ALIMENTO PARA PECES, POR MARIANO BELLO

por El Cocodrilo

Los martes se despertaba muy temprano para preparar su clase del mediodía. Desde hacía años trabajaba minuciosamente leyendo los mismos textos, luego escribía algunas notas que jamás lograba ordenar, ni siquiera en una carpeta cuyo rótulo dijera: “Clases 2020”, ni tampoco bajo un título más tentador y apocalíptico como por ejemplo “Apuntes de la pandemia”. Ningún artificio podía detener las notas en su dispersión, e irremediablemente se perdían en la oscuridad de la habitación en la que vivía o en la mesa de algún bar. Apenas pasaba el día de la clase, sin rastros ni registros acumulables de lo que había dicho, olvidaba todo lo que había leído hasta la próxima vez.

Para el profesor no siempre había sido así. Hubo un tiempo en que tuvo la pretensión de capturar lo que leía como la boa a su presa, permaneciendo inmóvil durante semanas hasta digerir la totalidad obscena que había tragado. Allí donde los otros se manejaban hábilmente con resúmenes, él transcribía en cuadernos cada párrafo subrayado, confiando en que la fosforescencia del resaltador adormecería las palabras y las volvería dóciles para su estudio.

Durante algunas vacaciones de verano, llegó a soñar con escribir un libro que fuera simplemente la exhibición de sus antiguas presas reducidas, algo así como esos museos en los que se presiente la bestia a partir de la falsa perfección de su esqueleto. Imaginó capítulos enteros en los que desmontaría la piel y luego la carne de los autores hasta llegar al blanco reluciente del hueso. Creyó que con esos delgados armazones, tan pacientemente articulados y dispuestos en amplias galerías, sostendría el frágil equilibrio que une los libros con el ojo curioso del lector.

Ahora solo unas notas llevaba a clases y eran poco más que un garabato. Se trataba de una especie de dibujo, como las pinturas prehistóricas sobre piedras, y del improbable, aunque posible, comienzo de una escritura alfabética. En realidad, la humanidad jamás habría imaginado la invención de la escritura si antes no hubiera dibujado simples formas, si no hubiera trazado el contorno de los animales que veneraba o el de su propia figura, estable, continua y rígida en la pared. Para Czajkowski aquellas notas eran como esos trazos ocultos en las cuevas y le permitían nada menos que lanzarse a hablar.

Desde aquellos tiempos de la boa el profesor presentía que la palabra no siempre iba unida a la forma y, mucho menos, a la escritura. Hablar no era leer y, por lo tanto, temía que el hilo de la voz pudiera cortarse en cualquier momento, desatarse y proliferar más allá de él mismo, más allá de lo que fuese capaz de decir un hombre.

Czajkowski no leía casi nunca las notas durante su clase, sólo constituían una especie de andamio que sostiene al orador, que lo comunica con la tierra aunque esté trabajando en la altura o en el aire. Desde ahí construía lo que podemos llamar sus casitas de barro y los templos de una ciudad minúscula y primitiva para que la pudieran visitar o, al menos, intuir los estudiantes. Hay que reconocer que tenían cierta belleza aquellas ciudades y que el profesor se esmeraba en lograr orden y simetría en la distribución de los misterios y las dificultades.

Sin embargo, la verdad es que muchas veces no lograba hacer pie, y se caía o le parecía que se caía, en plena obra en construcción. Todo se podía derrumbar en ese instante. Ninguna sonrisa, ninguna anécdota, ningún párrafo de memoria podía contrarrestar esa fuerza que no reposa en ningún centro ni superficie. Nada lo rescataba de ese pozo ciego desmoronándose, de ese lento hundimiento de las palabras como si fueran alimento para peces. En esos momentos añoraba ser la antigua boa que se arrastraba por el piso, humillado, pero deslizándose por tierra firme. Sin embargo, sabía que aún en ese estado de vergüenza y aparente salvación, le ocurría como a los borrachos a los que tirados en el suelo los asalta, más que nunca, el vértigo de caer.

Nadie se daba cuenta de aquellas catástrofes, muchos se paseaban por las casitas de barro con el fervor de los turistas cuando ya no quedaban más que los escombros de aquellas ciudades. “¡Qué buena clase profesor!”, podían llegar a decirle mientras le palmeaban la espalda. Sólo él sufría esas mutaciones del paisaje, esas sucesivas transformaciones de la barbarie contra los esfuerzos de civilización. Los textos, a pesar de su apariencia domesticada, a pesar de las bibliotecas y la bibliografía, no siempre son la arcilla de las vasijas del alfarero. No todo en la tierra se humaniza y tiende al orden vertical de los anaqueles y la lápida.

Un día, al final de una clase, en ese momento típico de bullicio y estupor, una alumna se dió cuenta de lo que había sucedido. Había visto la ciudad en ruinas, el desastre y la inundación en la que había naufragado todo lo dicho. A ella le parecía divertido cómo la aldea primitiva se había transformado en Venecia, luego en Pompeya, para finalmente sucumbir hasta los cimientos. Lo consideró un obrero de la construcción accidentado, un condenado a la extrañeza que solo surge de la entrega resignada a la monotonía y la regularidad. Ella veía lo que nadie notaba, y esa clarividencia le permitió percibir la soledad de este hombre y la nobleza de su inútil lucha.

—Quería conversar con usted —dijo la alumna—, me gustaría hablar sobre algunos puntos del Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo.

—Ah sí, un libro maravilloso —dijo el profesor mientras fumaba el cigarrillo que había prendido nervioso al verla venir.En ese instante en que el humo viaja a los pulmones y da al fumador una noticia del peso y la densidad del aire, pensó que los naturalistas del siglo XIX concebían al hombre como una circunstancia más de la geografía y la botánica, que ellos habían descubierto un mundo sin paraíso y que Darwin, el gran Charles Darwin, era el último de aquellos hombres sin Dios. Largó el humo con timidez y resignación, miró hacia abajo y como rompiendo las olas del pensamiento con su voz, al fin dijo: —No se preocupe, no entra en el parcial.

—Gracias profesor —dijo ella y se fue.

Aquella noche cuando llegó a su habitación, cansado e inquieto por aquél minúsculo encuentro, prendió la luz y observó la fila de hormigas que bajaban desde el escritorio y terminaba en un rincón del que súbitamente desaparecían. Esa pluralidad organizada, impasible a cualquier desvío, ferozmente decidida a llevar el alimento a los suyos, ese silencio de las hormigas, casi feliz, sin más esperanza que el toqueteo predecible y la calidez oscura del hormiguero, contrastaba con su estado insomne, sus ojos abiertos, sus imágenes de fuego e inundación proyectadas en el techo vacío. Una vez más sintió hundirse a pesar de que su cama apoyaba firmemente las patas contra el suelo; se hubiera tirado desde esa insignificante altura para comprobar su dureza y finalmente poder dormir. Recordó ese sueño en el que navegaba el río Paraná en un pequeño bote bajo el sol de noviembre y tocaba el agua con sus manos y no tenía miedo. Pensó en el tiempo que puede tardar un hombre en pisar la tierra y que quizás él había vivido suspendido, como si sus pies calzaran en esos pares de zapatillas que cuelgan de los cables de luz.

Se despertó temprano, como pudo se vistió y salió de la habitación, se dirigió a la cocina de la pensión donde vivía y preparó café. Se sentó frente al escritorio y anotó en una hoja suelta:

yerba

shampoo

arroz

fideos

hablar con ella

Desarrollar Los ocho cerditos de Stephen Jay Gould

Cita del Diario de Darwin, capítulo De Buenos Aires a Santa Fé:

“Después de la sequía de 1827 a 1832 siguió una época de lluvias copiosísimas, que causaron inundaciones. De donde podemos inferir casi con gran certeza que algunos millares de esqueletos quedaron sepultados por los arrastres de tierras del año inmediato. Si un geólogo viera tan enorme colección de huesos de toda clase de animales y de todas las edades, encastrados así en una espesa masa de tierra, ¿qué pensaría de todo ello? ¿No lo atribuiría a un diluvio que hubiera barrido la superficie de la tierra, antes que al curso natural de las cosas?”.

Más abajo, dibujó una planta acuática de hojas redondeadas y enlazadas como un camalotal.

El profesor sentía la rara alegría de haber desviado imperceptiblemente el ciclo regular de su semana, como si algo hubiera modificado su curso y estuviera a punto de trazar una curva inédita. Sabía que tras este leve desvío tocaría el mismo punto, llevaría sus notas y daría su clase, pero notaba un cambio de velocidad, una aceleración que producía una especie de vértigo horizontal. Nunca había ansiado tanto el paso de los días y la llegada del próximo martes.

Luego de su exposición, magistral ciertamente, el profesor y la alumna intentaron empezar a hablar sobre el fondo de murmullo, tratando de entrelazar sus sonidos en la maraña inquieta de los apurados. El profesor vio la boca de ella moverse, emitir palabras livianas que apenas lograba comprender. Vió que ella ubicó el cuerpo a la distancia justa, percibió su olor y sus contornos subrayados por un jean y una remera blanca. Vio sus zapatillas de colores vivos e imaginó sus pies descalzos. Sintió la sangre fluir y sintió hambre y sed. El sigilo de los movimientos fue letal para Czajkowski. Apenas bastó con que ella entornara levemente los ojos y mostrara su sonrisa de dientes blancos.

—¿Qué hace usted con las notitas cuándo termina la clase? —preguntó la alumna.

—Trato de guardarlas en una carpeta. —dijo el profesor mientras fingía un cuidado especial por sus papeles.

—Si las junta podría escribir un libro.

Czajkowski vio la boa en el fondo del salón, detrás de ella y de todos los alumnos que movían bancos y salían del aula después de la clase. La boa esplendorosa reinaba en la maraña verde y se desplazaba con total naturalidad. Czajkowski observó que levantaba la cabeza triangular, la lengua que detectaba el calor, la boca que se abría y cazaba al animal desprevenido. Él recién había pisado la hierba fresca de la orilla y llevaba la engañosa alegría de los que han cruzado el río amplio y profundo.

El animal luchó inútilmente, gritó despavorido, y olfateó la vida por primera vez.

***

Mariano Bello (1980, Córdoba). Creció en Corral de Bustos y vive desde fines de los 90 en Rosario. Es psicoanalista, docente de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario, miembro del Centro de Lecturas, Debate y Transmisión e integrante del Grupo Savoy.

julio 2024 | Revista El Cocodrilo

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