ANDRÉS RIVERA. ESCRITOR DE LA CLASE, POR CARLA D. BENISZ

por El Cocodrilo

–Me parece que eso de ser albañil es más bien una coquetería suya.
–Míreme la cara.
–Tiene, es verdad, cara de albañil.
–No sólo la cara, también herramientas. Allí están. Esta pieza, donde estamos ahora, la hicimos mi mujer y yo solos.
[…] Me gusta el trabajo físico. Veo a mis amigos más jóvenes que yo cavando una zanja o haciendo una rosca…
–Usted los deja atrás.
–Bastante.
–¡Pero hay que tener fuerza para hacer una rosca!
–¿Ah, no? –dice y se levanta. Cuando vuelve trae en la mano una herramienta de hacer roscas–. Ésta vale treinta mil y se mueve así. Hay que sudar para hacer roscas con esto. Las que no exigen fuerza, cuestan ciento sesenta mil.

Entrevista de María Esther Gilio a Daniel Moyano, Revista Crisis, N°22.

Dice mucho de nuestro imaginario literario que sorprenda o se considere exótico a un escritor por el hecho de ser, además, obrero. No periodista o docente, sino trabajador de trabajos manuales, sucios y –digamos– corporalmente más exigentes. De algún modo la figura de Flaubert, paradigma de la profesionalización de la escritura, se constituyó como modelo universal de escritor. Sin embargo, no es tan raro encontrar en la historia de la literatura esa supuesta excepcionalidad, cuyo ocultamiento esconde también la presencia en el universo literario del drama existencial de un sujeto histórico en particular, la clase trabajadora.

Ante esa excepcionalidad construida, por lo general, desde el “reseñismo” de los suplementos culturales, se ofrecía hasta el 23 de diciembre del año pasado un importante contraejemplo, el de Andrés Rivera. La biografía de Rivera ha sido resumida repetidamente. Sabemos que fue hijo de judíos comunistas migrados de Europa del Este, que trabajó como obrero textil, periodista y corrector. Que fue jubilado de haber mínimo y que el Premio Nacional de Literatura, obtenido por La revolución es un sueño eterno (1987), amortizó la precariedad de su sustento vital.

Además, fue un obrero, como se dice, consciente: delegado de fábrica y militante del PC hasta el 64; su expulsión confluye, aunque no fue la misma, con la de Portantiero y Gelman. Rivera también secundó a Susana Fiorito, la histórica militante clasista, en el proyecto de sus últimos años, la Biblioteca Popular (mito obrero, si los hay) de Bella Vista, Córdoba Capital.

Paralelamente, Rivera fue dando cuerpo a una obra voluminosa en títulos y de narrativa breve y poderosa. Una obra heterogénea también que ha transitado el sinuoso camino de los experimentos formales. Sus primeras publicaciones, las novelas El precio y Los que no mueren, fueron impugnadas por él mismo. Se trata de obras con evidentes apriorismos: la caracterización positiva de la clase obrera y sus organizaciones, en tanto se destaca una salida clasista e independiente del padrinazgo del “primer trabajador”. Posteriormente, Rivera revisaría la estética de esas primeras novelas, publicaría varios volúmenes de cuentos en los que ensayó esos cambios, e incluso, en el contexto de la última dictadura militar, pasaría diez años sin publicar. Después de ese periodo, el Rivera de los ‘80 y ‘90 es el Rivera de las novelas “históricas”, no porque adscriban al género, sino porque se centran en personajes del siglo XIX y porque son las novelas que transformaron a su autor en candidato a clásico.

Sin embargo, ambos universos (el político y el literario) se mantuvieron coaligados en su obra. Puesto que esa “consciencia” (para sí) de la clase que asume su rol histórico y que Rivera ejerció como delegado clasista y militante, ha sido también forma y contenido de sus obras, y no solo en su primera etapa “panfletaria”. Además de la biografía, hay en la ficción de Rivera y a pesar de sus virajes, un hilo conductor, el de la emancipación del hombre del dominio del hombre. O más precisamente el carácter agónico de esa lucha que progresa sobre continuas derrotas.

Ese carácter agónico aparece, en el universo narrativo, en una dimensión siempre presente en la obra de Rivera y no del todo maridada con (ese fantasma generacional) el realismo socialista: el quiebre subjetivo por la alienación del cuerpo, ya sea por el extrañamiento del cuerpo propio en un sistema que le pone precio monetario a su capacidad de transformar el mundo, como les ocurre a los obreros de la Villa Lynch de Rivera, ya por el deterioro de la fuerza vital como correlato del cercenamiento de la libertad (Castelli y los próceres de la emancipación inconclusa, o los pioneers del Sur del Sur).

Ahora bien, ¿por qué es importante Rivera hoy? Tal vez lo es más para los narradores novatos y los lectores ansiosos que para la crítica literaria, que no le ha dedicado grandes estudios. Así y todo, Rivera ofrece un proyecto para la representación del sujeto que penetra en su profundidad al mismo tiempo que reconstruye (así sea en sus fragmentos) el friso del drama histórico. Un proyecto que parte de un paradigma no determinista, sino detenido en cada una de las contradicciones que hacen a la relación del sujeto con su clase y su contexto, y que ve en esas contradicciones, las oscuridades y sinuosidades de la representación; eso que nos atrae –en definitiva– de la forma literaria.

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