ÚLTIMO ROUND, POR HERNÁN D’AMBROSIO

por El Cocodrilo

El tránsito estaba exasperante porque era el recambio de quincena de enero. La Ruta 2, llena de autos. Nos movíamos por medio de enviones cortos que me revolvían el estómago. Como cada vez que se embotellaba la 2, mamá le dijo a papá que tendrían que haber ido por la 41, que nunca hacía caso. Papá respondió que prefería el embotellamiento antes que manejar por una ruta desolada, por si pasaba algo.

—Acá hace mucho que no pasa nada —respondió mamá con una contundencia demoledora.

Cada uno miraba por su ventanilla. Pensé en ofrecerme para manejar un tramo, así se distraían explicándome que me habían dejado sacar el registro solo por si se presentaba alguna emergencia, pero yo no tenía ganas de participar en ninguna discusión.

El aire acondicionado no alcanzaba. Mamá se abanicaba con fastidio. Papá secaba la transpiración de su frente con un pañuelo de tela. Quise tomar agua, pero estaba caliente y pedir que bajáramos en una estación de servicio para comprar algo fresco habría sido un drama. 

Era de noche cuando llegamos a Mar del Plata. Estábamos agotados porque habíamos salido de casa poco antes del mediodía suponiendo que el viaje duraría unas cinco horas. Buscamos la avenida Colón y la recorrimos casi hasta el final, donde empieza la gran subida y la avenida se convierte en una montaña de cemento. Doblamos a la izquierda poco antes de la cima, bajamos hacia Boulevard Marítimo y vimos el mar. La espuma blanca de las olas salpicaba la oscuridad del horizonte, el mar estaba embravecido. 

Estacionamos en la misma cochera que alquilábamos todos los años, al lado del edificio, y llegamos a Mar del Plata definitivamente.

Apoyamos los bolsos en el living. Estábamos por fin en nuestro departamento, el único lugar donde los tres nos llevábamos bien por un tiempo. La Ruta 2 ya parecía un recuerdo lejano, algo que había pasado en un mal sueño.

Mamá fue hasta la puerta balcón y levantó la persiana para descubrir el paisaje: la playa y el mar, la rambla, el escenario donde se hacía “La movida del verano”, el enorme edificio Havanna, el Hotel Hermitage, el Teatro Provincial y el muelle del Club de los Pescadores a lo lejos. Sin embargo, vimos otra cosa. No era el paisaje de siempre, teníamos otro edificio enfrente… su esqueleto, en realidad: columnas, vigas, bolsas de cemento, sogas, manivelas y herramientas.

—¡Pero…! —gritó papá—. ¡Cómo puede ser! 

Calculaba cuánto le bajaba el valor del inmueble.

—¿Por qué no nos enteramos de esto? —preguntó mamá—. Fuiste vos, no le diste bola al consorcio.

Papá tiraba sin leer ni compartir con mamá las cartas que enviaba la administración porque para él lo que le importaba al consorcio siempre eran cosas insignificantes. O casi siempre. 

—Puede ser, puede ser.

Esa respuesta no le alcanzó a mamá. Se fue del departamento dando un portazo. Papá estaba desconcertado, entre el edificio que le tapaba la vista y el despelote de cosas en el living. Mamá se había ido sin ordenar, cuando siempre era él quien se iba y ella se quedaba acomodando la ropa y el resto de las cosas. ¿Qué tenía que hacer? ¿Ordenar? ¿Así serían las cosas de ahí en más, sin vista al mar? 

Para ser exactos: quedaba vista al mar, de costado. 

Papá se fue al balcón a putear a la vida. Busqué alguna excusa prudente para escapar de ahí:

—No hay agua. Voy a bajar al kiosco a comprar…

—Hacé lo que quieras —me interrumpió—, la puta madre…

Preferí hacer caso omiso de la puteada.

El kiosco quedaba a una cuadra. Lo pasé de largo. Fui por la rambla hasta la calle de las casas de empeño, frente al Casino, para ver las cosas raras que entregaban los ludópatas a cambio de un par de fichas más. Había un Game Boy, soldaditos de plomo, una cámara de fotos profesional, monedas antiguas, joyas… familias enteras dejadas como prenda. 

Ya era medianoche, en las peatonales había filas para entrar a los restaurantes y mucha gente paseando. En la vidriera de un local de recuerdos de Mar del Plata, los lobos marinos, los torreones y las vírgenes de Luján anunciaban con tono rosado que nos esperaban unos días de mierda. 

Recorrí las librerías de la peatonal San Martín, esas que vendían las colecciones que se publicaban con los diarios y tenían mesas con todos los géneros literarios y discursivos mezclados, libros que solo tenían en común su valor: 2×1, 3×2. 

Compré tres clásicos traducidos por personas que sencillamente no querían hacerse cargo de lo que habían hecho porque no figuraban en ningún lado: El extranjero, de Alberto Camus, La metamorfosis, de Francisco Kafka y Narraciones extraordinarias, de Edgardo Poe.

En el McDonald’s de la peatonal devoré los primeros dos cuentos de Narraciones extraordinarias tomando un café de filtro quemado cinco jarras atrás. Comí dos medialunas para engañar al estómago porque, entre el largo viaje y el drama de la llegada, no habíamos cenado.

Cuando llegué al departamento, mis viejos estaban durmiendo. Ordené mi ropa en el placard y me acosté. Me quedé dormido leyendo otro cuento de Poe. 

Me desperté tarde, después del mediodía. Mamá no estaba. Papá hablaba por teléfono. Usaba un inalámbrico y le gritaba al administrador que tendrían que haberle avisado con más énfasis. Me asomé al balcón para preguntarle si sabía dónde estaba mamá y me miró como si fuera un edificio obstruyéndolo todo.

La vista era, como mínimo, polémica: un obrero nos mostraba la raya del culo mientras se agachaba para levantar un balde de cemento.

Salí a buscar a mamá. Fui al café de la esquina y pasé por los locales de la calle Güemes. Caminé por la costa, entre la Playa Varese y el Torreón. Cuando pensé que era más fácil demoler el edificio en construcción que encontrar a mamá, la vi sentada en la escollera del Torreón. Tenía un vaso de cerveza medio vacío en la mano.

Contrariamente a papá, que se descargaba puteando, mamá se encerraba en sí misma para pensar soluciones. Noté que le estaba costando encontrar la respuesta que buscaba. Para sacarla de tanta realidad de mierda, la invité al cine. 

No había muchas ofertas en la cartelera marplatense. Vimos Alguien tiene que ceder en el Shopping Los Gallegos. Mamá se distendió un poco y algunos gags de la película le robaron una sonrisa. Cuando salimos del cine volvió a tener una mirada melancólica y reflexiva. Me dijo que quería estar sola y se fue a caminar por la Avenida Independencia.

Los días siguientes naufragué entre dramas. Mis viejos trataban de ponerle algo de onda a las vacaciones, hasta que peleaban por algún tema insignificante y siempre terminaban en EL GRAN TEMA, de unos quince pisos de altura. La duración promedio de las discusiones era de veinte minutos, ahí la cosa explotaba y papá salía expulsado hacia las máquinas tragamonedas del Casino y mamá hacia la escollera del Torreón o el Shopping Los Gallegos. 

Yo pasaba los días evitando el departamento: leía en cafés y caminaba solo por las calles de Mar del Plata. No tenía perspectivas de que las vacaciones mejoraran, hasta que conocí a los cordobeses.

Una tarde estaba comiendo un pancho en la rambla y me metí en la Bristol para darme un chapuzón en el mar. 

La playa estaba llena de gente, a pesar de que había un poco de tormenta. Casi no se podía caminar; para llegar a la orilla salté por los casilleros de arena que quedaban entre las sombrillas, las lonas y las reposeras, como en una rayuela. Me metí en el agua y caminé unos pasos hacia adentro del mar, que estaba calmo. Me di vuelta y vi el esqueleto del edificio. Imaginé que detrás de él estaban mis viejos tratando de mirar la playa. 

Al salir del agua, me sumé a un partido de fútbol con un grupo de cuatro cordobeses porque les faltaba uno para armar el equipo. Pegamos onda enseguida. 

Franco y Pablo eran hermanos, tenían dieciocho y diecinueve años, respectivamente. Trabajaban con sus padres en una fábrica de cerveza artesanal de la familia. Gonzalo era primo de ellos y Diana era su novia, los dos tenían veinte años y estudiaban Comunicación Social en la Universidad de Córdoba. Todos eran de Capilla del Monte y estaban obsesionados con los ovnis. 

Pasé el resto del día con ellos, tirado en la arena como un pedazo de peceto en una bandeja con pan rallado. Terminamos la tarde tomando cerveza abajo del muelle del Club de los Pescadores. Les conté que estaba re podrido de mis viejos y que no sabía cómo hacer para que dejaran de discutir todo el tiempo.

—Yo tengo la solución —dijo Gonzalo y sacó un tupper lleno de brownies de su mochila.

—No sé —dije con cierto resquemor—, capaz que les cae mal.

—No seas culiao, che —dijo Pablo—. No les va a pasar nada. 

No sabía si me animaría a dárselos, pero a lo sumo tendría unos brownies para mí, así que los acepté. Me despedí de ellos, quedamos en encontrarnos al día siguiente en la playa. 

Cuando llegué al departamento, mis viejos estaban discutiendo. Habían cambiado de tópico: mamá quería pasar el resto de las vacaciones en algún otro lado para no seguir hablando del edificio en construcción y estaba dispuesta a irse ese mismo día. Papá, por el contrario, se negaba a dejar el departamento.

Al día siguiente me desperté antes que ellos. Puse los brownies en una bandeja, agarré unos cuadraditos, y me fui del departamento.

Compré churros en la rambla y me metí en la playa para buscar a mis cuatro amigos cordobeses, que estaban en el mismo lugar que el día anterior. Después de tomar unos mates, jugamos un partido de fútbol con un grupo de pibes de La Plata que nos bailaron hasta que nos rendimos y pagamos las birras.

Salimos de la playa y nos metimos en un local de videojuegos de la avenida Colón; jugamos al Street Fighter y al tejo. Tratamos de entrar al Casino, pero no nos dejaron pasar. Cuando se hizo de noche, volví con mis viejos. Me despedí de los cordobeses. No volví a verlos porque regresaban a Córdoba al día siguiente; se habían quedado sin plata.

Encontré el departamento desordenado. Había un vestido de mamá sobre la alfombra, un pantalón de papá tirado sobre la mesa del living, una bombacha arriba del televisor y un slip colgado de una de las luces de la araña, junto con un corpiño. La música estaba a un volumen que a mí me habrían censurado. Encima, sonaba Julio Iglesias… 

Mamá salió de la habitación con una valija abierta. Juntó la ropa que estaba desparramada en el living, se subió a una silla para descolgar el calzón y el corpiño de la araña, metió todo así nomás y la cerró. 

—Nos vamos a Bariloche —dijo sonriendo.

Se metió en la cocina y salió con el tupper y los brownies que quedaban.

―¿Los hiciste vos?

―No, los compré en una panadería.

―Están ricos. A tu papá le encantaron.

Guardó el tupper en un bolso y no me dejó ni un cuadradito.

Le ayudé a bajar las valijas hasta el estacionamiento. Cuando salimos del edificio, nos encontramos a papá en la vereda. Llevaba un aerosol en la mano y lo agitaba sintiéndose un artista callejero. Caminó hasta el frente del edificio en construcción y pintó un enorme pito rojo con dos bolas bien redondas en el cartel de la obra. Mamá se reía y aplaudía mientras él dibujaba; yo miraba para todos lados, por si venía alguien. 

Trataron de saludarme y no entendí por qué lo hacían.

—Saludá porque nos vamos, salame —dijo papá. 

—¿No voy con ustedes a Bariloche?

—No —dijo mamá mientras me abrazaba como si fuera una joven de los sesenta escapando en una minivan.

—Quedate unos días más o volvé a casa, como vos prefieras —dijo papá sin darme lugar a objeciones.

Arrancaron el auto y frenaron enseguida, unos pocos metros más adelante. Creí que se habían arrepentido y me llevarían, incluso corrí hasta ellos, pero solo bajaron la ventanilla para darme unos mangos. Me quedé parado solo en la vereda, con cierta sensación de orfandad.

El efecto no les duró mucho. No se quedaron ni siquiera una semana en Bariloche. Volvieron a casa y se separaron unos meses después. Tal vez tendría que haberles pasado la receta de los brownies.

. . .

Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez (Buenos Aires) en 1985. Es Profesor de Letras. Coordina grupos de lectura y escritura desde 2012. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). Sus cuentos circulan por la web en diversos medios digitales.

julio 2022 | Revista El Cocodrilo

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