UNA PIEDRA, POR MARCELA ALEMANDI

por El Cocodrilo

Trepé el médano la primera noche, nublada y fría, a principios de agosto. Los pies se me hundían en la arena mientras hacía fuerza para subir, y más aún cuando bajaba hacia esa oscuridad gigante y ruidosa. No había luna y los límites entre la playa y la inmensidad de agua habían desaparecido. Solamente había viento y un rugido profundo, adelante y a mi alrededor. Siempre que miro el mar siento que lo veo por primera vez. Acercarse es acercarse a lo sublime, lo que es absolutamente grande y solo comparable a sí mismo, lo que fascina porque tiene el poder de destruirnos. Esperé unos minutos, agarrándome el gorro de lana con las manos para que no se volara. Respiré profundo para sentir el olor a sal, hice fuerza con los ojos en dirección a la orilla negra que rugía. Esperé. 

En junio de 2021, decidí mudarme al mar, a Gesell, a Mar de las Pampas o Mar Azul, para buscar a Juan Forn y decirle que era él la persona que yo quería que me leyera y que me ayudara a terminar lo que había empezado a escribir hacía años y me tenía empantanada y sufriendo. Las fantasías que tenemos los lectores con respecto a algunos autores que amamos son siempre así: intensas y dramáticas. Creemos que conocemos a esa persona, que dialogamos con ella, que nos habla casi exclusivamente a nosotros. No llegué a pedirle ayuda: murió diez días después, una tarde invernal de domingo, el día del padre.

Hablar de sufrimiento relacionado con la escritura puede parecer una exageración, pero cualquiera que haya leído los diarios de Kafka entenderá a qué me refiero. Hace años, María Negroni dio una charla en Rosario y mencionó, un poco en chiste pero creo que muy en serio, el sufrimiento que representaba la escritura. Que lo dijera ella, nada menos. “Odio escribir, pero amo haber escrito”, dijo una vez Dorothy Parker, y yo tomé esa frase como un mantra que repito cada día. Envidio a la gente que escribe mucho, que incluso dice entrar en trance cuando está escribiendo, o que tienen método y disciplina. Algunos hasta utilizan “fluir”, palabra horrible, para hablar de ese momento. Para mí es una tortura. Todavía peor que una tortura, porque es también una canción dulce a la que siempre vuelvo y de la que no puedo escapar. Es un bicho que me muerde el cuello. Es la mujer fantasmal y malvada de mis pesadillas, que me invade la casa y me grita en la cara cuando quiero echarla. En mi fantasía de lectora, Forn iba a ser el guía que iba a sacarme de ese pantano de árboles muertos. 

En uno de los capítulos del libro que terminó un día antes de morir, Yo recordaré por ustedes −que no solo recopila sus contratapas sino que las articula, conecta y reescribe como un viaje magnético desde el más lejano confín hasta las playas de Gesell, desde fines del siglo XIX hasta el día de hoy−, cuenta cómo, cada vez que necesitaba entender el texto que estaba escribiendo, cada vez que se empantanaba y tenía que saber por dónde seguir, bajaba a caminar por el mar, o se sentaba en el médano a mirar el agua, y ahí llegaba la respuesta. Narra también que, en cada una de esas caminatas, juntaba una piedra, una sola, de las muchas que hay siempre en la orilla, y se la llevaba a la casa. Le gustaba pensar que cada una de esas piedras era un texto, que las piedras reunidas en su biblioteca eran ese murmullo de historias que quiso y logró reunir en ese último libro.

En mis meses en el bosque y el mar, caminé por la orilla todo lo que pude. Con sol, con llovizna o viento frío de la sudestada, para el norte o para el sur, a veces con la playa totalmente vacía. Junté piedras de la orilla, lustrosas, húmedas, casi brillantes, miré gaviotas y chimangos, una vez vi toninas a lo lejos. Busqué el reparo de las plantas del médano, me trepé a las casetas de los guardavidas, vacías en invierno, leí al sol y contra el viento. Esperé.

Una tarde de mediados de septiembre, fría aún, la lluvia que había caído todo el día se convirtió en una tempestad de viento y agua. A las seis y media se cortó la luz en todo el pueblo y quedé completamente a oscuras, sola en mi casita del bosque, sin siquiera señal de celular. Le eché un poco más de leña a la salamandra, prendí un par de velas que encontré, me envolví en una frazada y me puse a leer una de las contratapas. “Tatiana en el cielo con diamantes” narra cómo la escritora rusa Tatiana Tolstáia va, a sus sesenta y pico, a ver los mosaicos del mausoleo de Gala Placidia, en Ravenna, Italia, porque su padre, que acaba de morir, le había enviado desde allí una postal, cuarenta años antes, en la que le contaba que la visión de esos mosaicos tan maravillosos le hacía creer a él, ateo recalcitrante, que quizás había un cielo, que algo habría después de la muerte. Forn parafrasea un texto de la propia Tolstáia pero, fiel a su costumbre, le agrega algunos elementos de su cosecha y lo hace, tal vez, más optimista: en su versión, ese padre muerto logra comunicarse con su hija, en una brisa, en un susurro de palabras rusas en forma de cita de Nabokov citando, a su vez, a alguien más, en esa cadena infinita de la literatura que tanto le gustaba. Esa noche leí varias veces ese mismo texto, concluido de un modo tan poético, a la luz de la única vela que me quedaba, mientras afuera los árboles del bosque se sacudían con ganas de quebrarse para sacarse el agua de encima.

Algo de la historia, contada de esa manera, me conmovió. Unos días antes había soñado que mi padre moría pero yo no podía verlo. En el sueño, una de mis hermanas salía de la habitación donde supuestamente estaba el cadáver y me decía: “no entres, ese que está ahí ya no es papá”. En la historia de Tolstáia, hay una escritora que busca una señal de su padre muerto en un cielo de mosaicos de casi dos mil años, en eso que lo había maravillado, en esa belleza de la que también los seres humanos somos capaces. Yo también buscaba una señal, un camino, de alguien que había muerto hacía poco. 

¿Dónde se encuentra el rastro de un escritor sino en sus textos? La respuesta es de una rotunda obviedad. Sin embargo, leer ese libro en el que tanto había trabajado y con el que (supe después) estaba tan contento, en los mismos lugares donde él había vivido, caminado, tomado té, donde se había encontrado con amigos, donde estaba su gente querida, fue como un ritual, una de esas ceremonias que nos inventamos los que no vamos a ninguna iglesia para suplantar de alguna manera esa necesidad espiritual que tenemos. Pero su rastro estaba también en otro lado, y era en esas personas que lo habían conocido y que habían compartido con él el amor, la amistad, la pasión por la literatura, la vida en un pueblo de la costa. Todos tenían un recuerdo de él, todos lo nombraban: pude escuchar el dolor y la incredulidad que causaba su ausencia, pero también recuperar pequeñas anécdotas, opiniones sobre libros y escritores, historias graciosas o tiernas. El fantasma no caminaba por la orilla, donde tanto lo había buscado, sino que vivía en esas personas, que lo conocieron, lo quisieron, lo leyeron.

Ahora estoy lejos, pero tengo conmigo una de las piedras que Juan Forn juntó y guardó de esas caminatas por la playa. Es una piedra que para mí simboliza el afecto y el cariño de mis días en el bosque y de mis amigos del mar, pero es también la búsqueda de la historia perfecta, contada como debe ser, de la palabra adecuada, del amor a los océanos sin concesiones de la literatura, que flotan desde el principio de los tiempos y en los que él navegaba con pasión y con desmesura, sin rodeos por modas ni cálculos coyunturales. Me gusta pensar que tal vez sea la piedra que lo ayudó a encontrar el camino para escribir la contratapa de Tatiana Tolstáia. Yo sigo peleando todos los días con el monstruo de la escritura, pero pongo la piedra en la mesa como un amuleto, arriba de mis papeles, cerca de la computadora, y la miro, la agarro a veces obsesivamente, le doy vueltas en la mano hasta que brilla, lustrosa. Ojalá le quede aún algo de magia.

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Marcela Alemandi es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Trabaja como correctora editorial y de textos académicos. Publicó en diferentes medios locales y nacionales. Ha recibido premios y becas, entre ellos, fue dos veces finalista del concurso Crónica Breve del Festival de No-ficción “Basado en Hechos Reales”, ganadora del premio “Experiencia Anfibia” de la Revista Anfibia/UNSAM y del premio estímulo a la escritura “Todos los tiempos, el tiempo” de Fundación PROA. Ganó también la Beca Formación del Fondo Nacional de las Artes 2018 y la beca-residencia Can Serrat, en Cataluña, primavera 2020.

febrero 2022 | Revista El Cocodrilo

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