Me contó que se llamaba Ai y que también se llamaba Love. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería china junto al Bund al viento de la calle. Tomamos dos botellas más de Tsingtao, tres de Coca Cola. Ella mezclaba esos colores en mi vaso. Yo bebía la cerveza en busca de placer y la Coca Cola por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la muchacha yuan. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló:
–Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el calor de Shangái del relato, junto con la humedad, agobiaba los huesos, ingleses, de la narradora), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier esnobismo inicial. Mi muchacha –aristocrática o yuan, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era ciega, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de una ahogada que la corriente, delatora, entra boyando al río sobre el Bund donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Lamborghini había notado detalles raros, nítidamente yuan, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coca Cola, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los negros cabellos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un movimiento de malabarismo que fuera armónico como la porcelana. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba encantada de su orificio…! Del lado izquierdo, lo que más temprano me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina china y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción de la narradora: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el calor y ahora necesitaba un retoque para recuperar su color y su consistencia original. La memoria, el recuerdo, traen otra decepción, esta vez sobre la originalidad en el relato: doy fe de que los colgantes para el rostro y las cicatrices falsas ya se vieron en el Londres de hace cuarenta años.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en chinglish–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este calor maldito que estropea cicatrices, en el frío de Londres verosimilmente no sucedería…
Pero mentí: yo había pensado en aquel calor sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la botella verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés de décadas pasadas, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. “¿Por qué?” –me preguntaba– “¿Por qué será?” Trataba de entender, mientras mi bella muchachita estaría cerquísima orinando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rudas, por imperiales y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi muchachita yuan y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre del IRA cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del irlandés prófugo que alguna vez me haría estallar yendo a esperar a algún burócrata de la CNTC, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda de enfrente, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Shanghái, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos casi negros- que esa mujer que rodeaban los brazos de mi muchacha yuan no era más yo, sino la hermana católica irlandesa de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería, chatarra carísima y simuladores retorcidos, la policía de Shangái identificaría a una autora que jamás pudo componer bien la historia de su muchacha yuan. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase:
–Nada… pensaba en este calor maldito que arruina cicatrices… –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau inglés!), me clavaba sus espejos casi negros y decía “thank you“, que en chino (“xièxiè”, había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche china, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el calor, luchando en pro de la conservación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué:
–Tengo alergia… Además… ¡El calor me entristece, es un bajón…! “Makes me sad!” –chapuceé–. ¡Vayamos al hotel! –dije, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia, como siempre, se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber, pero lo aprendí en parte–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha yuan. Salimos al calor. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. No paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de conductor de taxi y a gasoil. Mi muchacha nombró una calle y varios números. Imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de muchachas malolientes y drogadas, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellas con la misma arrogante naturalidad con que nuestros súbditos británicos se dejaban, hace ya demasiado, chupar las garrafas de gin y tónica casera, siempre para contrarrestar la malaria, en la India. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, cerca del Pudong. En la puerta del edificio decía “Winston House”. En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria– decía “項”.
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi muchacha yuan y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas de fuego largas y cortas se exhibían junto a otras armas blancas, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordó que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como un Land Rover y jarrones variopintos. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó “hello” y una voz le devolvió en chino una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración “queterrecontra” y con una mirada relámpago, busqué la otra boca sucia y china en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de muchachas malolientes fumaban opio disputando en chino por algo que no alcancé a entender.
Una negra desnuda y esquelética yacía tirada sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que la chica negra entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a otra chica esa noche de perros, estando ella reventada de droga entre tantas estúpidas amigas y mi muchacha yuan.
Copamos la cocina. Mi muchacha me dijo que las batracias del salón de música eran “sus chicas” y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados (“angly“, dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellas argumentaban que mi muchacha yuan era una “zorra mezquina”, creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudas muchachas que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Reino del Medio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues una de las muchachas, la rusa, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo la reprendió, la muchacha rusa le había hecho oler una pistola Udav, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Ai estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigas y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unas cerdas malolientes hijas de perra –me dijo refiriéndose a las dos chinas, a la rusa, a la sudanesa y a la estadounidense, quien además contenía “costumbres repugnantes”. No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades, mientras ella filtraba un delicioso té de jazmín. Cuando la tetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en Nueva York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron funcionario del gobierno en recompensa de sus servicios de espía, o policía, en Katmandú.
Vinculado a la compañía de petróleo del país, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades adquiridas recientemente. Mi muchacha yuan lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos “hijos de perra malolientes”. Creí entender que había un banco estatal encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana– recibían quinientos yuanes. “Cerdos malolientes”, había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el mantenimiento –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente– le costaba doscientos cincuenta yuanes, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Continuará…
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Andrés Pacheco nació y vive en Rosario. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos en la Universidad Nacional de Rosario.
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febrero 2025 | Revista El Cocodrilo