Cualquiera sabe que existen personas convencidas de que con sus acciones corren hacia adelante, que progresan y ascienden en lo que proyectan. Sin embargo, es evidente que en cada paso van fatalmente hacia atrás. Lo que llama la atención no es la caída misma, sino el grado creciente de desconocimiento mientras avanzan, esa suerte de empecinamiento inocente y feroz. A veces, este letargo es fugaz y pasajero, dura lo que dura una metida de pata o una serie de malos negocios; otras, dura toda una vida y nada ni nadie los puede hacer reaccionar. Entonces, ¿hacia dónde se dirigen? ¿Cuál es la trama detrás de aquello que los empuja?
En 1919, en Más allá del principio del placer, un texto que todavía hoy soporta múltiples desciframientos, Freud postula la hiperbólica idea de una muerte anterior a la vida. Es un texto escrito sobre las ruinas de lo que había quedado de Europa después de la primera guerra mundial. Se habla del pesimismo de Freud, pero se trata más bien de un revés del progresismo y de un punto de fuga inscripto en su descubrimiento inicial.
Este salto al límite se monta sobre ciertos fenómenos clínicos y sobre argumentos tomados de algunas hipótesis de la biología de la época. La muerte de la que habla Freud es extraña, apunta a un enigma de lo humano que es cifrado y extendido a la totalidad de lo viviente. No se trata de la muerte como contingencia final, sino de una especie de reencuentro con el imposible origen. Es decir, no es la muerte ligada a la trascendencia, sino, más bien, a la sombra oscura que proyecta lo que antecede.
La figura espléndida que Freud utiliza es la del retorno de lo vivo a lo inorgánico. Postula el regreso de la vida a una muerte fría, inmóvil, mineral, como una especie de equivalencia definitiva, sin restos, más allá de la unidad del cuerpo y del resguardo del nombre. Incluso más allá de la tumba. Dice entonces Freud: “Si nos es lícito admitir como experiencia sin excepciones que todo lo vivo muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas, no podemos decir otra cosa que esto: La meta de toda vida es la muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo.” Todo el asunto está en ese “retrospectivamente”. No solo la vida se dirige a la muerte, sino que en el camino, en su deriva, surge la visión de lo que está antes del comienzo como final. El origen y la meta coinciden en el círculo imposible que traza la pulsión de muerte.
En los análisis esta figura suele aparecer cuando hay instantes de identidad entre la historia del sujeto con la de alguno de sus antepasados, o incluso, entre él y su “prehistoria infantil”. Por ejemplo, en el curso de un análisis de muchos años, luego de que algunos síntomas cedieron, retornaron episodios de una alergia en la piel que el paciente había tenido durante los primeros meses de vida. Un dato crucial de esa prehistoria es que a los veinte días de su nacimiento había muerto su abuelo, el padre de su mamá.
Se trata de momentos donde el sujeto pierde la diferencia en la que existe. La curva del espacio y el tiempo se cierran y parecen volverse circulares, tal como sucede con el ciclo de algunas enfermedades, en los brevísimos déjà-vu o incluso en los trastornos de la memoria como el de Freud en el Acrópolis.
Borges, en un breve texto llamado Sentirse en muerte, relata una experiencia que le sucede tras lanzarse a caminar azarosamente por el barrio de Barracas. Ocurre que una “suerte de gravitación familiar” condujo la caminata hacia el barrio de su infancia. Sin embargo, no es precisamente en este barrio sino en sus “misteriosas inmediaciones” donde sucede la epifanía. Borges habla de estas calles ignoradas “como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto.” Es decir, se trata de algo apenas más allá del territorio infantil. Algo tan cercano como desconocido. Allí tiene una visión: una simple calle del suburbio de Buenos Aires. La descripción de esa calle es una muestra de la maravilla de la escritura de Borges. Ahora bien, hay una pequeña y sustancial diferencia entre la publicación original de este texto en El Idioma de los argentinos, de 1928, y la segunda vez que aparece en La historia de la eternidad, de 1936. En la primera versión Borges escribe:
“Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo (…) El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.”
–El idioma de los argentinos (1928), Jorge Luis Borges.
En la segunda vez, en la primera repetición diríamos nosotros, Borges aclara que transcribe lo que publicó en 1928 y sin embargo el texto dice:
“Pensé con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo (…) El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad.”
Equívoco o ironía borgeana, la cuestión es que entre la primera y la segunda vez hay una diferencia temporal; mientras que en la primera vez la experiencia lo sitúa en la infancia, unos veinte años atrás, en la segunda vez la experiencia lo traslada hacia una fecha anterior a su nacimiento. El muerto eterno que Borges se siente, percibidor abstracto del mundo, es anterior al comienzo de su vida.
El texto continúa:
“Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma.”
Hay un muerto intacto que debimos dejar atrás para vivir, un ángel anónimo y eterno que se rechaza al nacer pero que nunca suelta a quien vive. A veces, nuestra vida se dirige falsamente hacia adelante, pero busca ciegamente detrás de ella misma.
Esa mismidad que no es “mera identidad”, anterior y exterior a la vida, es el objeto de la pulsión de muerte. La consumación de ese círculo, donde el origen parece ser alcanzado, es el corazón de lo que en psicoanálisis se plantea como deseo incestuoso. El cruce de caminos, el falso azar, el empecinamiento ciego no deja de evocar la tragedia de Edipo.
Después de todo él corre desde el principio, sin prisa y sin pausa, hacia un final que estaba anunciado en el origen. El oráculo lo predijo y ninguna acción pudo detener su fuerza. Sin la violencia que implica plantear el deseo incestuoso en el origen, el Edipo es un capítulo de la psicología del desarrollo y la pulsión de muerte una pieza suelta o un delirio metabiológico.
El incesto es un deseo antiguo, anterior al nacimiento del sujeto que busca realizarse como destino. Allí radica la tragedia individual del neurótico, que lo espera en los cruces de los caminos más imprevistos. Sin embargo, no hay verdadera salida en un análisis, ni verdadero avance en la vida, hasta que, de algún modo, se vuelve a pasar por esa muerte de la que venimos. Se trata de la realidad de una fuerza permanente, irreductible, y quizás la única capaz de engendrar la creación de algo repetidamente nuevo.
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Mariano Bello (1980, Córdoba). Creció en Corral de Bustos y vive desde fines de los 90 en Rosario. Es psicoanalista, docente de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario, miembro del Centro de Lecturas, Debate y Transmisión e integrante del Grupo Savoy.
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febrero 2023 | Revista El Cocodrilo