Un ruiseñor: pensé en variada poesía y recordé a Fogwill.
Él se llamaba Fogwill y teníamos una relación algo especular: era, como yo, ejecutivo británico de una tabacalera internacional. Era agosto; lo había cruzado muchas veces desde principios de año. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné un aumento en las ventas gracias al consumo adolescente y gracias a la mala prensa de los vaporizadores, y él, que se llamaba Fogwill me mencionó a un tal Rodolfo Enrique Fogwill, nombre que nunca en la vida había escuchado. Entonces comprendí por qué desconocía la existencia de los tops (al ver mi paquetito con el top de mi amiga Marita, la trendsetter, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Asia derrochando sus libras, tratando de caerles simpático a los numerosos residentes británicos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese europeos. Fumaba Gauloises, en exceso, también en esto dice parecerse a Rodolfo Enrique.
Jamás leí nada que proviniera de Argentina. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de flores.
Miré. La más fea de las chinas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Kenzo, o de alguna marquita de esas que ahora le agregan flores a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha yuan? Yo misma, como este Fogwill, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría chinos, me miraban. Yo era la única testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era la única persona no china capaz de atestiguar que eso ocurría, que no los habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk, que nadie allí dentro había sido punk jamás, y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Solo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y la mala cerveza del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabada para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos chinos. Al terminar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, fui al baño a orinar y a lavarme las manos, y allí me hice una larga friega con agua fresca de la canilla. Desde el espejo, noté contenta cómo bajaban los tonos rosados de mis orejas. Habían vuelto a nacer; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos oscuros casi negros y el ensamble de rasgos que más me gusta, esos que se suelen llamar “aristocráticos”, porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje al porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo! Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos almendrados, esas narices de rasgos exactos “cinceladas” bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices respingadas, ojos preferentemente algo redondeados, bocas chirlonas y pieles pálidas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas a recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre para corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. Su piel tan suave (algo de ella me recordó a Lucy Liu, algo de ella me recordó a Uma Thurman) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era una campera de gimnasia. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativa, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando una humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de policía. Así me miraba la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me miraba. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: “se pierde su mirada pincelando el caluroso viento del Bund”. Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes yuan y los detalles yuan, que lucía, yuan, como al descuido, negligentemente yuan, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exultante de un sudamericano o europeo mediterráneo, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita yuan! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Emma Watson que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Tsingtao en la copa verde del restaurante, y copa en mano –muy chino–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas yuan asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. Sucedió en algo parecido al chinglish, pero voy a decirlo en inglés: –May I have a seat? Las tres se miraron. La gorda acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas yuan provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de Tsingtao a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsamado. La gorda reía. La mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Tsingtao que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la muchacha con pájaro:
–Wha wan you?
–Nada, sentarme… Estar aquí como una sustancia de hecho… –dije.
Sin duda mi acento acicateó los deseos de saber de la gorda:
–¿Dónde vienes tú, de…? –espetó.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Londres, Inglaterra, Gran Bretaña, Reino Unido –dije, para al mismo tiempo darles y ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era estadounidense: se asombraba “¿Cómo puede venir una del Reino Unido sin ser de Estados Unidos?”, imaginé que habría imaginado ella.
–¿Sería sudamericana?
–No. Soy inglesa, lamentada –dije.
–Gran isla Inglaterra –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí… Yo veo —dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi muchacha yuan. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo:
–¿Haces tú qué aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con punks y con hippies y que pensé que podía funcionar con muchachas yuan. Lo puse a prueba:
–Yo disfruto conocer gente y entonces viajo… Conocer gente, ¿Me entiendes?… Viajar… Conocer… ¡Gente…! ¿Eh.? ¡Ah…! ¡Así…! ¡Gente…!
Funcionó: la carita de mi muchacha yuan se iluminaba.
–Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco Australia, India y América (se refería a los Estados Unidos). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida:
–Portugal es lleno de maravilla… Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Es muy 凉爽, se vive una onda en completo distinta a la nuestra…
Seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente yuan. Susurraba ella:
–Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso… Lisboa, Portugal? La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné– pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los conductores de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Kool.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sin duda sí –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre las cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde le habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estas trabajar en lo suyo, eh… –y desenrolló un billete de veinte yuanes, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían consumido treinta o cuarenta yuanes, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–面辞, Elizabeth, xièxiè – me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando patear una bolsa de basura que adornaba un umbral; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el calor húmedo, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio de la corona de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Shangái. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas cerdas sucias hijas de perra.
–¿Ves? –dijo mostrándome los billetitos de diez yuanes que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de los yuanes, un mozo muy chino brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos céntimos de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Tsingtao y dos de Coca Cola y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de Tsingtao y Coca Cola, acabó confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Continuará…
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Andrés Pacheco nació y vive en Rosario. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos en la Universidad Nacional de Rosario.
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febrero 2025 | Revista El Cocodrilo