MUCHACHA YUAN I, POR ANDRÉS PACHECO

por El Cocodrilo

En agosto de 2019 hice el amor con una muchacha por algún yuan. “Hice el amor” es un decir, porque el amor fue comprado, y no hecho, y además ya no hubo factura de mi parte más que poner el dinero cuando llegué a Shangái, y por otro lado aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que representó nuestra “transa”, la “transa” entre ella y yo, no eran el amor y ni siquiera, a la luz de los hechos recientes, sin falta de análisis: eran eso y solo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha yuan y yo nos “acostamos juntas por dinero”.

Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición afectiva fuera de una transacción monetaria, integrando eso (¿el amor? ¿el sexo? ¿el comercio carnal?) al hábitat de los sueños: la posición horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestras almas; eso.

Primera decepción del lector: en este relato no soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de uno de los tantos centros de la metrópolis. Eran las diez de la noche, el agradable calor de la primavera era un bálsamo para los huesos, había terminado el cine, había terminado el bar, había terminado varios vasos de whisky, ni un alma tampoco por las calles. La muchacha tenía el cabello negro: no vi su cara entonces, pero pude estereotiparla. Estaba ella con otras dos muchachas yuan. La mía, la más baja y pequeñita, era flacucha y se movía con alguna gracia, a pesar de su atuendo que intentaba disimular el yuan y de cierto despliegue yuan de gestos nítidamente yuan. El calorcito estival, esto ya se contó con otras palabras, era un bálsamo para los huesos. Marcaban veintiocho, veintinueve grados y el viento del norte acariciaba la cara. Las cuatro –aquellas tres muchachas yuan y yo– mirábamos esa misma vidriera de Lamborghini. En el ambiente fresco que prometía la tienda desde su exterior, la computadora de un Lamborghini mostraba una simulación a 180 kilómetros por hora. Un cartel anunciaba las características y el precio del Lamborghini al que pertenecía la máquina: 6 millones de yuanes. Ningún otro auto superaba al Lamborghini de la simulación, se veían rezagados por los espejos retrovisores. Habían perdido iniciativa, no aceleraban tanto y, cada vez más lejanos, acusaban la desventaja de otra marca.

El gran simulador se adelantaba en velocidad, 185, 190, 200 kilómetros por hora. Los autos de los espejos retrovisores perdían nitidez. Cuando las tres muchachas vinieron era el turno de una Ferrari que se acercaba apenas hasta que se llegaba a ver el caballito. El auto rojo dudó un par de segundos, quizá más, el Lamborghini dorado del simulador iba a 210 ya, y los mirones –nadie a esas horas–, habrían podido recomponer la carrera porque un pequeño módem venía transmitiendo la competencia por Internet, y un gráfico, que el simulador reproducía en un rincón y actualizaba cada par de segundos, mostraba la cantidad de personas que seguían el juego. Las muchachas hablaron un 俚语 que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el norte, hacia el río. A esas horas, una podía mirar todo a lo largo de la ciudad agraciada por el calorcito primaveral sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.

Cerca del Bund, alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, garabateando un corazón o los caracteres de un equipo de fútbol; quizá no.

Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo al Pudong se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.

Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de algún pasajero, refrigerados, lentos, a diésel, libres. Pocos autos particulares pasaban: Lamborghini (ninguno dorado), Jaguar, Bentley. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito, y no tanto a los pocos peatones que debían esquivarlos por la fuerza para no resultar atropellados impunemente.

A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de 舞会 o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriera y el conductor echó un vistazo a la computadora, (me pareció ver que el Lamborghini seguía primero), y le dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de estos autos componen un espacio insondable.

Poco después, el Rolls se alejó tal como había llegado y apenas antes del puente Baidu vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción de la narradora: la computadora se colgó unos segundos con el caballito de la Ferrari roja a la zaga, pero demasiado visible. Si yo hubiera sido el conductor del Lamborghini dorado del simulador, la habría dejado pasar en la curva para después acelerar en la recta y volverla a superar, maniobra aparentemente no permitida en estos casos. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y percibía que era temprano para meterme en el hotel.

El calorcito agradaba hasta los huesos. Traía poco bajo los jeans, y por arriba un top que me había prestado una amiga trendsetter a la que se lo habían regalado por hacer publicidades hacía un par de semanas, y ya tenía demasiados tops. Decidí estrenarlo aquella noche para exhibirlo debajo de mi anacrónica campera de jean (¿pero quién o qué es a estas alturas anacrónico?) a favor del calorcito que anunciaba Xinhua.

Sentía el cuerpo cálido, pero tenía resecas la boca y la nariz, el whisky anónimo se me hizo astringente. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de jean, temían tanto un encuentro con el aire que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas ardían: tarde o temprano serían carbones ardientes, brasas, si no refrescaba; intenté acomodarme el cabello para liberarlas. Nuevamente sin manos, me soplaba el cabello para apartarlo de la cara y así, gesticulante y con las orejas rojas, entré a un taxi que olía a combustible diésel y a sudor de chofer, con un cristal entre los asientos delanteros y el trasero, un orificio de dudoso tamaño para pagar y recibir el vuelto, y una vez instalada en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Pudong y observé con odio el cartel de prohibido fumar, mientras el conductor mordía una manzana, que después, como si fuera poco, masticaba.

Afuera, ahora, nadie. El calor, ya lo dije. El chino, adelante, manejando, era una estatua llena de manzana, olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiese taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y solo después de recibir el vuelto abrí la puerta. El aire me ametralló la cara y la papada se me calentó, pues el cabello se me soltó de las orejas y se me cayó en la cara, y ahora me molestaba con sus hilos castaños y cálidos.

Vi poca gente en el barrio más comercial de Shangái: como siempre, algunos ingleses y estadounidenses salían rebotando de los tugurios porno. En una esquina, un grupo de hombres (obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar) se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un chino del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en una esquina próxima al Huangpu abrí la puerta trasera izquierda de un taxi, subí, como pude di el nombre de mi hotel y la dirección, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de arroz. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en China! Miré el reloj: eran las 11; quedaba apenas una hora de excelente programación internacional.

Conté del calor, conté del cabello. Ahora voy á contar de mí: el calor, que producía sudor, a las pocas horas, y paradójicamente, aumentaba por la noche y desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues llevaba una lontananza china, tiempo y distancia y –¿por qué no?– también más calor y miedo, y era un calor tropical y masivo, resultante de la ola que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión de todo el mundo. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando televisores – todos no hablaban sino de la ola de calor y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de calor que, imprevistamente y hasta de noche, iba en aumento y calentaba hasta los huesos.

Yo soy calurienta, normalmente calurienta, pero jamás he sido tan calurienta como para ignorar que la campaña sobre el calor nos venía calentando tanto, o más aún, que la propia ola de calor que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.

Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegida del calor y protegida cuidadosamente de cualquier referencia al calor. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada Thai Che, que no existía en oportunidad de mi último viaje.

Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.

Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.

Golpeé los vidrios del conductor, pagué 100 yuanes, bajé del auto y me metí en la pizzería. Era una pizzería tan pizzería como una pizzería china podía serlo, con mozos chinos, patrones chinos y clientes chinos que se conocían entre sí, pues se gritaban –algo que quizá resulte habitual–, de mesa a mesa, opiniones chinas, y frases chinas. Me prometí no entrar en ese juego y en inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de cerveza Tsingtao. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Shangái, me habrá supuesto una viajera de Hong Kong, o una nativa de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez una malvinense.

Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del Times, pero evité mostrarla. La Tsingtao, embotellada en Qingdao, no era deliciosa. Igualmente, entre la cerveza de arroz y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del calor apabullante que se posaba afuera.

La pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo chino de pizzería de Shanghái, y cualquier otro mozo chino de pizzería de Pekín o de Wuhan. He agregado Wuhan para no citar solo a Pekín capital.

Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que Rusia y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para la región Asia-Pacífico. Entonces aparecieron las tres muchachas yuan. Eran las mismas tres que había visto frente al Lamborghini dorado y su simulador. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amiguitas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, de cabello negro natural, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.

Continuará…

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Andrés Pacheco nació y vive en Rosario. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos en la Universidad Nacional de Rosario.

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febrero 2025 | Revista El Cocodrilo

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