gesto pensativo, como si un recuerdo se le estuviera cruzando por la pantalla de su mente. Después abrió bien grande un ojo, el derecho, mientras inclinaba la boca para un costado. Dijo que no era momento para hacer negocios sino para ser respetuosos y tener memoria. Se hizo silencio. 

Mientras comíamos, en la televisión entrevistaban a un hombre que se hacía llamar “un parroquiano del universo”. El hombre era calvo y tenía los ojos negros y aceitunados y llevaba puestos unos anteojos amarillos. Tenía una sonrisa blanca y elegante. El conductor le preguntó si los eclipses tenían algo que ver con los ovnis y el hombre contestó que por supuesto. En ese momento mamá dejó de servir la comida y se quedó estática. Me lanzó una mirada corta y luego la volvió hacia el televisor. Le dijo a mi papá que subiera el volumen. 

El hombre calvo explicó que existen circunstancias favorables para la aparición de los ovnis y que los eclipses son una de ellas. El conductor se mostró incrédulo. Le preguntó si era verdad que ya no había ovnis. El señor calvo contestó que él no estaba de acuerdo con eso. No es que no se vean, agregó, sino que nuestro termómetro es el periodismo, y ustedes no siempre dan la noticia. Pero el ovni siempre está, aseguró. Durante el último eclipse, por ejemplo, hubo 113 visualizaciones del primer tipo, que es cuando se visualiza un aparato raro en el espacio atmosférico. Después están los invisibles, casos en que una cámara fotográfica capta “algo” y si uno lo va a ampliando se ve perfectamente que se trata de un aparato tecnológico. Y qué más puede decirnos de estos aparatos, preguntó el conductor. El hombre calvo se acomodó en el sillón y contestó que se conocen 163 formas de ovnis, que están todas catalogadas e identificadas, pero la más famosa es la de dos platos soperos unidos por los bordes. Y, además, agregó, que existen otro tipo de “encuentros”. Por ejemplo, cuando el aparato baja y deja huellas de su paso. En el barrio donde vivo, dijo el parroquiano del universo, aparecieron huellas en el jardín de una casa; las dejó una luz que apareció a medianoche. En otros lugares ha habido agroglifos, que son círculos geométricos que resultan de la presencia de ovnis. Lo que pasa es que cuando hay estas huellas, aclaró, no es que el aparato esté ahí: a lo mejor está a miles de kilómetros del planeta Tierra. 

El conductor parecía irritado porque miraba hacia los costados y hacía gestos con su cara, gestos irrespetuosos. Le dijo al hombre calvo que ya era tiempo de ir terminando la entrevista y que eligiera cómo despedirse. El hombre calvo se sacó los anteojos y sus ojos brillaron como bolitas japonesas. Miró a cámara y a mí me dio la sensación de que estaba entre nosotros, que nos hablaba directamente a cada uno. Dijo que no nos afligiéramos, que los hombres y mujeres somos seres indivisibles, originales y trascendentes. Que la muerte no existe y que somos eternos. Y a medida que decía esto se acercaba a la cámara con paso sigiloso y yo la miré a mamá que estaba concentradísima en lo que escuchaba y se había parado y con ambas manos a los costados del plato se sostenía. Sus ojos eran un collage de emociones. Tenemos la vida en el más allá y tenemos esta vida, continuó diciendo el hombre. Cuando vayamos al más allá, significa que estamos volviendo. No los extrañen demasiado, terminó diciendo, ellos están entre nosotros. La cara de mamá estaba envuelta en lágrimas. Papá se dio cuenta y se paró y apagó la televisión. Ambos se abrazaron y lloraron juntos. 

Martes 25 de Julio

Hoy tuvimos clase de nuevo con la señorita Marcela. A mí me parece la más hermosa de todas las mujeres que vi alguna vez. Tiene el pelo largo y castaño, bastante lacio pero no lo suficiente. En las puntas se le hace un bucle y es sensacional. El bucle rebota cuando ella se pasea por el salón; se contrae, como un resorte. Ese día me encontraba bastante desconcentrada por la escena que había sucedido en casa la noche anterior. Ella se dio cuenta y desde su escritorio me hizo una seña con la cabeza. Me acerqué y tomé asiento al lado suyo. Ella me miró como si fuera la hermana mayor que ya no tengo. Sus ojos fueron como refucilo que brilla en una tormenta de verano. Le dije que estaba muy inquieta por el tema que nos atañe y que quería profundizar. Ella me contó que su papá, allá por el año mil novecientos treinta y seis, tenía más o menos la edad que tengo yo ahora, unos diez. Y que estaba en la escuela y se acercaba el día fatal que tanto ansiaban. Así, como ahora, me aclaró. Los días pasaban y ante la inminencia, la gente contaba historias sobre ciudades a oscuras y nunca vueltas a iluminar, o de ese pueblo que quedó petrificado al mirar al fenómeno de manera directa. Mi papá se hizo esta pregunta, me contó. “¿Qué hacen los animales en los eclipses? ¿Se dan cuenta o les pasa desapercibido? ¿Tendrán alguna conducta extraña o lo salvaje es indiferente al cosmos?” Esa cuestión lo mordía por dentro y decidió que cuando llegara el día él no saldría al patio con las máscaras especiales, sino que pediría permiso al director y se iría al zoológico de la ciudad. Y eso fue lo que hizo. Paseó durante toda la tarde y observó a los animales. Después -siguió diciendo la seño Marcela-,al salir se encontró con dos grupos de compañeros que se habían enterado de su misión y querían saber qué había pasado. Mi papá no era de tener muchos amigos, solo dos o tres. A ellos les dijo que naranja fanta, que prácticamente ni se habían dado cuenta. Para ellos -sentenció mi papá- nunca hubo eclipse. Y a los otros, pregunté, extasiada de felicidad por el relato de la señorita Marcela. A los otros les dijo que los monos hacían cosas extrañas con las monas, que el león había bostezado y que el tigre, justo en el mismísimo momento en que todo era penumbras, se había abalanzado sobre su enemigo, pero que al momento de dar el zarpazo se quedó estupefacto, sin saber qué hacer o cómo hacerlo. ¿Y usted, señorita, cree que pasará algo? pregunté yo, casi en susurro de siesta. Entonces ella me miró esperanzada y me dijo: Ojalá, Celeste, ojalá suceda algo. 

Miércoles 26 de julio

Creo respetuoso dar cuenta de algunos hechos que hasta ahora no están del todo claros. Me refiero a por qué todos los días veintiséis hacemos esta ceremonia. Nos levantamos a las seis y mamá enciende palo santo y viene la tía Clara y entre las dos entonan canciones sanadoras para “los que ya no están y para aquellos que nos quedamos.” Mamá siempre dice que cantar sirve para tolerar mejor las ausencias. Además, tía Clara trae preparados unos ataditos de romero y lavanda que enciende y va soplando y recorriendo todos los huecos de la casa, haciendo gestos con las manos, como si arreara ganado. Después encienden velas en el altar que le hicieron a mi hermana en la entrada de casa y preparan mate y esperan a que lleguen las vecinas y se haga la hora. Papá no participa de esto. Él dice tener “aversión por los misterios del universo”, y que prefiere dejar las cosas así como están. Mamá y tía Clara le contestan que ellas no quieren cambiar nada, que ya todo ha sido decidido, pero papá igual se las arregla para desaparecer. A medida que van llegando las otras mamás nos preparamos y a eso de las diez salimos en caravana por la calle Artigas y doblamos en Irigoyen y después de ahí se nos van sumando en procesión los vecinos y las vecinas y los familiares de quienes ya no están entre nosotros. 

El día de hoy fue especial. Yo caminaba entre mamá y tía Clara y entonces se me acercó una chica que era más grande que yo y me dijo “soy amiga de tu hermana, me llamo Mica”. En la garganta se me formó una bola de lana que me hacía difícil tragar.Me conmovió terriblemente el corazón que la chica hablara en presente . Nos dimos la mano y caminamos en silencio. Las canciones que cantamos hablan de águilas y de auroras, de anillos para bailar en el espacio y de la contaminación del río. Nos dirigimos al patio de la escuela donde iba mi hermana, el lugar donde sucedieron los hechos. A partir de aquel momento lo enrejaron y solo se puede entrar los días del aniversario. Antes de llegar, Mica me dijo que tenía que contarme algunas cosas. Nos desviamos de la procesión y nos sentamos afuera de la despensa de Miguel, en el cordón, al solcito de la mañana, que es, como dice mi tía, el poncho de los pobres. La mañana era linda y el sol parecía acariciarnos. Mica tiene el pelo largo y lacio y le llega hasta la cintura. Es de color café con leche y lo lleva suelto. Su cuerpo parece frágil y sus manos delicadas. Me hacía sentir bien acompañada. Me contó que ella había estado aquel día. Que estaban dando clases y de pronto oyeron un ruido fuerte. Era como si alguien tocara una flauta, aclaró. Vimos una cosa plateada en el patio y nos asomamos a las ventanas, dijo. De la cosa plateada bajó un hombre que se quedó de pie al lado de la nave. Yo sentí mucho miedo,  porque nunca había visto una persona como aquella. El hombre se acercó unos pasos y me di cuenta que me miraba. Tu hermana estaba al lado mío y creo que ambas sentimos lo mismo, que le interesábamos, y yo pensé para mis adentros que era el fin del mundo, que quizá venían para avisarnos de que llegaba el final. ¿Y por qué pensás que querían asustarte? pregunté. Porque no cuidamos el planeta, el aire, me contestó. ¿Y esa idea ya la tenías o vino a vos cuando pasó esto?. Mica no contestó. Levantó la mirada hacia los árboles y dijo que se estaba sintiendo como aquel día. Que cada vez que lo cuenta, vuelve esa impresión del estómago revuelto, la sensación de que alguien la mira de cerca. El hombre gris se acercaba a las ventanas, dijo, y miraba con atención. Después de eso un estallido de luz nos encegueció y cuando volvimos a ver ya no estaban. Se las habían llevado. Tragué con fuerza y contuve el llanto. Esa parte ya la había escuchado, pero no de alguien que estuviera allí. Dejé pasar unos minutos y volví a preguntarle acerca de esa idea que tuvo. Se te ocurrió cuando viste la nave, agregué. No, contestó. La pensé cuando volví a mi casa. Sentí como si en el mundo hubieran desaparecido los árboles y ya no hubiera aire y la gente se moría. En eso Miguel salió de la despensa y nos regaló unas golosinas y dijo que no nos perdiéramos el saludo. Levantamos campamento y caminamos las dos, tomadas de la mano, las cuadras que faltaban para llegar al patio de la escuela. Desde lejos podíamos ver la gente rodeando el círculo de pasto quemado que dejó la nave, agarradas de la mano y entonando canciones de águilas y de los viajes que nos llevan lejos para no volver nunca jamás. 

Jueves 27 de junio

Hoy recibimos la visita de las personas del gobierno en nuestra escuela. Mi prima Marianela me había adelantado algo. Me dijo que, básicamente, había dos grupos: uno se dedicaba a la parte comercial” es decir, instruía a los vecinos sobre cómo dar mejores servicios a los cazadores de eclipses y el otro se ocupaba de instruir en temas referidos a la astronomía y la danza de los cuerpos celestes. Yo rogaba porque vinieran a contarnos sobre ese tema de los planetas que bailan y parece que mis súplicas fueron oídas porque hoy nos visitó un señor llamado Kepler. El hombre nos estaba esperando al regreso del primer recreo, sentado en mitad del salón. Había corrido todos los bancos él solo y se encontraba cruzado de piernas. Al vernos llegar se puso de pie y nos saludó con una reverencia. Después nos invitó a tomar asiento. La señorita Marcela nos dijo que el señor Kepler era un empleado del gobierno y que su misión era instruirnos en las diferencias entre astronomía y astrología. Se hizo un silencio como de museo y todos nos quedamos mirando al señor Kepler: su cabeza ancha y plana, como si fuera una pista de aterrizaje, su cabello largo y canoso, y sus ojos enormes que ejercían una influencia tremenda en todos. El señor asentía en silencio mientras se miraba los pies. Después sonrió y preguntó ¿alguien puede decirme porque no hablan entre sí los planetas? Como nadie abría la boca me animé a contestar que era porque no tenían boca. El señor Kepler dijo que mi respuesta era correcta, pero sin embargo incompleta. Después comenzó a dar vueltas alrededor de la silla que ocupaba el centro del salón y repetía la pregunta, de una manera que hacía pensar que él tampoco sabía del todo la respuesta. Parecía que les habían comido la lengua a todos, entonces el señor Kepler dijo que él podía arriesgar una respuesta: los planetas no hablan porque son indiferentes, es decir, nos les interesa agradarse o ponerse de acuerdo. Podemos afirmar que están allí inconmovibles a lo que suceda a su alrededor, salvo a las fuerzas físicas que actúan sobre ellos. La astronomía -continuó diciendo- estudia el comportamiento y funcionamiento de los astros de acuerdo con teorías y leyes demostrables, de allí que sepamos con exactitud cuándo y dónde se producirá un eclipse. Sabemos también que las órbitas de los astros (mientras decía esto dibujaba círculos en el aire con ambas manos) son mucho más estables que las actitudes de nosotros, los humanos. Allí radica también una buena razón para que los planetas no hablen, es decir, para que sean predecibles. Después de decir esto se sentó y me clavó su mirada y me sonrío amablemente. “Somos los ojos y los sentidos de la humanidad para poder mirar y estudiar las estrellas y el universo”. Cuando dijo eso todos saltaron y aplaudieron y el rostro del señor Kepler se encendió como leña. Nos explicó que los eclipses son casi la única chance para poder estudiar la parte externa de la atmósfera, que es la corona, ya que la luna está tapando toda la parte central del sol. Le dije que por favor ahondara (esa palabra la aprendí hace poco del diccionario) en el tema de la corona. Con mucho gusto, señorita, contestó el señor Kepler. Resulta que lo que llamamos corona permanece invisible la mayor parte del tiempo por el brillo del propio sol, pero durante los eclipses, la luna, al superponerse, permite observar unos anillos de luz en torno al disco negro que se forma. Al terminar de decir esto sonrió y elevó las manos hacia el techo, pero después las bajó y se pegó con ambos dedos índices a cada lado de su cabeza mientras decía: los eclipses son una celebración del racionalismo. Pero atentos, gritó (y ahí todos nos asustamos bastante porque el cuerpo del señor Kepler se contorsionó como gusano) que esto no siempre ha sido así. A través de la historia las civilizaciones han intentado explicar las cosas de acuerdo al conocimiento adquirido. Cada época tiene su propia verdad, sentenció, con una adorable ingenuidad que es envidada por las otras épocas. A veces, las cosas que se repiten son las que mejor nos enseñan, dijo después. Los astrólogos de Babilonia, por ejemplo, podían predecir eclipses con una exactitud extraordinaria, pero resulta que para ellos estos eventos venían acompañados de la desgracia, en particular de la muerte de sus reyes. ¿Saben lo que hacían? preguntó. En el salón no volaba ni una mosca. El señor Kepler sonrió y contó que para evitar que los monarcas murieran se los escondía y en su reemplazo se ubicaba a otras personas que recibían los tratos reales correspondientes. Es decir, aclaró, se los trataba como si fueran los verdaderos reyes, pero a cambio, luego de que finalizara el eclipse, debían aceptar algo terrible. En eso nos dirigió mirada de jaguar agazapado e hizo un gesto pasándose el dedo índice por el cuello al tiempo que hacía un ruido como de botella de plástico cortada a cuchillo. Eran sacrificados, para evitar que la condenación se abatiera sobre el monarca y su familia, explicó. Todos quedamos atónitos y la señorita Marcela tosió bastante fuerte una o dos veces y el señor Kepler se recompuso y siguió hablando, pero esta vez sobre algo menos fatídico. Contó que los chinos le arrojaban flechas encendidas a la Luna para ahuyentarla por miedo a que el Sol nunca jamás volviera a brillar por el cielo de nuestro tiempo. Antes de pasar a las preguntas, dijo que en algunas regiones del oeste de África se cree que el Sol y la Luna entran en una relación romántica y que durante el eclipse es como si apagaran la luz para que nadie los mire y tengan mayor intimidad y ahí fue cuando la cosa parece que se desmadró porque el señor Kepler comenzó a hacer gestos con los dedos y la señorita Marcela lo interrumpió y dijo bueno, ahora es el momento de las preguntas, al tiempo que daba algunos aplausos que todos imitamos. Mi prima Marianela me había llenado la cabeza con un montón de secretos sobre los eclipses, así que quise corroborar. Levanté la mano y el señor Kepler me miró atento. Pregunté si era cierto que era contraproducente (otra palabra del diccionario) que las mujeres embarazadas lo miraran de frente o si era verdad que los eclipses envenenan la comida que se cocina mientras suceden.  El señor Kepler se acercó unos pasos y me dijo: señorita, eso es más falso que patada de víbora.

Viernes 28 de junio

Finalmente llegó el bendito día. A la señorita Marcela se le ocurrió contratar un colectivo para llevarnos a la zona cero, como le llaman aquí al lugar desde donde mejor podría verse el eclipse. Antes de subir al colectivo debíamos entregarle las notas firmadas por nuestras mamás, donde decía que nos daban permiso y además aclaraba que la escuela no se hacía responsable por “posible insomnio, mareo, dolor de cabeza, ideas delirantes, vómitos o dificultad para acatar las órdenes”. Además de la señorita Marcela nos acompañaba Norma, la señorita de música. Una vez que nos acomodamos arrancó el ómnibus y Norma se paró al frente y se agarró con una mano del apoyacabeza y con la otra hizo un gesto apretando el pulgar y el índice en sus puntas: quedaron como si estuviera a punto de enhebrar una aguja. Alzó el brazo y comenzamos a cantar:

El próximo viernes, aquí en mi país 
podremos ver el eclipse desde San Luis, 
por tan solo dos minutos el sol se apagará, 
pues la luna enamorada lo eclipsará. 
Pobre de los animales, no entenderán, 
no sabrán qué hacer 
cuando el gallo vuelva a cantar. 
Esta es la chacarera eclipse solar, 
dichosos los puntanos que lo podrán gozar. 
En Merlo y Carpintería se podrá observar, 
Los Molles y Villa Elena también lo verán. 
Tres planetas claramente se van a apreciar 
Júpiter, Mercurio y Marte ver se dejarán. 
Las estrellas muy celosas tal vez se pondrán, 
pues las tres Marías muy fuerte brillarán.

Al terminar todos aplaudimos y la señorita Norma se llevó ambas manos al pecho, apretándolo, y después las abrió como en un abrazo imaginario y se sonrió y creo que largó alguna lágrima. La zona cero estaba a media hora de nuestra escuela así que no tardamos en llegar. El colectivero tuvo que estacionar medio lejos porque la cantidad de autos que había era impresionante. Bajamos y caminamos por la banquina unos quince minutos y a medida que avanzábamos éramos testigos de la euforia que se vivía. Cientos de carpas que flameaban con el viento, y mucha gente sentada en sillitas de metal, pequeñas, calibraban telescopios y cámaras fotográficas y algunos desplegaban mapas sobre sus camionetas y con sus dedos seguían trayectos al tiempo que daban gritos al aire y conversaban con otras personas. Yo me rezagué (esa palabra la aprendí ayer) porque vi a un señor que había reunido a muchas personas alrededor suyo y parecía estar enseñando algo porque todos lo escuchaban en silencio. Me acerqué. El hombre preguntó al grupo: “¿A qué nos invita el eclipse? A que no vayamos contra la corriente, hermanos y hermanas. O sea, si un tsunami viene contra vos, la corriente tarde o temprano te vas a cansar y el río te llevará. Todo fluye hacia el mismo lugar, solo hay que dejarse llevar. Hoy es una grandiosa ocasión para reinventarnos a nosotros mismos. O sea, viene Plutón y nos hace un escaneo y nos dice: esto no sirve hermano, hermana, dejalo ir”. Todos asentían y se abrazaban. La señorita Marcela advirtió mi ausencia y vino a socorrerme. Allá delante pude ver cómo se asomaban cuellos y cabezas y luego desaparecían, entre el desierto y los espinillos. Una multitud reunida para presenciar el ballet cósmico y nosotras, con la señorita Marcela, atravesábamos esa marea de gente que reía y gritaba y lloraba y cantaba y se abrazaba, feliz de no sé qué o dándose consuelo. 

Cuando finalmente nos reunimos con el resto del grupo, me pasó algo curioso. Como dije, todo era bullicio y los periodistas daban consejos y los vendedores y los astrónomos y los guías y todo eso me empezó a parecer ridículo. Entonces me tapé los oídos y esas voces se alejaron y convoqué al silencio, ese silencio que me imagino debe existir en el fondo del mar. Comencé a tener frío y una pequeña brisa recorrió el lugar, levantando polvo. Le dije a la señorita Marcela que necesitaba alejarme, tomar agua, sentarme. Se ve que ella se dio cuenta de mi situación inestable porque inmediatamente me tomó de la mano y nos alejamos. Antes le hizo una seña a la señorita Norma y parece que ella también entendió. A medida que nos alejábamos las voces se fueron haciendo murmullo y el viento sopló más fuerte y alejó el murmullo hasta que solo se oyó el silbido del desierto, que es, como aprendimos de chicos, el mantra de la puna. Caminábamos de la mano con la señorita Marcela por el costado de la ruta y ninguna de las dos decía nada. Yo pensaba en mi hermana y en las coronas de fuego, en las ventanas iluminadas. Para lo único que abrí la boca fue para decirle a la señorita Marcela que tenía sed. Caminamos unos minutos y encontramos una despensa. Entramos y era un salón enorme, con dos canchas de pool y muchas mesas desparramadas. Era una especie de garaje gigantesco. Nos quedamos esperando que apareciera alguien, pero al parecer estarían mirando el eclipse porque no venía a atendernos nadie. En eso escuchamos una voz que retumbaba dentro de una habitación. La señorita Marcela dijo que debía venir de la cocina. Avanzamos y a medida que nos acercábamos íbamos escuchando mejor. De pronto estuvimos de frente a un hombre que estaba sentado de cara al televisor y sostenía entre sus manos una radiografía. El hombre jamás se percató de nuestra presencia o si lo hizo no dio señales. Miraba la pantalla del televisor a través de la radiografía y parecía estar relatando un partido de fútbol: “Va cargando la luna, no me deja ver del todo la radiografía, ahora sí, carga la luna y se come al sol, se reduce, se reduce y se achica (esto es increíble, gritaba) la popular visitante de pie, carga la luna y no reacciona el sol, una porción más y se convierte el eclipse: mi visión es terrible a través de la radiografía pulmonar, aclaró, y ahora sí, se achica el sol y se agiganta la luna, párenla párenla, (gritaba como loco). Estoy viendo cómo avanza la penumbra, la mancha de oscuridad que se esparce por el mundo”. En eso la señorita Marcela tosió a propósito y el hombre se alejó del televisor y se puso de pie ante nosotras. Se acomodó la ropa, alisándose la camisa con las manos y borrando las arrugas del pantalón. Se tocó la cara. Después nos sonrió y me miró fijo: “los que ya no están mandan saludos”. Abriendo los brazos lo dijo.

***

Federico Fontana nació en Villa Constitución en 1983. De profesión psicólogo, ejerce el psicoanálisis desde hace 10 años. Es miembro de la revista digital Ubik, donde publica asiduamente ensayos, cuentos y fotografías. Actualmente vive en Funes. 

*Imagen de portada realizada por el ilustrador Santiago Grunfeld.

julio 2023 | Revista El Cocodrilo

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