A TRAVÉS DE LA LENGUA, POR HERNÁN SASSI

por El Cocodrilo

Sobre Un gallo para Esculapio de Bruno Stagnaro

I

El canto del gallo es regular. Comienza trémulo, como dudando si vale la pena cantar, y culmina pronto con un estrépito afirmativo y desgarrado siempre. Siempre. Porque el canto del gallo, solitario como hijo de buen madrugador que es, es uno y el mismo, monótono como el sonido de un despertador. Desde tiempo inmemorial los gallos cantan y anuncian el amanecer o el fin del sueño, que no es lo mismo. El canto del gorrión es distinto. Sinfónico e hijo de un espíritu vivaz, es variable, y hasta se diría, impredecible. Eso sí, se da a toda hora o cuando le viene en gana al gorrión, que no es lo mismo.

En estos últimos años el Departamento de Defensa de los EEUU analizó el comportamiento de cientos de especies de pájaros; en particular, observó a los gorriones. No reparó en su canto, sino en su capacidad de estar despiertos por siete días en temporada de migraciones. El objetivo inmediato de dicha investigación era la creación de los sleep-less soldiers, el final, descubrir los modos en que las personas pueden ser productivas y eficaces sin dormir. Ni lento ni perezoso, el Departamento de Investigaciones del Pentágono extendió las tareas para sacarle mayor rédito al objetivo último. Desarrolló técnicas para combatir el sueño y hasta suministró neuroquímicos y terapia genética. En tiempos de drogas de diseño no es impensado imaginar un biotipo de diseñocomo el del sleep-less soldier, sin ir más lejos. Este biotipo es el sujeto insomne; usuario, consumidor, qué más da, pero insomne al fin.

A estas investigaciones recurre Jonathan Crary en 24/7. Late Capitalism and The Ends of Sleep (2013), ensayo que analiza las consecuencias de la globalización neoliberal, y muestra que la voracidad del capitalismo contemporáneo se propone conquistar el sueño. Un modo de hacerlo es lograr que el planeta esté iluminado en 360 grados. Los satélites que reflejan luz solar sobre el lado oscuro de la tierra están listos para funcionar, abolir el sueño de una buena vez y acelerar aún más el turbocapitalismo. Nada nuevo hay bajo el sol (natural o artificial, da igual). La sociedad sin sueño no es un invento de estos tiempos. El capitalismo industrial la prefiguraba: la luz eléctrica en fábricas y el sistema de “camas calientes” datan del siglo XIX. 

En la Antigüedad y en la Edad Media, salvo que alguien tuviera el desatino de iniciar una guerra, los días parecían calcados y a nadie parecía importarle. Con las revoluciones científicas, políticas y artísticas, la Modernidad inventó el cambio. De ahora en más no hubo hombre ni mujer en el globo que no exigiera que el hoy dejara de ser igual a ayer y a mañana. La posmodernidad, Era del gatopardismo, no extirpó ese motor de la Historia; lo redujo a placebo, el mejor modo de volverlo inocuo. Este “Dios de prótesis” que es el hombre según Freud, viene sofisticando herramientas tecnológicas que le sirven de placebo. La serie, formato hegemónico de nuestros días, es solo una prótesis de esa caverna digital llamada Matrix. Está en sintonía con la lógica insomne de servicio 24/7 on demand, de la hipercomunicación y de la obligada exaltación del narcisismo de hoy día, aristas todas de la minúscula pecera que nos contiene bajo la ilusión de nadar en alta mar y a nuestro arbitrio. El afuera ya no es una amenaza como en la Edad Media. Antes que al sueño, lisa y llanamente se lo ha abolido; y si no hay afuera –¿hace falta decirlo?–, no hay lazo social ni trascendencia. Esto parece no importar. Siempre hay una nueva App para bajar cuando no una nueva serie para ver.

Desde el siglo XX la privación de sueño es un modo de tortura. En nuestros días la erosión del sueño es autoimpuesta, y lejos de vivirla como tortura, el propio usuario, otrora ciudadano, se entrega a ella con regocijo: “Un capítulo más, uno más”, dicen los espectadores zombies que hoy son legión, boqueando cual peces fuera del agua en noche iluminada a luz de pantalla. Terminada la serie, en la cinta de montaje de subjetivación atomizada, Netflix dispone otra opción como plan de evasión; no otra cosa sucede en Youtube y Face. La advertencia, usual en estos días, que con o sin interjección, reza “che, no espoliés”, muestra que en las series, como en el neoliberalismo, solo importa lo que vendrá. Heredero entre otros de la pintura no menos que del sueño, en esa reliquia ya olvidada, el cine, importaba la imagen. Antítesis del cine, a la serie le importa un bledo lo que es (una prueba más de que la Técnica hace tiempo nos robó el Ser); prefiere apostar por lo que viene. Mariano Llinás dice: “El cine hace imágenes para guardar en la memoria. La televisión (se refiere a la que produce series) hace imágenes para el olvido” (1). Lucrecia Martel dice: “Las series son una vuelta atrás en el lenguaje audiovisual” (2). Desde la tradición cinéfila, ambos dejan ver que aún estamos en la era de la TV regidos bajo la promesa perpetua del “continuará”. En la nueva “Caja boba”, esa que ha extendido su accesibilidad al extremo y la ha hecho obligatoria, la imagen no vale para guardar en la memoria (la Técnica dispone de prótesis tecnológicas para tal fin con las que vacía la memoria del homo sapiens que pronto dejará de serlo), sino como promesa de felicidad futura.

Ahora bien, para Bruno Stagnaro, director que empezó a ver series sólo “para escribir, para ver cómo están hechas” (3), quien cree que “últimamente [hay] cosas más interesantes en series que en películas”, también hay una “vuelta atrás”, pero en un sentido distinto del que refieren Llinás y Martel. Según él, en las series reverbera un legado previo, el de la novela rusa “porque tienen ese caudal ancho de personajes y te permiten un grado de profundidad que es difícil en otro formato”. Stagnaro considera a la serie como una narrativa valiosa por el “grado de verdad” y el modo quirúrgico en que se “administra la información”. Como en una novela rusa, en Un gallo para Esculapio construye imágenes que no son mera excusa de las subsiguientes sino que despliegan el relato del que son parte. Como lo hiciera en Okupas, vuelve a hacer cine en tele, es decir, a componer más de una imagen para guardar en la memoria (4).

II

Primera secuencia. Mientras esperan en el auto el momento de actuar para dar un golpe, el jefe (Luis Brandoni) conversa con uno de los miembros de la banda. “Alto cuerno tiene ese, ¿vio? Repollera…alto domine, tiene”, dice el joven. El jefe, mirando su reloj, concentrado, acota: “Este pibe está retrasado”. Del otro asiento escucha: “Jefe, ¡zarpado poner el pecho al lado suyo hoy! Alto orgullo mamita, ¡eh! Los guachines quedaron careta cuando se enteraron. ¡Pa!, alta flasheada se pegaron”. Desconcertado, el jefe frunce el seño y le pregunta: ¿Por qué hablás así, querido?”. “¿Así cómo?”, responde el joven. “Alto esto, alto lo otro. ¡Es tan fácil hablar bien! ¿Por qué la complican?”, remata y cierra un diálogo que en pocas líneas, líneas que introducen la lengua viva del suburbio que registra con sabiduría antropológica y más aún metafísica la serie, dan cuenta de cuán perdido está ese hombre mayor que ve cómo cambia drásticamente el mundo que lo rodea. La lengua, sismógrafo de todo cambio y algo más como veremos, se lo enrostra con crudeza; y como si fuera poco le muestra a él, que hace largo tiempo está en el pináculo de una banda, que nada es para siempre. 

Segunda secuencia. Por esa misma autopista por la que un camión es desviado a punta de pistola, arriba un joven que viene del interior con lo puesto y con un solo encargo, entregarle un gallo a Esculapio. El hombre que llega a un pueblo, Nelson (Peter Lanzani), tarda en acomodarse, en conocer el terreno; ni tiempo tiene de hacerlo cuando, recién llegado, dos mecheras le dan la bienvenida robándole el celular. “Esta es la jungla de cemento, baby”, le advertirán poco después. “Acá es más fácil que te salve un animal que una persona”, escucha. Nelson arriba al reñidero con su gallo en busca de Esculapio. Un lugareño descifra el enigma inscripto en ese papel arrugado que trae como única guía y salvaguarda. El papel lo dice claro: “¡La Tokio!”, grita. Se trata del lavadero “La Tokio”, pantalla legal del verdadero negocio de Chelo, dueño también de ese reñidero. Todos los caminos conducen a Chelo Esculapio. 

Nelson tiene la inocencia y la tenacidad de un Rocky Balboa; Chelo, la experiencia y los códigos de Don Corleone. Uno está en la búsqueda; el otro, despidiéndose. Retrato de al menos una cara del suburbio bonaerense, esa que muestra cómo conviven un comisario que libera zonas para que trabajen las bandas de piratas del asfalto que han pagado su canon, con una mujer que en un carrito de bebé lleva una garrafa porque como tantos da pelea a esta vida hasta “con un escarbadientes”, con el que pide limosna en el tren haciéndose pasar por lisiado y malandras de todo pelaje, Un gallo para Esculapio es un relato sobre la identidad y cómo a ésta la funda nada menos que la lengua. Está el que busca, además de su destino, quién es su verdadero hermano en este breve, brevísimo trecho que llamamos vida, que no es otra cosa que piedra y camino. Y está el padre que busca un hijo por el que sienta orgullo; el suyo es demasiado tarambana por no decir irresponsable para admitirlo como miembro de la banda, pero lo es muy a pesar suyo. Andrés o “Loquillo” (Ariel Staltari, codirector de la serie también) como lo conocen, si cuenta dentro de la banda, es porque es hijo del jefe. Hay un lugar para ocupar entonces. No lo sabe, pero Nelson va matar dos pájaros de un tiro: será el hijo que espera ese padre y miembro imprescindible de la banda.

III

Pizza, birra, faso y Okupas fijaron un axioma que va de suyo en series como Tumberos y Disputas o El puntero y El marginal. Según este axioma, si se trabaja sobre los bajos fondos, se debe anclar el lenguaje en el barro y como muestra basta desperdigar un manojo de términos pardos en un guión y mandarlos decir con credibilidad. Solo ese manojo, más que la pericia actoral o un buen texto, parece otorgar a la serie el grado de verdad que se le exige a toda escena anclada en el barro social. Parece mentira, pero sólo sobre este tipo de series pesa esta exigencia mezquina. 

Un día iba yo en un ómnibus de media distancia a Pilar, al country donde vive mi hermana mayor. En ese viaje escuché una conversación de dos adolescentes. El diálogo se sostenía no en un castellano permeado por algún que otro término en inglés, sino en una lengua otra en la que convivían ambas por igual. Se trataba de dos chicos que seguramente iban a colegio bilingüe y hablaban en esa lengua extraña también en casa. Me preguntaba, a propósito de la decisión de Stagnaro de hacer de la lengua no un mero anclaje sino una matriz que decide identidad y destino de los personajes, cuál es la infralengua de la Matrix, cuál la lengua de los CEOs que hoy gobiernan el país, y por qué –esta es la pregunta importante aquí– se le exige un grado de verdad lingüístico a estas series y no a otras ancladas en las altas esferas. No tengo respuesta a la última pregunta. Lo que sé, y se desprende de su nulo abordaje en películas y series sobre lo que otrora se llamara clase alta, es que en la puerta de entrada a esa lengua, la lengua del que manda, pende el mismo cartel que en sus campos y countries: “No pasar” se lee. Y ahí estamos, como el campesino de “Ante la ley”, sin animarnos a pasar entretenidos con series hechas de lengua sacada del barro, las más de las veces, mal trasplantada (5).

Más que para el gallo o el gorrión su canto, la lengua da forma a lo que somos. Como el actor que eligió como protagonista joven, que fue a Misiones a pasar dos semanas entreverado entre la gente porque intuía que la lengua es algo más que una tonada, Stagnaro tiene clara conciencia de que la lengua no es solo instrumento de comunicación. Aunque también ciegan, las palabras alumbran. Para ver qué iluminan ausculta la lengua desde distintos vértices: del refranero popular (“El que pincha, garpa”; “El que tiene tienda, que la atienda”; “Cuanto más rápido subís, más rápido caés”) a las jergas de submundos como los de las bandas del asfalto y la de la riña, de la traducción chapucera de algún que otro término al origen inventado de un nombre. Stagnaro mira a través de la lengua; esto es, no como entomólogo que extrae mariposas del bosque y las injerta en el invernadero, en este caso, en un guión frío que transcribe una lengua muerta. Toma la lengua del malevaje y se anima a ir más allá, a ver qué sujetos modela y qué destinos prefigura y por qué. 

En principio, Stagnaro pone el foco en la oralidad en sus múltiples dobleces. Está la oralidad de Chelo, alguien que tiene, se diría, conciencia lingüística. Después de todo, él presta atención a cómo hablan los otros, incluidos sus “empleados”. Tanta conciencia lingüística tiene, que cree que a alguien puede definirlo en una palabra, solo una. Después de ver cómo se maneja Nelson a su lado, Chelo recurre a un diccionario para dar con el término que le cuadra a ese flaco que se le apareció como caído del cielo –no es casual que lo primero que le diga al verlo es “¿De dónde saliste vos?”. Busca y encuentra: entre tanto vago que lo rodea, él es “tenaz”. Esa oralidad es más bien “culta” y de señor mayor –de hombre tanguero más precisamente–, pero de hombre que sabe carajear cuando la situación lo requiere. Está aquella que saca de quicio a Chelo simplemente porque él queda fuera de esa lengua excluyente. Me refiero a la lengua de los más jóvenes, sean de su banda o no. Están también, más allá de las jergas propias de los nichos del malevaje y la delincuencia que ausculta la serie, los matices regionales que asoman en la tonada misionera de Nelson; la del paraguayo que corta el bacalao del fulbito en el potrero; la del cordobés, el primer rival de Nelson en la riña; la de un paraguayo más bien impostado del rival que Chelo quiere vencer en la riña cueste lo que cueste; la de la travesti de la pensión. Y como telón de fondo está la oralidad del suburbio, ésa que ejecutan todos y cada uno de los actores secundarios y de reparto, esa oralidad que impone aspirar alguna que otra “S”, ésa que nos recuerda que todavía circulan palabas y frases que creíamos perdidas como “doña”, “esto no funca”, “tomate el palo”, “y dale con Pernía”.  

Pero el trabajo de Stagnaro va más allá de la enorme heterogeneidad de oralidades que recorre la serie, atiende a la lengua en una dimensión más amplia. Es la lengua la que marca el ingreso de Nelson a ese ámbito del que Chelo va quedando gradualmente fuera. En tierra de gallitos que arquean el pecho y te apuran a la primera de cambio, Nelson no es más que un gorrión. Apelativos como “el pibe”, el “pajero”, el “tortuga”, el “zapallo”, el “pancho”, le cuadran en esos primeros días de desconcierto y sobresalto. Demora en bañarse, no sabe que en un baño de pensión el tiempo corre más rápido porque es compartido; tampoco que un lavadero es rancho abandonado cuando llueve. El “pajuerano” finalmente termina por conseguir trabajo en el lavadero de Chelo, quien luego lo acepta como miembro de la banda porque “habla bien y es obstinado”.

Como los amigos de Ricardo en Okupas, los miembros de esa banda le enseñan a saludar y hasta a fumar. A ellos los mira actuar y de ellos aprende el oficio, a hablar en código (“está libre la cancha”, los muchachos “están con las herramientas”) y la jerga: la cana son “los patos”; el arma, “el tiratiros”; la plata es “la viva” o “la piola”; la radio de la policía, “la cantora”; y el inhibidor de señal es “la máquina”. En cuestión de días habla la lengua de la tribu. Cuando lo semblantean, ahora escucha un “pendejo atrevido”. De “Pajarito”, como le decían en su pago, pasó a “berenjena”.

Chelo Esculapio es el jefe. Lleva años en una tarea que es para él más que un oficio; es “lo que te hace feliz”, le revela su esposa. Sea lo que sea, Chelo lo asume como un trabajo y se lo toma con severidad. “¿No te molestaría que yo siga trabajando mientras vos boludeás?”, le dice a Pipino cuando éste hace un chascarrillo e interrumpe su labor. Su banda es, se diría, una PYME y funciona como esa microsociedad o Estado paralelo que conocemos como mafia, pues se cumplen tanto leyes no escritas (“frula” y “chupi” a discreción, prohibido “caranchear” y menos aún robar en el barrio o salir a los tiros “porque hay familias”) como dichas a viva voz por el jefe: “¡Hombre grande, culpar a alguien de su familia por sus cagadas!”, le dice Chelo a un malandra que se robó un gallo y le echa la culpa al sobrino; “Por una pendeja que te está afanando la alcancía después de treinta años de amistad, ¡infeliz! ”, le espeta a otro que le quiere birlar un camión. Chelo es “de la vieja guardia” y ve cómo todo se degrada, desde el oficio de delincuente con código a la lengua que va y viene, se gasta, se pierde y trasmuta. Pronto será desplazado bien por la nueva banda que copó el Mercado Central, bien por “chorritos, rateritos, drogones de cuarta”, según los describe con superioridad resignada.

A Sócrates, ese hijo de partera molesto como pocos, cuentan que se lo tenía por faisán o pavo, es decir, por ave rara entre las aves. Frecuentó alguna que otra riña de gallos y, según Diógenes Laercio, hasta “avivó el ánimo de Ificrates, capitán de la República, mostrándole unos gallos del barbero Midas que reñían con los de Calias” (6). Esculapio conoce al filósofo. No sabe de su afición por los gallos. Le basta recordar un relato en torno suyo que le sirve para dar lustre a su nombre. “Resulta ser que yo tuve un primer gallito que le puse Esculapio”, le cuenta a Nelson. “Ese nombre no es de acá, es de Grecia. Esculapio es una especie de gauchito gil de los griegos de aquel entonces. Eso está en un libro que escribió Platón sobre los últimos días y las últimas palabras de Sócrates, un filósofo que tenía una verba maravillosa, hablaba mucho y tenía muchos discípulos, y un día ofendió al emperador de Grecia porque dijo que Esculapio no curaba las enfermedades y ahí lo mandaron contra las cuerdas y le dijeron ´O te vas del país o tomás este veneno´, que era cicuta”, cierra Chelo sabiendo que él, aunque lleve el nombre de ese “gauchito gil de los griegos”, le calza mejor el de ese hombre que no teme morir.

Chelo termina “engallolado” porque hay un pajarito que canta “pío, pío” y bate algún dato a la cana. Pero él es gato maula (“A papá mono con bananas verdes”, dice) y zafa, aunque no por mucho tiempo. Pronto todo se desmorona. Las palabras vuelan como pájaros de su cabeza, pájaros que no migran como el gorrión; se van lisa y llanamente como el nombre de su hijo menor que no alcanza a recordar, prueba de que ha llegado el Alzheimer, “la enfermedad que se te vuelan los pájaros” como le dicen. 

Como Sócrates, Chelo ve cercano el final. Queda Nelson en quien confía tanto por lo que ha probado a su lado cuanto por una recomendación que alguna vez le dio y, cree, recordará. Tras traducirle antojadizamente la palabra “persona” (“Per-son”, “por sonido”, traduce), Chelo le había dicho: “Sos como hablás. No seas como esos cabezas”. Habrá segunda temporada. Veremos si Nelson está a la altura de la lengua y del desafío, y pone en caja a los “zarpados de atrevidos” que osaron “laburar por la vereda de enfrente”. 

***

(1) Entrevista personal, septiembre de 2017.
(2) Domínguez, Juan Manuel. “Las series son un paso atrás. Entrevista a Lucrecia Martel”, 30 de septiembre de 2017. En: www.perfil.com
(3) Entrevista personal, septiembre de 2017.
(4) Este primer apartado intenta dialogar con el Nro 10 de esta revista (2012) que llevó por título “Series y cine contemporáneo”.
(5) Mal trasplantada incluso por quienes viven en el suburbio como Campusano, director que merece un estudio (de lo camp principalmente) que analice la inverosimilitud lingüística que hace de sus diálogos motivo de risa cuando no de carcajada.
(6) Laercio, Diógenes. Vidas de los más ilustres filósofos griegos (Vol I), Madrid, Iberia, 1985: 81.

***

Hernán Sassi (Ciudad autónoma de Buenos Aires, 1974) es Prof. y Doc. en Letras, Mag. en Comunicación y Cultura. Se desempeña como docente y crítico de cine. Ha publicado artículos, entre otras revistas, Doc en Lezama, Hecho en Buenos Aires, Crisis, Pensamiento de los confines, El ojo mocho, La Biblioteca, Carapachay, Km 111. Ensayos sobre cine, Revista Ignorantes y en Otra Parte. Actualmente lo hace en El cohete a la luna, La Tecl@ Eñe y El cocodrilo.
Publicó Hoteles. Estudio crítico (2007) sobre film de A. Paparella. Es autor de Cambiemos o la banalidad del bien (Red Editorial, 2019) y La invención de la literatura. Una historia del cine (Red Editorial, 2021). Prologó Escritos corsarios de P. P. Pasolini (Red Editorial, 2022) y estuvo a cargo de El nuevo cine murió (Red Editorial, 2021). Su último libro, P3RRON3, EL CORSARIO (Red Editorial) sale a mediados de 2023.

Fuente: Km111, Febrero de 2018: http://kilometro111cine.com.ar/a-traves-de-la-lengua/

abril 2023 | Revista El Cocodrilo

Artículos Relacionados