Los domingos, a las tres de la tarde, nos juntábamos los cinco en el parque, como le decíamos todos. No había un alma viva porque de las otras estaba lleno. Algunas tenían la tierra fresca y, no por la lluvia de los días de invierno, sino por haber sido ocupadas recientemente, o como diría Martín: al toque. Las flores se mantenían erguidas porque los tallos estaban atados con otros tallos, como si se retroalimentaran unas a otras. A nosotros nos interesaban las viejas, abandonadas, en las que la tierra ya se había comido el mármol o parte de la estructura de cemento cubierto de un terciopelo verde espeso. Nos gustaba jugar con las arañas que vivían en las jardineras de aluminio, o de bronce si eran de una familia con dinero, poniéndoles hormigas culonas que morían retorcidas entre las telarañas. José era el más cruel: la subía a una hoja, la hacía ir de un extremo a otro, le empezaba a soplar sobre el cuerpo hasta que perdía el pedazo de alimento que llevaba para el hormiguero, luego le arrancaba la parte de atrás y el animalito se desesperaba con sus patitas hasta soltarla para morir en el infierno viscoso que construía la araña. Lo hacía repetidas veces. Yo prefería limpiar los lados de las cruces frías comidas por el tiempo. Una vez que desprendía la tierra seca, sacaba el cuchillo y empezaba a grabar mis iniciales o alguna fecha. Ahí quedábamos un buen rato hasta que tomábamos coraje, por el efecto del porro y las cervezas, para perdernos por el parque hasta llegar a las tumbas de nuestros muertos. La abuela, el abuelo, la hermanita que se ahogó en la pileta a los cinco años, mi vieja, la vecina de la otra cuadra, cada uno buscaba un objetivo. Corríamos haciéndonos los perdidos, saltábamos los monolitos, nos frenábamos para arrancar las fotos que nos parecían feas o que poco coincidían con el nombre del muerto. Todo hasta escuchar el canto que nos detenía. Era el momento en que comenzaba el juego. El congelado, le decíamos nosotros.
Nos volvíamos estatuas. Debíamos mantenernos con los ojos abiertos, ambos pies apoyados en la tierra, los hombros caídos para que las manos pesen a los costados y las escápulas formen una joroba y así quedar con la cabeza erguida; creíamos parecernos las gárgolas construidas en algunos panteones. El juego finalizaba cuando uno de nosotros se caía al piso y el cuerpo sonaba en el silencio del parque para luego ser golpeado, sin piedad, por los ganadores. Pasaban minutos, horas, hasta que la fuerza de los pies se hacía inaguantable sobre el terreno en declive. Parecía fácil, lo difícil era resistir la posición bajo los efectos de la marihuana.
Y pasó el pájaro negro. El de mal agüero. El canto seco, cortante. Los pasos se frenaron. “Congelado” escuché gritar a Martín.
Vi al ave acomodarse en las ramas del pino. Los párpados bajaban lento y cubrían los ojos rojos que resaltaban del plumaje negro. Preferí buscar otro punto de apoyo para mantener el equilibrio. Bajé la mirada, sin mover la cabeza, lo único que podía hacer para no perder el juego. La tierra estaba relativamente fresca. Emergía un revestimiento de concreto que circundaba el ataúd debajo de ese pedazo de terreno. A los lados, una especie de guirnaldas, del gris del cemento, que simulaban alas unidas por un botón que terminaban en dos angelitos tapando sus sexos con pedacitos de tela y las manos apuntando a una foto, una foto de mamá joven. Ella estaba espléndida con su pelo corte carré, recién salida de la peluquería, los ojos verdes resaltaban en su rostro con toques rosados; sonreía un poco, por suerte. Seguro habrá sido su mejor foto antes de terminar aniquilada por la enfermedad. Tendría sus manos enteras y llenas de anillos con un falso dorado. Zapatos de tacos “aunque sea de unos cinco centímetros”, decía, para poder llegar a todos los lugares haciendo ruido. La carterita con dos peines, por las dudas que se pierda uno, pañuelitos de papel para los mocos y uno de tela para secar las lágrimas que a veces había que simular, un nuevo testamento que le habían dado en la calle los evangélicos, por si pintaba volverse religiosa y, seguro, algún perfume de muestra gratis de los que decía que regalaban en los aeropuertos. Ella estaba petrificada en esa foto, en un momento, en una vida más saludable, en un tiempo. Seguro mi hermana prefirió que la recordemos de esa manera, fue una buena elección fotográfica. Nadie se atrevería a poner la imagen de un ser querido previa a los días en que viene la muerte. Estábamos los dos congelados, yo en un tiempo detenido por un pájaro que jugaba con nosotros y ella en un momento mentiroso, pero agradable a la vista de los que salían a chusmear las tumbas o para los angelitos que hacían de presentadores.
Una sombra se dibujó. Moví los ojos y era el pájaro que se había suspendido en el aire que había sobre la tumba. Subí tanto la vista que casi pierdo el equilibrio. Pegó un grito finito y escupió algo blanco del trasero que rozó la parte de atrás de la tumba. Se salvó la foto de mamá y las estatuillas de los angelitos. Los miré a ellos, eran iguales, no había duda que habían salido del mismo molde.
Pensé un juego hasta esperar que el cuerpo, de alguno de los otros, se desplomara en el piso y correr a golpearlo hasta revivir sus partes dormidas para que se salve, huyendo hacia las afueras del parque. Dibujé un recuadro imaginario que cubría las figuras de los ángeles y la foto de mamá. Traté de encontrar las siete diferencias. Era difícil porque se necesitaba mucha concentración, como la que mamá me pedía cuando me daba la fibra color verde, me sentaba al lado suyo y me entretenía cediéndome la última hoja del diario. Empecé por fijar un punto medio del retrato, justo en la nariz de mamá, y dividí el recuadro en partes más pequeñas. Comencé por los extremos superiores en donde estaban las ondas de los rulos de los angelitos. Marqué una diferencia. Seguí por la parte de la frente y las cejas, era todo liso, no había falla en la zona. Pasé a los cuadrantes donde había más firuletes. Marqué dos. En la parte del centro que abarcaba la nariz, la boca y los deditos apuntando hacia el medio del rostro de mamá. Encontré uno más. La última parte eran los cuerpos con el taparrabo y la sonrisa de la foto. Apunte dos más. Tendría seis o siete, pero algo había conseguido. Volví a repasar con los ojos y la mente los errores de la construcción. Siete, dije moviendo despacito los labios y mirándola a mamá. Esperé sus felicitaciones, como cuando era niño. La sonrisa inmóvil en la foto. Los ojos fijos, mirándome. Quieta. Congelada.
Sentí perder la fuerza. El peso de las manos. Caí al piso.
—¿Estás mejor? Loquito —me dijo el médico, acomodando la manguera del suero— se dieron fuerte esta vez.
—¿Cuándo?
—Hoy es domingo… —me dijo, acercando su cara a la mía.
—¿Jugamos en el parque? —le pregunté, mientras tragaba un gusto amargo de sangre.
—Perdiste, esta vez.
***
Pablo S. Ruiz Staiger (Rafaela, 1984). Actualmente, reside en San Jorge, Santa Fe. Es abogado y docente. Forma parte del taller de narrativa Qué hacer, dictado por Felipe Hourcade, y del taller de lectura y escritura de Casa Puente en San Jorge. Fue alumno del taller impartido por Leandro Ávalos Blacha y la Fundación Filba. Además, realizó la diplomatura en escritura creativa a cargo de Calu-Zeta y certificado por la OIEP.
junio 2024 | Revista El Cocodrilo