MINIATURAS 2 Y 6, DE TOMÁS SUFOTINSY

por El Cocodrilo

Una vieja melodía (miniatura 2)

Es una pequeña melodía. Se podría decir ligera, saltarina. Es lo que se recuerda de esa breve composición a la que seguramente pertenecía. Pero solo aparece un pequeño fragmento, incluso, más bien el comienzo. Serían unos cuatro compases y el motivo se repetía cada dos con una conclusión que variaba. Se trata casi exactamente del comienzo, no tanto del final, o los finales. Nunca fue grabada, probablemente solo fue tocada unas pocas veces en un piano negro que estaba junto a la puerta de entrada de la casa, entre paredes de ladrillo visto y contra una pared de una escalera de barandas negras que recortaba el living. O al menos algunas pocas veces para algún espectador. Probablemente el que la compuso la haya tocado muchas veces en soledad al momento de componer la obrita. El pianista ya no existe y ese piano seguramente ya hace tiempo solo sostiene fotos, adornos y una carpeta amarillenta tejida al crochet. Eso sucedió hace algunos años y de esa melodía tal vez solamente quede hoy una vaga existencia, más bien esporádica, en las pocas personas que alguna vez la oyeron. 

Es difícil saber a ciencia más o menos cierta cuándo va a reaparecer una melodía de semejantes características. En algún caso puede resultar provechosa la presencia de un piano cualquiera, en el mejor de los casos, uno de pared, probablemente con la tapa cerrada y con apariencia de no haber sido tocado hace mucho tiempo, para que esta melodía, a lo mejor,  vuelva a hacerse escuchar. Es posible que también ayude el hecho de que ese piano se encuentre justo en una habitación en la que esté sucediendo una conversación sobre, por ejemplo, cosas que pertenecieron a alguien que ya no está. La palabra más acertada para llamar a esa melodía o, mejor dicho, al mecanismo por el cual esa melodía se hace escuchar de nuevo, seguramente sea recuerdo. El recuerdo se figura entonces al que piensa en él como algo viejo que está a la pesca de elementos del presente que lo hagan saltar, como recogiendo el reel (como si, contradictoriamente, el mismo pez fuera el que sostiene la caña que lo pesca), a la presencia. Aunque esa presencia sea imprecisa y vaga. 

Esta melodía flota como semi perdida en ese muelle espectral en el que hay una fila de peces que tiran la caña y esperan que esos elementos piquen. Es una existencia que deja bastante que desear. Porque indudablemente existe, pero no en su compositor, ni en sus pentagramas, ni en el movimiento de sus dedos o en su mente, que ya no están, ni en las cuerdas del piano que ya hace mucho dejaron de vibrarla. Ni existe tampoco cabalmente en la persona que la recuerda, quien, cuando lo hace –cosa que no sucede muy a menudo–, no logra hacerlo con exactitud. Se trata, todo parece indicar, de una existencia a medias tintas, endeble, apenas una existencia, en todo caso. Pero hay algo que es cierto y esto es que, indudablemente, existe. Porque podría, aunque no con gran precisión, ser tarareada o silbada distraídamente cuando se vuelve a casa luego de, por ejemplo, aquella conversación en la que se mencionaron cosas que pertenecieron a alguien que ya no existe, junto a –casualmente– un piano que da impresión de abandono. 

Es una melodía de piano, alegre, juguetona, apuntalada en la parte grave del teclado por unas notas que parecieran querer recrear el acompañamiento de un contrabajo. Es de esas melodías de las que se suele decir que son “pegajosas”, como las viejas canciones radiales o de publicidades que, aunque no se las retenga exactamente, cuando aparecen, se reproducen una y otra vez, imperfecta e insistentemente y cada vez con nuevas variaciones o inflexiones, en la mente. Podría, incluso, ser tarareada a un pianista lo suficientemente diestro como para reproducirla de oído, si tiene a mano su instrumento, pero debido a la debilidad de su existencia –que se manifiesta en la imprecisión con que se la recuerda– y la falible comunicación verbal al pianista que oye, diligente, lo que se le tararea, probablemente el resultado no sea muy satisfactorio. A esto de la satisfacción, ahora bien, cabría hacerle la pregunta de qué clase de placer le generaría, al que recuerda, una reproducción exacta –si eso pudiera mágicamente ocurrir– de una melodía que no logra reponer cabalmente. Podría estimarse que sería una satisfacción tan vaga y pobre como la existencia misma de esa cancioncita. Podría entonces pensar, el que recuerda, que ese dubitativo rescoldo inaccesible de melodía solo da en la tecla, como suele decirse, en el súbito tirón de la caña que da el pez que se pesca a sí mismo. Ese pequeño vuelco de estómago en el que casi se cree estar escuchando el piano entre las paredes de ladrillo visto, y relampaguea la espalda inquieta del pianista, que se esfuma en el mismo instante en el muelle, el muelle que se sume en una niebla densa, dejando un tarareo o un silbido inexacto que es casi como un eco que resuena, involuntariamente.

¡Direttorazzo, dirigi ‘sto cazzo! (miniatura 6)

Todo caos sucumbe ante el orden. Ahora solo hay diferencias; unidos por el odio común: el violín odia al oboe y, naturalmente, el oboe debe odiar al violín. La primera vez que esa señora vio un arpa, dice, fue en sueños, y ya no pudo más salir de esa cárcel dorada.

Antes, nada era más bello que la autoridad, ella estaba adentro de nosotros. Era un amor.  Sumisión y sacrificio. No había “uno”, ese era un número despreciable, salvo cuando quería decir que todos eran como uno, todos sonaban como uno. Pero ese uno era solo un alegato espiritual.

Un ensayo, esencialmente, desmiembra, y desmiembra las partes desmembradas hacia sus elementos constitutivos, cuya opacidad trata de disimular una brasa todavía viva. Todo junto, sin embargo, es un incendio que no se puede ver de frente, sin cubrirse los ojos, sin tener que alejarse por el calor que irradia. 

El director es un sádico de manos ornitológicas. Con su pico roe los hígados. Es, sin embargo, un sádico melancólico, sin placer. Solamente puede ensañarse contra uno, al que expone y desnuda ante los demás. Lo deshuesa frase por frase y lo hace repetir, una y otra vez de maneras distintas, en combinaciones distintas, con indicaciones diferentes, en posiciones cada vez más acrobáticas y contorsionadas una y otra vez, para volver a empezar de cero cada vez que acaba el segmento, con un sentido agotado que se debe volver a buscar. 

El director no sabe hacia dónde va con esta manera de actuar. Él es, en verdad, el principal improvisador. Ante todo, tantea. Lleva a todos los instrumentos hacia el borde de sus nervios, pincha con su pico a ver hasta dónde puede acuciar la revuelta. Se ofrece en sacrificio. Sabe, el perverso, que lo van a reemplazar con algo que creerán, en todo caso, propio, más bien, “común”, de todos, no uno. Pero que su amor seguirá dentro de todos ellos. Sabe muy bien que todo caos sucumbe ante el orden. Y que luego de esa satisfacción voraz de las pasiones, erigirá su vara en lo alto, y todos los pedazos desmembrados, todas las esquirlas, las astillas de los violines, acudirán como ratas al dominio de su mirada. Y se someterán, tras la carne desvelada de su lengua, a su voz. Y tocarán la obra.

Pero bajo las cenizas de la orquesta es, aún, la brasa, aunque tibia, incluso un poco humedecida, la que insufla las manos y los pulmones. La que pueda, ante el viento propicio, incendiar el teatro.

Tomás Sufotinsky nació en Paraná en 1989. Vive desde 2008 en Rosario, donde estudió Letras. Publicó El otoño circular (Baltasara Editora, 2015), participó en festivales como el FIPR y la juntada anual de APOA. Forma parte del equipo de edición de El Cocodrilo.

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