UN CAMINO SILENCIOSO, POR JAVIER DEL PONTE

por El Cocodrilo

Miraba hacia el cielo, acostado en el césped. Era una noche más, casi igual a la del día anterior, a excepción de los trazos de nubes que parecían estar más solitarias. Pensó que el azar es una de las palabras que usa para nombrar lo que no entiende, “es azaroso”, suele decir. La otra es la muerte, eso sí que no lo entiende, y eso que lleva contadas unas cuantas. El azar lo había llevado a visitar al hombre el día anterior, movido por una imagen de otra época cargada de nostalgia.

Recordó cómo caminó por las mismas calles de siempre, pero esa tarde se sentían más extrañas que nunca. El muchacho que dormía en la puerta de la vinoteca y limpiaba los autos, la señora del edificio de la esquina que salía al balcón en camisón sin sentido del pudor, los autos alta gama que se retiraban del estacionamiento como si no hubiera nadie más allí y hasta el perro que ya se había levantado de la siesta y daba su vuelta por las puertas que lo alimentaban día tras día. “El extraño soy yo”, dijo, y por la mirada de la piba que venía enfrente se dio cuenta que había hablado en voz alta. 

La casa a la que se dirigía siempre fue ruidosa, y evocaba con ambivalencia las múltiples conversaciones unas sobre otras, como si la línea imaginaria entre emisor y receptor tejiera una telaraña de ruido en la que todos quedaban atrapados; afónicos y sordos. Como aquella vez: enumeración de menúes, que Macri es un gato, que Cristina una yegua, que los psicólogos son para locos y yo no necesito ir, que los destinos paradisíacos de un programa de televisión en alto volumen y el perro no queriendo quedarse afuera de la maraña de oradores sordos alrededor de la mesa, que el timbre del portero y su tímpano dijo basta. Entonces rompió un pedazo de telaraña y se fue al fondo de la casa donde las balas no llegaban. Descansó y volvió. Era usual que lo hiciera, porque nadie podía huir completamente de la telaraña sin pasar a ser un panadero a la buena del viento.

Cuando llegó a la casa y tocó el timbre. La respuesta desde el portero lo sacó de la ensoñación: “¿Quién es?” contestó la mujer desde el portero, “Soy yo”, dijo él, “¡Ahí bajo!” respondió ella. Lo esperó con la puerta abierta. “¿Cómo está?”, preguntó él casi con ingenuidad y aceptando como respuesta una sonrisa que ella esbozó con esfuerzo. La casa no parecía la casa, estaba extrañamente tranquila, tanto que se incomodó por un instante hasta que él mismo puso la pava al fuego y preparó el mate esperando que los ruidos la volvieran menos desconocida. Todavía no podía ir a la habitación, eso le demandó ponerse a tono con lo que no mostraba la sonrisa que lo recibió. Respiró hondo pero sin poder llenar sus pulmones e hizo ruido al exhalar. 

Lo más difícil de estar ahí era el silencio, y al pensarlo se dio cuenta que no era de la casa que esperaba el ruido, sino de él, lo que resultaba raro era que él no invadiera con su voz el silencio del lugar. 

La ruleta de los recuerdos giraba frenética entre aquellos en donde odió al hombre que en ese momento estaba acostado en la cama de la habitación y aquellos en los que se emocionó ante los gestos de cariño que con mucho trabajo le había podido esbozar. No era maldad, por eso le daba culpa sentir odio. Con el tiempo entendió que ese hombre no podía disfrutar de la vida, y que en los momentos más felices logró pasarla mal.

Recordó riendo cómo, cada 31 de diciembre, la mayor boludez terminaba en catástrofe nuclear: que “estoy cansado y no quiero ir”, que “no tengo la camisa azul”, que “¿dónde están mis lentes? Seguro los guardaste vos”, o el champú que se acabó o el hambre que llegaba antes de la cena y boom. Toda una catarata de gritos y reproches absurdos que terminaban con: “Vayan ustedes, yo me quedo acá”, y la casa entera: “Dale, pero qué vas a hacer acá solo”, hasta que ofuscado y como si se lo estuviera obligando a ir se arrastraba hasta la fiesta. Tal vez era eso: recibir el castigo antes de disfrutar. Porque ese hombre no podía pasarla bien sin más. Y de rebote el resto la pasaba como el culo hasta que algo de la noche mitigaba la tormenta y estrellaba el cielo. Se rió, y eso le hizo darse cuenta de que ya no le afectaba como antes.

Tomó un mate y le pasó otro a ella. Después recorrió con su vista la casa. Aún no sabe por qué, pero en ese momento se le hizo presente esta frase: “Yo invierto”, que decía el hombre que ahora estaba en la habitación, cada vez que alguien le contaba un proyecto o las ganas de algo. “Yo invierto”, era la manera que tenía de participar de la felicidad, en la ajena, como socio inversor. Pensó que ese hombre encontró el modo de ser feliz, así, como inversor de la felicidad ajena; de coletazo, pero era algo. 

Se levantó y fue, solo, hasta la habitación.

Lo que estaba ante sus ojos no coincidía con los recuerdos, pero era justamente por eso que estaba ahí. El hombre acostado en la cama, la piel se le pegaba a los huesos y ya no podía hablar. Las últimas palabras habían sido un chiste cinco días atrás. Algo así como, “culo picante” y el remate que no llegó. 

Él se quedó callado y sentado junto al hombre, lo miró, lo acarició, lo abrazó como pudo. 

Las palabras habían desaparecido desde el momento en que cruzó el marco de la puerta y el silencio se hacía denso y extenso. El hombre hizo fuerza con los ojos y lo buscó con la mirada, entonces él acomodó la almohada para facilitar el encuentro. El silencio seguía ahí. 

Le habló, le dijo algo así como, “lograste lo que querías. Invertiste bien”. Luego agregó que tenía que estar tranquilo y que lo quería mucho. El hombre levantó la mano, encontró la del otro y lo acarició, luego hizo fuerza con los ojos y se le cayeron dos lágrimas. Con eso él supo que el hombre lo escuchó y entendió, que estaba ahí, aunque la carne no pudiera responderle. Se puso de pie sin querer irse y se volteó para verlo tres veces, porque esa tarde había sido la primera vez que el hombre lo escuchó, que él pudo hablar.

***

Javier Del Ponte (Rosario, 1989) es psicoanalista, docente en la Facultad de Psicología de la U.N.R. Publicó Renovatio (2014), Tinieblas (2015), Los casos de Saint Vincent Holmes (obra ganadora de Los Premios Wattys 2018), Una erótica del café (2021) y Un mundo de novela (2023) que es su segundo libro publicado en la editorial Punto Final Ediciones.

abril 2023 | Revista El Cocodrilo

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