MUCHACHA YUAN IV, POR ANDRÉS PACHECO

por El Cocodrilo

Mientras bebía el té la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigas. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto piso, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Vi jamones, vi embutidos y vi ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. Vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas. Vi todo al mismo tiempo, y vi cómo hubiera engordado si como.

Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.

Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos británicos apostados en diversos lugares del mundo pudiesen resistir el asedio del enemigo por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores de Prince Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita yuan, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.

Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. “You never know”, dije en inglés, y le aclaré en chinglish: “Es no fácil saber”. Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, “como pobre Sin”. Quise saber quién era “pobre Sin” y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita cerca del aeropuerto pero que ahora envejecía olvidado en un asilo a las afueras de la ciudad, cercano a Disney Shangái, fingiéndose loco, para evitar una condena.

Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. Al mío lo pasó a algún chinglish como Colín. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado doscientos cincuenta yuanes: el precio de su pensión semanal, “como una substancia de hecho”. El banco le liquidaba quinientos yuanes por semana a mi muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería mantenimiento. (Estoy segura de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuosa de mis protagonistas. El arte pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de masturbación, ya que las hay mejores). Necesitaba mantenimiento la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Ai adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebria de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi muchacha empapaba el papel de su pequeño porro con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coca Cola de su colgante de oro. “Aceite de heroína”, explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y el faso tranquilizaba sus deseos.

Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en Hong Kong –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el mantenimiento de su maquilladora. Después volvió a dejarme sola en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso Camembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.

Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la conquista podía asar allí media docena de prisioneros locales ante un millar de fervientes súbditos desesperados por su alícuota de dulzona carne rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo, sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates chinos…! Cuando Ai –mi muchacha yuan, dueña y señora de la casa– volvía del baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba “home” en inglés– de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigas. Ignoro lo que habrán dicho ellas, pero como resumen dijo que eran unas piojosas hijas de perra; grave. Prendió otro porro con la brasa de mis Dunhill, y –¡Achalay!– nos fuimos a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.

El pasillo que llevaba a los cuartos estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de venidos a menos que rondaba a Bezos para gastar sus vacaciones en la más costosa ciudad balnearia que estuviera por ponerse de moda. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin porros embebidos en substancias equis.

Nos acostamos. Tercera decepción de la narradora: mi muchacha yuan era tan limpia como cualquier otra chitrula del Soho o de Notting Hill. Nada previsible en una china y en todo discordante con mis expectativas. ¡Las sábanas…! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camuflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de reparar– en suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha yuan. Peor: yo jamás vi muchachas yuan, ni estuve en Shangái, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: hace dos años que no hago el amor con otras personas. (Él ya se fue, se fue a Escocia, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otras. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).

Cuarta decepción de la narradora: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Soho o de Notting Hill. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de China: “ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin”, gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos “I’m coming, I’m coming, I’m coming!” de las chicas de mi pago, que sumen a la otra en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir algunas muchachas del hemisferio occidental y del que creen venir sus contrapartidas angloparlantes o chinglishparlantes. Pero una hace todo esto para vivir y se amolda. ¡Vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrán sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del té.

Revisé el menú de Spotify en la computadora del cuarto de la hermana. ¡Buenos temas! The Stooges, Joy Division, Lou Reed, Blondie, Patti Smith: buena música. ¡La banda sonora de Trainspotting! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece la muy variada banda sonora de Trainspotting!). En la habitación también había manuales de física en inglés y muchos números de revistas de ciencias naturales y de teoría de los sistemas.

Separé algunas para informarme por qué alguien podría todavía conservar una revista en papel, pero que todavía en 2019 justificaba una publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. Interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.

Andaba en eso cuando llegó la hermana de mi muchacha yuan con su novio. La chica dijo llamarse Biyu y era naturista, marxista rebelde, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba el dinero y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que una mujer desnuda, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un chinglish tan choto.

No le gusté y ella no pudo disimularlo más.

En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista rebelde, odiaba profundamente el dinero y manifestó un intenso desprecio hacia la hermana de Biyu y sus clientes.

Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar una provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Ai. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos chinglish, mis carcajadas y los mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.

Les dije que me vestiría y que debía partir pues me esperaban en mi hotel. Me dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo las revistas, pues “‘la luz de la luz no nos molesta”. Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta india. De inmediato entraron en un profundo sueño y les vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Ai, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.

Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de iniciar el amor una vez más, pero temí despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada yuan, muy aristocrática la piel de mi muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de cinco mil yuanes de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi cabello que al frotarse contra mi frente tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi muchachita yuan me guardaría rencor por eso. Dejé un billete de cien yuanes que había comprado tan barato en Londres en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad ante Biyu. Actué como inglesa y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera una muchacha yuan de la gente, yo no podía permitir que al otro día la mía se amargase y anduviera por todas las pizzerías de Shangái insinuando que nosotras somos unas hijas de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a la juventud colonizada. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Las demás chicas seguían peleando: la africana reprochaba a las otras no haberla despertado para la cena. Otra lloraba, creo que era la rusa.

Después oí unas sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en español sudamericano.

Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una pistola rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de un pozo petrolero mar afuera de Aberdeen.

La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce ancianos, a causa del calor, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas ancianas patas chinas, en pleno corazón de la ciudad de Shangái.

Hicieron no sé cuántos grados; calculo que serían unos treinta o cuarenta, céntimo más, céntimo menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional del Times las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.

Al día siguiente volé a Londres vía Dubai. Al cuarto día estaba lo más campante en Shangái y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi muchacha yuan. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Yu, el novio de la hermana: mi muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. Volvería recién a fines de abril de 2020, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de virología. Tipo agradable Yu: tenía un Cooper blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la hora pico de aquel atardecer de verano. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Cooper. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: 

–No lo sé, tal vez tengas razón…

Me dejó en un edificio de oficinas, cualquiera de tantos, donde yo debía retirar unos catálogos de piezas y especificaciones para mi gente de Londres.

Nos despedimos afectuosamente. El gerente de ventas era un chino de barbita con pelo lacio negro, lubricado con reflejos azules.

Entre él y su secretario –un norteamericano aceleradísimo– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento británico. El chino gerente de ventas me preguntó de dónde yo venía; el estadounidense me preguntó cuál era mi procedencia. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otra en mi lugar…? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de  verano chino…! Ya era tarde, oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra “Inglaterra”, el gerente de ventas hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, puso un puño sobre otro, verticalmente, y giró el de arriba describiendo un semicírculo. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual de ellos vinculado a la manera de romper el hielo e iniciar una amable amistad para convertirla en una buena relación comercial.

El estadounidense, cuando oyó que decía “Londres, Reino Unido” arregló el nudo de su corbata y adoptó una pose de bebedor calmo de té, pero al estilo de Mr Bean (¿O sería una pose de beber en taza de su tierra…?). Hizo un ademán de llevarse la taza inexistente a la boca, emitió un desagradable pero leve chasquido con los labios y dijo muy circunspecto la frase “God save the Queen”, pero pronunciándola como si incluyera la música de los Pistols.

Después apoyó con extremo cuidado la taza imaginaria sobre la mesa, volvió a acomodarse el nudo de la corbata, apoyó las manos sobre el escritorio, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.

Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí a mi manera inglesa y él sonrió a su manera americana y yo miré el pedazo visible de Shangái tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo; a pesar del calor, me dio algo de tos y puse la mano para frenarla, la tosecita salió sola, no fue para apurarlo ni intencional. No era antipático aquel hijo de mala perra, pero, como todo secretario americano en China, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar en su computadora un simple catálogo para una máquina de envasar tabaco. ¡Así les va…!

Fin

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Andrés Pacheco nació y vive en Rosario. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos en la Universidad Nacional de Rosario.

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marzo 2025 | Revista El Cocodrilo

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