EL PODER DEL ACENTO, POR MANUEL QUARANTA

por El Cocodrilo

(Un homenaje a mi madre)

Terminé descubriendo la condición extranjera de mi madre cuando tenía cinco, tal vez seis años, debido a la pronunciación imperfecta del nombre de una fruta que no disfruto ni desprecio, por el nombre fallado de una fruta que de algún modo ya se ha transformado en leyenda: manzana. Por supuesto que si mi madre hubiese pronunciado correctamente la palabra manzana yo no habría contado con los elementos necesarios para advertir su disimulada extranjeridad: ella decía, y aún dice, tras cuarenta y cinco años de habitar territorio argentino, mantzana. Así, con una intensidad incurable que recae sobre la z que se disfraza de t: mantzana. Ni mela, en italiano, ni la pronunciación rioplatense que omite las diferencias fonológicas o fonéticas entre algunas consonantes, por eso mantzana supuso para mí –un niño propenso a resistir la evidencia del paso del tiempo– una revelación, un anuncio: que mi madre no era de acá, que tenía otro origen, que provenía de otras tierras, y que en esas tierras ella había cultivado una lengua distinta; revelación reforzada, además, o en todo caso, por quienes escuchaban a mi madre hablar por primera vez,  maestras, madres de amigos, vecinos, ¿de dónde es tu mamá?, ¿de dónde viene?

Tres décadas después, aquella revelación infantil cobró un nuevo valor gracias a “ese extraño señor Pauls” y al hallazgo de dos notables textos de su autoría.

En “Elogio del acento”, Alan Pauls repasa la perplejidad –distanciamiento brechtiano– que provocaba en él –un inquieto adolescente llamado Alan– escuchar el furioso acento de aquellos cantantes melódicos de finales de la década del sesenta –Jeanette, Nicola di Bari, Roberto Carlos–, que ponía en evidencia (más allá de las ambiciones comerciales propias del género) que algo en ellos no fluía, que algo de ellos no estaba del todo bien ni en orden[1].

En “Oiropa”, se narra de manera ejemplar un rasgo autobiográfico definitorio en la vida del escritor: su linaje germánico. La abuela de Pauls emigró a la Argentina con la fantasía de un futuro mejor. Ese futuro de un modo u otro llegaría, aunque acompañado de una pérdida, la de la lengua materna. Sin embargo, un rastro, un resto, una huella insistía en no desaparecer (o aparecía), y cuenta Pauls que su abuela jamás logró decir, o nunca quiso decir, Europa, como diría un argentino de verdad, sino que pronunciaba Oiropa para designar el nombre del viejo continente: Oiropa, mezcla insustancial repleta de sobrentendidos; lengua bífida, ni alemán ni español, la de su abuela, quien diluía su pesada herencia teutona en las turbias aguas de la argentinidad.

En esta trama lingüística fallada en la que creció, en esos contactos familiares y televisivos con una lengua doble, el escritor detecta la posibilidad de “enfrentarse con la monstruosidad de lo obvio”, es decir, descubre la perspectiva de abrir un desvío, una perturbación, de hacer temblar lo que se pretende inmediato y natural; en esa falla que configura el acento percibe Pauls una potencia que nos impediría sucumbir ante la manifestación supuestamente inocua e invariable de lo evidente: la identidad, el ser argentino.

El caso es que me propuse articular un recorrido tomando como eje central la cuestión del acento. Comencé por el espacio autobiográfico. Primero la evocación de mi madre, luego, la de una larga temporada en Toronto, Canadá, en 2010, que me permitió conocer de cerca a mucha gente perseguida por la miseria, personas que luego de completar decenas de trámites y gestiones llegaban al paraíso nórdico y se veían obligadas, con el objetivo de encajar en una sociedad desconocida e impermeable, a aprender un idioma que jamás dominarían: congoleños, chinos, iraníes, turcos, guatemaltecos, ucranianos, una horda de hundidos y humillados tratando cotidianamente de renovar sus credenciales de inmigrantes legítimos y dóciles en instituciones que promovían la enseñanza del inglés como segunda lengua (English as a Second Language), instituciones a las que pude asistir de manera gratuita gracias a la adulteración de mi identidad –omito detalles, sólo voy a declarar que, con la complicidad de un profesor ítalo canadiense, reclamé mi legítimo derecho como refugiado a una educación gratuita–. Miles de inmigrantes intentando aprender una lengua que nunca dejaría de jugarles en contra: no había uno solo, de quienes conocí, que pudiera pasar desapercibido en Canadá; cada uno de ellos llevaba –y jamás dejaría de llevar– su cruz en la lengua. Canadá, tierra de abundancia, por otra parte, donde mi madre vislumbró en su juventud la posibilidad de un destino triunfal y donde sólo respiró el aire puro del desengaño, para más tarde, ya instalada en Argentina, dar a luz a sus cuatros hijos: hijos nosotros de una madre, como la abuela de Pauls, y como la de tantos otros, anómala, doble.

Superada rápidamente la ocurrencia autobiográfica, me propuse revisar bibliografía con la que pudiera establecer alguna conexión: recordé un personaje de 2666 que llamaba por teléfono al reportero Sergio González y con “una voz muy excitada y con acento extranjero decía todo es mentira, todo es una trampa”. Revisé un episodio marginal en El espectáculo del tiempo,de Juan José Becerra, protagonizado por un hombre con acento porteño impostado. Me entusiasmé con en una entrada de Entre paréntesis, donde Roberto Bolaño reproducía la siguiente anécdota:

Lo primero que me preguntó Lemebel fue qué edad tenía cuando me fui de Chile. Veinte años, le dije. ¿Y entonces cómo pudiste perder el acento chileno?, dijo él. No lo sé, pero lo perdí. Es imposible que lo perdieras, dijo él, a los veinte años ya no se puede perder nada. Se puede perder muchas cosas, dije yo. Pero no el acento, dijo él. Bueno, yo lo perdí, dije yo. Es imposible, dijo él.

¿Y el cuento “Stephan en Buenos Aires” de Hebe Uhart? Podría ser. Pero necesitaba algo más contundente. Por eso llegué a proyectar un análisis filosófico del incorregible acento que exhibe Slavoj Žižek en cada una de sus apariciones públicas, y hasta fantaseé con incorporar en el recorrido el memorable epílogo de Paris, Je t’aime. Todo lo leía o lo recordaba con el filtro Pauls, con el filtro de Pauls. Coqueteé incluso con la sentenciosa anciana de la película Caja Negra, de Luis Ortega, para, casi resignado, acabar en la página 36 de Austerliz, del inefable Sebald. Nada me convencía.

Entonces, sumido en la comodidad que ofrece el futuro fracaso (vana tarea la de escribir sobre lo que Pauls ya había escrito), cierta luz de esperanza se encendió al final del túnel. Era un fulgor, una promesa, un destello con nombre propio: Phoenix, de Christian Petzold, director de cine alemán.

Phoenix (2014) es la historia de una mujer, encarnada por la fantástica Nina Hoss, que regresa a su pueblo luego de sobrevivir a las exigencias extremas de un campo de concentración, y regresa con el particular contratiempo de haber tenido que someterse a una operación para reconstruir –recrear– su rostro luego de que una bala se lo destrozara. Nelly –así se llama Nina Hoss en la película–, irreconocible para los más cercanos, ahora con dos caras, una visible e individual, aunque ajena, y otra propia pero clandestina, vuelve decidida a recuperar su vida anterior, previa a la atroz experiencia del campo. Nelly quiere recuperar su identidad, su pasado, y para lograrlo busca –pobre de ella– a Johnny, su marido; él, por supuesto, no la reconoce, no puede reconocerla, pero sí advierte en ella un aire de familia, una cierta similitud con su mujer, a quien creía muerta. Es a causa de ese parecido que en un rapto de pérfida lucidez le propone a la recién llegada sustituir –revivir– a la difunta esposa en vistas de apoderarse de la herencia familiar que le correspondería por ser la única sobreviviente del exterminio –paradoja: Nelly debe practicar modales, poses, gestos, para ser ella misma–; así las cosas hasta que al final, en una reunión junto a sus antiguos amigos, Nelly –consciente ya de que su marido la ha traicionado– se dispone a cantar –era cantante en su otra vida– en otra lengua, en lengua inglesa. El esposo de inmediato la reconoce, reconoce su verdadera voz en el acento –o eso quise creer yo–. La reconoce como si su acento fuera una cicatriz, un resto –como el número identificatorio tatuado en el antebrazo de la protagonista– que pervive del pasado –algo que ninguna operación puede suprimir–, algo que nunca nos abandona, del mismo modo que en Gespenster (fantasmas), tercera película de Petzold, la madre reconoce a su hija desaparecida por la cicatriz, del mismo modo que la anciana Euriclea reconoce a Ulises.

Envalentonado hasta el delirio en este nuevo contexto generado por los textos de Pauls, me propuse continuar indagando respecto del acento y me topé en internet con un síndrome que conjugaba mis fascinaciones más oscuras por las enfermedades raras (enfermedades que afectan a muy pocas personas en el mundo, generalmente incurables) con mi fascinación por los padecimientos del habla, dislexia, taquifemia, afasia: me refiero al síndrome del acento extranjero, definido en una nota publicada en el diario Clarín por Facundo Manes, gurú de uno de los aparatos culturales más eficaces del neoliberalismo, las neurociencias, como “un trastorno del habla, cuya característica principal es que las personas que lo sufren hablan su propia lengua pero con un acento no nativo, pronuncian como si fueran foráneos, con acentos de países que nunca visitaron”. Un testimonio en la web de la BBC ejemplifica el padecimiento: “Un día me levanté hablando como francesa”, dice una mujer que siempre había vivido en Inglaterra. “Es duro mirarse al espejo y hablar, porque esa no es mi voz, ¿quién habla?”. O sea, la mujer que habla un inglés afrancesado se pregunta: ¿quién habla cuando hablo yo? Interesante interpelación para introducir una nueva pregunta que formula Pauls ahora en la primera línea de la segunda entrada, “Abuso”, de su último libro, Trance: “¿cuál es el límite de una lectura?”, o, en otros términos, ¿hasta dónde interpretación, hasta dónde estupro hermenéutico?

Veamos.

Todos sabemos o intuimos gracias a la obra de Karl Marx –la hayamos leído o no– que el sistema capitalista esconde algo. En realidad, sospechamos que todo este régimen que reboza naturalidad y confianza: producir, comprar, vender, venderse, oculta en sus entrañas un núcleo poderoso, descomunal, subterráneo. Algo que nunca se presenta, que nunca aparece, pero juega, y juega fuerte. Una pregunta razonable frente a esta sospecha sería: ¿cuál es la verdad del capitalismo? O: ¿cuál es la verdad escondida del capitalismo? Siguiendo la línea abierta por Pauls, llevándola quizás un poco al extremo, para ver en todo caso hasta dónde, hasta qué límite tenemos permitido tensar nuestra práctica exegética, me pregunto: ¿podría ser el acento un camino hacia esa verdad?, ¿hacia la verdad que el capitalismo, mediante procesos involuntarios, se empeña en velar? Si el acento se erige como una barrera para neutralizar lo evidente, si es posible utilizarlo como punta de lanza para cuestionar la identidad, si el acento nos obliga a preguntarnos por ejemplo de dónde proviene nuestro interlocutor en quien detectamos el sello de una anomalía –Oiropa, mantzana–, podría entonces obtenerse de esa falla en la lengua, de ese lapsus irremediable, una señal para alumbrar el proceso por el cual, por ejemplo, la no mercancía se transforma en mercancía, proceso denominado antiguamente explotación y sobre el que nosotros, ávidos consumidores, con el fin de mantener intacto nuestro goce, debemos hacer el esfuerzo de no preguntarnos.

Preguntarse de dónde viene la mercancía, detectar su acento, detener la tiranía del sentido que ella misma impone. ¿Exagero?, probablemente. La verdad, tal vez este recorrido no haya sido otra cosa que un enorme malentendido, un equívoco eficaz, un error no forzado, una buena excusa, en definitiva, para saldar una deuda con mi madre.


[1] Tanto para el lector joven que quizás desconoce el fenómeno mencionado como para quienes lo vivieron de primera mano y deseen evocarlo, pongo a disposición el siguiente video: https://vimeo.com/528279795

Manuel Quaranta es Licenciado, Profesor de Filosofía y Magister en Literatura Argentina; Profesor Titular en la carrera de Bellas Artes (Universidad Nacional de Rosario). En 2015 publicó su primera novela, La muerte de Manuel Quaranta. Escribe para diferentes medios del país y del extranjero. Ha dictado conferencias en el exterior y en 2019 fue invitado como profesor visitante a la Universidad de Islandia.

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