CONVERSACIONES Y JUGUETES, POR CARLOS SURGHI

por El Cocodrilo

Mi hijo me lleva de paseo por las tres jugueterías del shopping del barrio. Lo que a simple vista es un divertimento semanal, una rutina irrenunciable ‒estar juntos, distraernos, merendar a las cinco de la tarde‒ se transforma en una conversación sostenida que comienza en el momento mismo en el que nos subimos al auto. Él impone el programa de movimientos similares a los giros de una noria. “Primero vamos a la juguetería de la entrada. Saludo a Playmobil y vemos juguetes. Después las otras. Cuando me canse, ahí vamos por una medialuna”. Apena si ofrezco una resistencia que tiene más de paso de comedia que cualquier otra cosa. “Pero eso hicimos la semana anterior. Además, puede que Playmobil no esté. ¿Y si vamos primero por la medialuna?” Desde ya la respuesta es negativa, y las justificaciones a su insistencia innegociables ante cualquier mínimo cambio. Así ya en la puerta saluda al monigote que a veces es un bombero, otras un policía y recientemente, un jugador de fútbol de la selección nacional. Mi hijo lo saluda estrechándole la mano, tomando esa extremidad en forma de u que el muñeco posee; le acaricia la panza geométrica, lo abraza en su circunferencia y le habla en secreto, tapándose la boca, como si su oído estuviese a la altura del pupo, mientras ese cuerpo de plástico inyectado se balancea para un lado y para el otro, a riesgo de venirse al suelo por las sacudidas de entusiasmo cuando lo despide. Desde ya que me sorprendo por su negativa a endilgarle al demiurgo una falta total de proporción. Para Alessio eso es un cuerpo, algo semejante, un igual, su confidente. Luego, cuando al fin ingresamos a la juguetería, pasa revista uno por uno a los mismos juguetes: los de días anteriores, los nuevos, los que han sido cambiados de lugar, los que tiene su primo, los que son para su primo, los que él tiene y los que no, y por supuesto, los que deposita sobre una línea de deseo que semana a semana avanza hacia el punto en fuga de la concreción comercial. “Otro día que vengamos me compras este, ¿sí?”. El libreto se repite sin la más mínima alteración. Y eso, para él y para mí, es lo que nos lleva a jamás postergar este paseo. El nombre del juguete, mi pregunta respecto a qué hace o para qué sirve, y alguna que otra observación disparatada que refuerce su calidad de juguete: la inutilidad soberana, por ejemplo, son el conjunto de reiteraciones insistentes de nuestra aventura realista y sentimental: describir un mundo que semana a semana vemos como si fuera la primera vez. En el fondo sabemos que por mucho tiempo más no sostendremos tal aventura, seguramente nos abracemos a lo nuevo en el naufragio de los días por venir. Pero el presente, lo único por lo que somos responsables, también tiene algo de ignorancia impostada, de demanda antojadiza. “Esto es una excavadora. Yo tengo una de color naranja, ésta es amarilla. Lleva tierra al camión. La mía se llama Scoop. Y no le gusta estar sola. ¿Me la comprás para que sea su amiga?”. 

Dos cosas me sorprenden de conversar con mi hijo. Primero el misterio del lenguaje. Es como si en él algo se hubiera despertado, o en todo caso, como si un Big Bang de palabras lo hubiese arrojado al centro de una galaxia que minuto tras minuto se expande. Y segundo, cómo ese misterio se vuelve nuestro secreto. Pronombres, verbos, sustantivos, estructuras nominales, elipsis, subordinadas, desinencias con las que se apropia del mundo estallan de repente mostrando sobre la pantalla de nuestra conversación el nacimiento de pequeñas estrellas. Pero al mismo tiempo que todo se ilumina en el cielo del lenguaje, nuestra conversación permanece siendo la misma, monótona y reiterativa, como la repetición de una película ya vista, o el paso puntual de un cometa tras miles de años. Sin embargo, las figuras de nuestra conversación por momentos se deslizan, se estrellan contra mares de turbulencia, nubes gaseosas o lluvias de meteoritos. Como un planeta que se corriera de su órbita, viéndose afectado en la superficie por cataclismos imprevistos, así reacciona mi hijo ante la novedad, el juguete desconocido, la función oculta que descubre, el dios detrás del detalle que para él asoma cual un Eros de flechas invisibles. Basta que se detenga un poco más, o que yo deje tranquila a su concentración observadora, para que una perrilla diminuta, un botón disimulado, una luz intermitente, o un simple pormenor no visto antes en la fisonomía de ese objeto, lo lleve al centro mismo del atolondramiento que, sin orden alguno, pasa por encima de la casa del lenguaje cual si un viento solar la encendiera hasta arder en las altas llamas donde se confunden interjecciones y onomatopeyas. “Papi, papi, ¿viste? Fuaaaaa. Yo te explico mira. Uhhhhh, ehhhhhh es… es… es muy ¡wuaaaaaaauw!, sí, sí, sí es muy ¡wuaaaaaaauw! este juguete. Este quiero. ¿Me lo compras? ¿Qué es?”.    

Explicar el ser de un juguete es una tarea imposible. Al menos una tarea ante la que uno puede resistirse. Proferir una función, así sea lúdica, es a fin de cuenta reducir la permanencia en el lujo que, una vez ya adultos, observamos y admiramos en el juguete que nos ha sido arrebatado. La hornacina del envoltorio, la catacumba portátil de plástico, el mismo ornato que lo acompaña como un arte venido a menos de la celebración que gira alrededor del fantasma que lo vuelve un fetiche, nos resulta un límite, acaso la frontera que una vez cruzamos y que otra vez ‒ya para siempre‒ marcó la expulsión de un reino. Como padre evito hasta donde puedo las explicaciones sobre el ser de los juguetes. Por eso, cuando mi hijo me pregunta por autos-monstruos o autos-dinosaurios contesto con una especie de suspensión del saber. “No sé hijo qué es, ¿vos qué crees que es?” Al principio me sentía un tanto estúpido y acomplejado por el incierto horizonte pedagógico que ensayaba. Pero a medida que el Big Bang se arremolinaba entre nosotros, la impostación del no sé que había proferido se transformaba en un envión gravitacional que nos arrojaba a la más lejana galaxia de su verborragia. “Claro, es bombero-dinosaurio de ojos rojos y fuego para el incendio que se apaga porque está enojado, ¿no ves Papi?” 

Benjamin, que no solo escribió sobre juguetes, sino que también los coleccionó y los regaló a su hijo buscando la pieza extraña y faltante en ciudades tan disímiles y distantes como Nápoles, Marsella, Barcelona o Moscú, señaló que ya para su tiempo estos eran las piezas maravillosas de un arte de la desaparición. Para Benjamin entonces, que piensa en objetos de manufactura artesanal, producidos en el no tan distante siglo XIX, los juguetes coleccionables no son más que productos que se desvanecieron, los que, por el afán del coleccionismo, por “el mundo presente en cada una de sus piezas”, o por su atención diletante de ensayista atento a lo ínfimo, han sobrevivido a la parálisis imaginaria de la pesadilla industrial. Intercambiables, perecederos por sus mismos materiales, fáciles de extraviar por la lógica propia de su destino, susceptibles de ser remplazados y, sobre todo, prontos a envejecer como todo aquello a lo que se le ha extirpado el aura, los juguetes de Benjamín son algo así como restos lúgubres. Pero también, cualquier juguete es la huella de una falta, el deslumbre de una ausencia, los residuos de un suelo fértil en el que las imágenes de un pasado que no se ha ido volverán envueltas en su resplandor vetusto. El juguete, al igual que la conversación, señala una huella dejada por lo que se ha perdido, por aquello que, en su desvanecimiento, ha dejado a un hijo sin palabras y a un padre sin explicaciones en la noria de la repetición que orbita un universo conformado por planetas de cartón, madera y plástico. 

En toda charla lo que falta es no solo aquello que no se ha oído, lo que la atención no alcanzó a capturar, sino también lo que en el ritmo mismo se perdió, desapareció, se ocultó detrás de los vericuetos del malentendido, sucumbió al tiempo de hablar y hablar sin horizonte alguno. Llegado un punto, lo que falta en la conversación es fundamental, se podría decir que es su volver a empezar constante. En una charla el qué es que regresa cual la incógnita de un juguete es su impulso. El qué es irrumpiendo como una vacilación en un instante es la fórmula de su incógnita, la presentación de un plano infinito en el que las variaciones de un tema cubrirán el espesor de su punto vacío. Al señalar su preferencia por juguetes que nada digan a un adulto o a un niño, Benjamin está diciendo que la única forma de contrarrestar la utilidad del juego es anteponiendo la opacidad del juguete, ya que, cuanto más envueltos por su incógnita se presenten, más genuinos serán como objeto. La especificidad, un trauma surgido en ese momento en el que lo sagrado se volvió justamente un juego, concibió entonces juguetes que no eran otra cosa más que una especie de “máscara imaginativa” que, justamente, decía cómo jugar. Frente a eso, volver al “juguete vivo”, tal el caso de “la pelota, el aro, el molinete de plumas, el barrilete”, objetos que de la esfera ceremonial alumbraron el origen del divertimento manual, sería defender la utilidad del juguete que nada tiene que ver con lo imitativo del juego, esa suerte de maléfica orientación disciplinaria. Que aún nos quede la incógnita del qué es ante lo visto o ante lo conversado ‒y que resida en el corazón oscuro del juguete o en lo confuso de las palabras incomprensibles‒ es señal de que en algún punto la conversación sigue siendo el juguete de la voz, eso completamente extraño que nos divierte, el auténtico juego que nada imita, sino que busca “la transformación de la vivencia más emocionante en un hábito”.

Sin embargo, de la reticencia ontológica a la explicación técnica, la línea de la debilidad paterna se atraviesa fácilmente; me permito entonces describir el funcionamiento de un juguete solo porque me fascina la reducción del mundo que en esas pequeñas cajas cabe como un tesoro a escala diminuta. Para mí, cada juguete es un planeta en miniatura, la memoria de lo ya hecho por el individuo y la especie, la síntesis morfológica de un tiempo que transcurrió en la novedosa nostalgia de un segundo oxímoron que me recuerda que mi propio porvenir ‒incierto pero atento a ciertas huellas‒ se encarna en un juguete viejo. Tal vez también porque en esa fascinación entiendo algo de la que experimentara Benjamin en la descripción del presente por medio de retablos obsoletos, gracias a desechos que adquirían una importancia deslumbrante. Acaso el solo motivo de nombrarlos permitía que esos ídolos del entretenimiento eclipsaran, al menos por unos instantes, el mundo del adulto. Como esa postal de Navidad en la que un padre juega con un trencito, ignorando el llanto de su hijo por el simple hecho de que todo ha desaparecido en el resplandor profano del pequeño objeto, del mismo modo la descripción del juguete desvanece cualquier presente. Benjamin describe por ejemplo un retablo de títeres, “un tinglado encantado”, una función nocturna en Berna, allá por 1918, a la que de seguro asistió llevado por la curiosidad que lo caracterizaba. Lo que ahí se ve vale tanto como lo que acontece en esa vieja postal del adulto transfigurado, aunque en este caso, el rapto se debe a los “muñecos de transformación o metamorfosis” que Schwiegerling, un famoso titiritero, había creado. La cita completa bien vale su extensión: “Su teatro de marionetas era lo más parecido al gabinete de un mago. Solo había una función cada noche. Antes se presentaban al público sus artísticos muñecos. Aún puedo recordar dos números. Kasperl entra en escena bailando con una bella dama. De repente, justo cuando la música toca una dulce melodía, la dama se pliega y se transforma en un globo que Kasperl sujeta por amor a ella, y que le hace ascender al cielo. El escenario se queda completamente vacío durante un minuto, y luego Kasperl cae con gran estruendo. El otro número era triste. Una joven con aspecto de princesa encantada toca en un organillo una triste melodía. De repente, el organillo se cierra, y doce pequeñas palomas salen volando. Pero la princesa se hunde muda y con los brazos alzados en la tierra. Mientras cuento esto me viene a la mente otro recuerdo de entonces. Un payaso larguirucho está en el escenario, hace una reverencia y empieza a bailar. Mientras baila, sacude de la manga a un payaso enano vestido igual que él, con un disfraz floridos en rojo y amarillo, y a cada nuevo compás del vals, cae otro, hasta que al final bailan en círculo a su alrededor doce payasos enanos o babyclowns, todos idénticos”. En el funcionamiento de todo juguete hay todavía algo maravilloso, una zona muy primitiva de nuestra experiencia que prefiere antes que la causa técnica el efecto mágico, lo que todavía asegura “relaciones vivas con las cosas”, las que responden a la imaginación como procedencia primera, como órgano intelectivo del ser mismo de esas cosas. Por eso el funcionamiento de los juguetes para los niños está íntimamente ligado a la fantasmagoría que emana de sus líneas, de lo deslumbrante de sus materiales, de la mudez misma de su pobre confección o de la estridencia propia de sus ensordecedores chillidos o sus parpadeantes luces de colores.   

De conversación en conversación con mi hijo hemos hecho el hábito de frecuentar lugares donde tanto él como yo damos continuidad a nuestras distracciones, nuestras obsesiones y entusiasmos. Él con su monopatín, yo con un libro que llevo cual acompañante desatendido, pues mi atención está en la demanda de aire libre que, un niño de cuatro años y en la cumbre de su hiperactividad impone como programa para contrarrestar el asomo de su temprano aburrimiento. Saco entonces a pasear a mi hijo y a mi libro, al que no atiendo, al que condeno a la indiferencia, al que miro de reojo y termino la mayoría de las veces olvidando en un banco o sobre el pasto, porque en las habilidades de mi hijo ‒correr, saltar, trepara a su montaña invisible que me describe yendo y viniendo‒ leo algo más interesante, leo el paso del tiempo, la distancia, la proximidad que nos une y nos aleja, el extraño curso de otro tipo de conversación sin palabras. Hace un tiempo atrás ‒terminaba el invierno y la primavera apenas si se insinuaba‒ fuimos hacia las afueras de la ciudad en donde se encuentra uno de los últimos parques con los que los urbanistas aprovechan la topografía de barrancas en el faldeo boscoso que la rodea para así, en una dudosa integración de algo que ha crecido por demás y desordenadamente, propiciarles a sus habitantes ‒seres a veces un tanto displicentes respecto a las bondades del paisaje‒ lugares de esparcimiento. Hacia el norte y el oeste, por donde el río ingresa desde el marco de las sierras que son su fondo violáceo para un decorado, en las inmediaciones del anillo de circunvalación que parece un remendón a lo deshilachado de barrios que crecen y crecen, frente al estadio mundialista que primero llevó el nombre de una extraña simbiosis entre gusto francés y apellido corriente para al fin adoptar el de un ídolo local del balón-pie: Kempes, en lo que antes fuera una vieja mansión señorial, hoy devenida centro de arte contemporáneo tras unas altas rejas que rodean su perímetro de catorce hectáreas con más de mil árboles y un gran parterre de lavandas, salvias, dietes y demás plantas de ornamento que contrastan con las cuatro palmeras de la entrada, ahí, en donde la mancha en expansión de la ciudad parece encontrar un límite, una florescencia incansable de luces en movimiento durante el día y la noche que la contienen, se encuentra el parque del castillo o lo que mi hijo bautizara como “la casa del gato-de-trapo”.

Prueba viviente de que, el ser de los juguetes, la ontología de un monigote, no es lo atribuido como esencia, o lo determinado por la función de existir para suplir tal o cual necesidad, sino más bien todo lo contrario, prueba viviente de que los juguetes son lo que emana de su forma, lo que trasluce en su superficie el misterio de su confección, el cual, ante los niños, pequeños filósofos del país de la infancia, se transparenta solo “en tanto puedan imaginarse cómo fueron hechos”.  

Zurcido por su hacedor con los retazos de una imaginación ilimitada ‒o más bien diría soldado, confeccionado por puntos chispeantes que ensamblaron un cuerpo a medio camino de ser gatuno, robótico, peluchesco o monstruoso‒ el gato-de-trapo reúne así lo que para mi hijo es el sentido del divertimento: la desmesura como principio de la idea, la verborragia de su entusiasmo como aquello que desborda al habla, la conversación sobre nada que siempre se abisma en ocurrencias. Lo maravilloso entonces es que la imaginación funcione leyendo una disposición de los restos, los pedazos, los fragmentos que a simple vista vemos y nada nos dicen. Así como mi hijo en el remiendo y las costuras ve un todo que para él es el gigante felino del parque; en el patchwork ‒acaso la articulación indistinta de las formas del remiendo‒ él ve la singularidad, la simpleza, la ilusión de un velo que se oculta en la familiaridad de un trapo. Cuando maese Cereza en Pinocho ignora la voz que proviene de un trozo de madera con el que tiene la intención de hacer una pata para una mesa –“¿Pero de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho ay…?”‒ cuando insiste en reducir lo maravilloso a la apariencia indistinta de su forma     –“es un trozo de madera de chimenea, como todos los otros de los que se echan al fuego para hacer hervir una olla de porotos…”‒ en realidad está desatendiendo a la conversación misma con lo maravilloso. Que sea Geppetto quien finalmente se lleve el trozo de madera, porque ha decidido “hacer un muñeco maravilloso, que sepa bailar, practicar esgrima y dar saltos mortales”, aun a cuenta de usufructuar el espectáculo de estas acciones “para dar la vuelta al mundo y conseguir un trozo de pan y un vaso de vino”, es mucho más acorde a la fantasía animista del cuento de Collodi que se basa justamente en la total naturalidad ante un pedazo de madera que habla, la misma que Geppetto experimenta cuando la voz encerrada en el leño, en un determinado momento, no solo le contesta, sino que también le gasta bromas (1). Conversa es atender a algo más importante que lo posible de aquello que está aconteciendo, esa especie de adecuación rectora entre circunstancia, tema y verdad que pareciera regir todo tipo de charla ‒lo que, por ejemplo, impide a maese Cereza dejar de lado sus dudas y ser algo más que un simple carpintero que se pregunta “¿será posible que este trozo de madera haya aprendido a llorar y a lamentarse como un niño?”‒ conversar es extraviarse, atender a la sutura invisible de las respuestas y las preguntas, las afirmaciones y el silencio que traman un manto invisible, una capa lo suficientemente amplia como para que un padre y un hijo sean los superhéroes de sus palabras. La conversación proviene entonces de lo maravilloso, porque a la manera de juguetes y muñecos está también hecha de restos indistintos, fragmentos disimiles, partes olvidadas que la maravilla de la voz une en el ritmo de una fábula.

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(1) El trabajo de Geppetto, un hacedor de cosas, un demiurgo menor, tendrá un antes y un después de la llegada de Pinocho, pues se volverá paternidad. Sin embargo, que la obra implique la experiencia de la paternidad no significa que en Geppetto nazca un deseo de moldear o formar, de otorgar un carácter, de regir y torcer un destino; dar forma es también ser modificado por lo hecho, pues la obra, la materia transformada, tuerce nuestro punto de atención, nos supone también un silencioso lamento: “La boca todavía no estaba terminada cuando comenzó a reír y a burlarse de él. “-¡Deja de reír! -dijo Geppetto, incómodo; pero fue como hablarle a la pared-. ¡Te lo repito: deja de reír! -gritó con voz amenazadora. Entonces, la boca dejó de reír, pero sacó toda la lengua. Geppetto, para no estropear sus planes, fingió no advertir nada y siguió trabajando”. Lo creado resiste siempre a su creador, se opone, busca alejarse de él; lo creado replica el cruel y necesario alejamiento de los hijos en la aventura de su autonomía. Para lo creado lo natural es huir, acaso como una gracia, para ser mirado a la distancia y a través de la nostalgia, o acaso como prueba para sí al momento de experimentar lo que puede. Geppetto, ante los berrinches de Pinocho en su primer intento de huida, y ante la mirada condenatoria de los demás que se ponen del lado del muñeco, comprende lo irreversible de su propia condición: “-¡Me lo merezco! -dijo para sí- ¡Debí haberlo pensado antes! ¡Ahora es tarde!”; o mejor dicho, y en palabras de Giorgio Manganelli, que lee mucho mejor el cuento de Collodi que como lo lee Giorgio Agamben, “aquel que acaba de dar término a su creación es acusado de ser un torturador, un asesino. La acusación, socialmente, está en contradicción, pero filosóficamente no es más que la repetición de una denuncia que todos sufren: ha aceptado ser padre”.       

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Carlos Surghi nació un 9 de agosto de 1979, es poeta, ensayista y crítico literario. Ha publicado Mujeres enamoradas (2006), Regalo de bodas (2007), Villa Olímpica (2013), Lecciones de romanticismo alemán (2018) y los libros de ensayo Abisinia Exibar (tres ensayos sobre Néstor Perlongher) (2009), Los nombres del fantasma (2010), Batallas secretas (ensayos sobre la ausencia de la literatura) (2012),La experiencia imposible. Blanchot y la obra literaria (2012), Orientaciones invisibles (ensayos sobre el paisaje) (2016) y La aventura negativa (2021). Formó parte de la revista El banquete. Da clases de literatura en la Universidad Nacional de Córdoba y es Investigador del CONICET.

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Fotografía de portada: publicación extraída de Archivos de Walter Benjamin. Fotografías, textos y dibujos. Edición del Walter Benjamin Archiv

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