NUESTRA HERMANA DE AFUERA (FRAGMENTO), DE MARIANO QUIRÓS

por El Cocodrilo

El próximo viernes 11 de agosto se presentará en la Feria Internacional del Libro de Rosario la nueva novela de Mariano Quirós, «Nuestra hermana de afuera» (Tusquets, 2023). La cita es a las 19.30h en el auditorio Angélica Gorodischer del CC Roberto Fontanarrosa (San Martín 1080). Acompañarán al autor Beatriz Vignoli y Ernesto Gallo.
Les dejamos a continuación el fragmento inicial de la novela.

. . .

Bajaron del micro, las dos, con las vejigas infladas. De puro remilgadas, no habían querido usar el baño químico y ahora las abrumaba la urgencia. Esperar a que les entregaran las valijas fue un suplicio.

—No llego —dijo Clara.

Cuando al fin pudo sentarse sobre un inodoro —antes envolvió la tapa con papel higiénico, una medida absurda y de salubridad improbable—, descubrió que ya se le había escapado más de un chorrito. La terminal de Retiro —ellas la conocían bien, viajaban seguido a Buenos Aires— era tan fea como incómoda. Se instalaron en la cola a la espera de un taxi y cada una se prendió un cigarrillo. El viaje había sido demoledor; entre las paradas obligadas y los achaques imprevistos del micro —bajones de batería, un humo sospechoso brotando desde el fondo—, cualquier posible buen humor se les había evaporado.

Había en el ambiente una humedad gomosa y, quizás por eso, el humo de los cigarrillos quedaba 10 estático sobre ellas y sobre sus vecinos en la cola del taxi. Fue una mujer la primera en quejarse.

—No se puede fumar en espacios públicos —dijo.

Atenta al avance lento de la cola, Clara no advirtió el reclamo, pero Nadia sí. Se llevó, provocadora, el pucho a los labios y lo chupó con fruición; después cerró los ojos, elevó el mentón y soltó el humo en una exhalación suave pero intensa. Esta vez la queja vino de un chico, un muchacho que, Nadia calculó, tendría la edad de su hija menor, unos veintitrés, veinticuatro años.

—Señora —dijo el chico—, el humo molesta.

Recién entonces Clara se percató del asunto y a punto estuvo de apagar el cigarrillo, pero Nadia se le adelantó y, agarrándola de un brazo, le obstruyó cualquier posible movimiento. Después miró al chico a los ojos y le habló en un tono de voz grave:

—Tengo cáncer —le dijo—, no me rompas las pelotas.

A ojos de un provinciano, pensaba Clara, Buenos Aires no es más que una desesperante continuidad, un paisaje que se repite sin matices. Hace falta instalarse un tiempo —pero cuánto, ¿meses?, ¿años?— para asimilar sus variaciones, su ritmo; incluso, y para decirlo en términos quizás más correctos, para captar en toda su nitidez la diversidad y la locura. Tal vez, seguramente, lo mismo ocurría con todas las ciudades de tamaño y expansión absurdos.

Clara había vivido alguna vez en Buenos Aires, en los años noventa, y no le guardaba un especial cariño. Ni siquiera el hecho de que dos de sus hijos —los dos más chicos— fuesen porteños y vivieran ahora en Buenos Aires le había levantado la estima por la ciudad. Solía culpar por eso —aunque un poco en broma, es cierto— a su ex marido, que según ella tenía «todos los vicios del porteño promedio».«Agrandado, mentiroso y merquero», se explayaba cuando alguien —alguien de confianza, por supuesto— se lo pedía.

Lo de «agrandado y mentiroso» no era más que un lugar común sobre los porteños, pero «merquero» era una expresión que había aprendido de sus hijos: si el mundo era como ellos lo veían, al menos un ochenta por ciento de la población era adicta a la cocaína. Ella, sin embargo, no había visto cocaína más que en alguna que otra película; hasta solía confundir las maneras, los modos de consumo: que si se fuma, que si se aspira, que si se inyecta.

En el fondo, tenía la convicción de que Danilo, su ex, no era ningún merquero, pero sentía un placer cosquilloso cada vez que le aplicaba el mote. Cada tanto, cuando alguien le venía con algún cuento, algún comentario soltado al voleo, ella se regodeaba y decía: «Y qué esperás de Danilo, si es terrible merquero».

Como tenía amigas y conocidas que habían atravesado con cierta dignidad el trance del cáncer de mama, Nadia no se lo había tomado tan a la tremenda. Estaba muy convencida de que no era más que cumplir con el trámite, las recomendaciones médicas, el tratamiento. Esperaba que hubiera achaques, claro que sí, algún desorden anímico. La médica, desde luego, le había dicho que dejara de fumar y que no bebiera alcohol, que era contraproducente: «Es elemental —había dicho—, va de suyo».

Pero Nadia no conseguía —no le interesaba— unir la dolencia en su mama derecha con los inconvenientes que el pucho ocasionaba en los pulmones y que el alcohol —la cerveza, en su caso— provocaba en el estómago. Cada vez dijo que sí, que se cuidaría, que pondría más atención a esos detalles. Pero apena atravesaba las puertas de la clínica prendía un primer cigarrillo que fumaba con una especie de voracidad, como si la invadiera un hambre antigua que solo se calmaba a pura pitada.

Después, una vez que al fin estaba en casa, llamaba a una de sus hijas, la invitaba a comer y —en el caso de que alguna de las dos estuviera disponible y bien predispuesta para la visita— le hablaba de bueyes perdidos, o bien se resignaba a escuchar las idas y vueltas laborales de una o el martirio maternal de la otra. En el medio, abría latas de cerveza a ritmo frenético, como si la presencia de sus hijas la habilitara a la borrachera. Pero no se emborrachaba; conseguía, apenas, que el estómago se le inflara y le cayera un sopor que la atontaba.

¿De qué hablaban, mientras tanto, sus hijas? ¿Llegaban a darse cuenta, llegaban a percibir los borborigmos que repiqueteaban en sus intestinos? No pensaba decirles nada de la enfermedad, al menos no de momento. El mundo de esas chicas, treintañeras con la mala vocación de acumular disgustos, no merecía soportar un problema de verdad. Si le llegaba, de repente, el impulso de abrir la boca y contarlo todo, se apuraba a abrir una nueva lata o lo reprimía con una larga y nerviosa pitada. 

Al taxista parecía no molestarle el humo. En todo caso, ninguna de las dos se preocupó por averiguarlo antes de prenderse un cigarrillo. Desde el retrovisor, el hombre les devolvió una sonrisa, un gesto amable con el que pretendía —al menos así lo entendieron las dos— señalarles que no había problema. Acabaron de confirmarlo cuando él mismo prendió su propio cigarrillo. Después, por hablar de algo, les consultó qué ruta preferían tomar.

Nadia fue cortante:

—La que nos lleve más rápido —dijo.

El taxista no se conformó con la respuesta y les advirtió sobre las posibles contingencias.

—Aquí nunca se sabe cuál es la ruta más rápida —argumentó, y en su voz sobrevoló un acento extranjero que no pasó desapercibido para Nadia.

—¿Venezolano? —Hizo la pregunta con acentuado desdén y no esperó a que el taxista respondiera para agregar—: Entre ustedes y los paraguayos desbordaron el país.

Más que el taxista, fue Clara quien acusó el golpe. Tenía enfrente, colgado del asiento, el cartelito con los datos completos del tipo. Aunque lo intentó, no alcanzó a leer —no quería ser tan evidente— su nacionalidad, pero sí leyó su nombre: Eudris Ojea. Temió que Nadia pudiera leerlo, que confirmara su presunción.

—Por favor —le dijo—: no molestes…

Las amonestaciones de Clara traían un dejo de cansancio, casi un hartazgo que, mucho más que aplacar, encendía los arrebatos de su hermana.

—Quiero llegar al hotel —dijo Nadia—, y este venezolano quiere pasearme por esta ciudad mugrienta.

El taxista no volvió a abrir la boca, ni siquiera para mentarles la tarifa. Frenó el coche en la puerta del hotel y señaló el contador con un dedo. Las ayudó con las valijas y recibió la paga con gesto neutro. Recién cambió la expresión cuando Clara puso en sus manos una propina apenas discreta. Se cuidó bien, Clara, de que Nadia no lo advirtiera. 

Con Florencia, su hija, le pasaba igual: discutían por cuestiones que Clara consideraba importantes, complejas, pero también se enzarzaban por detalles insólitos como las propinas. Se veían poco. Tal vez sin llegar a formularse plenamente la idea, Clara se había hartado de las salidas irónicas de su hija, de sus comentarios venenosos y, para qué negarlo, en buena medida irrefutables.

«El futuro llegó hace rato», dijo Florencia una vez que la descubrió tanteándose arrugas frente a un espejo. Repitió la fórmula en otra ocasión, cuando Clara puso reparos —muy tímidos, por cierto, reparos ingenuos— al fervor feminista de los últimos años.

El futuro llegó hace rato. De haberlo conocido, Florencia se hubiera entendido muy bien con su padre. Era igualita a él.

Si se hace a un lado esa melena y nos quedamos solo con el rostro, pensaba Clara, nos queda Juan. Así se llamaba, Juan, y estaba muerto. Lo habían desaparecido durante la dictadura y hacía un par de años habían encontrado sus restos en un cementerio, en una fosa común, junto con los de otros antiguos desaparecidos. Florencia había asumido con

fervor su lugar de hija de desaparecido y no entendía —«No me entra en la cabeza» era su frase— que Clara no asumiera con la misma intensidad su lugar de compañera desahuciada.

Clara se había propuesto ya no contrariar ni responder; Florencia —probablemente esa era la cuestión— necesitaba descargarse, asimilar aquella ausencia elemental. Pero tampoco veía con agrado que la frustración, la pena de su hija, se manifestara en esas agresiones más o menos gratuitas.

«Tilinga», le había dicho Florencia y había soltado luego una carcajada. Si era, la carcajada, una manera de atemperar la ofensa, a Clara no le importó. Su hija y ella se movían en mundos muy separados. Lo que lamentaba era que, en el medio, se perdía de ver a su nieta. Pobrecita su nieta, decía Clara, la madre que le tocó. 

El padre de sus hijas era, según Nadia, un pelotudo. Siempre lo había sido. De otro modo, no se explicaban sus ganas de casarse —si Nadia no erraba en las cuentas, iba ya por su cuarto matrimonio hecho y derecho—, su gusto ñoño por los juegos de rol, su

manía de usar mocasines sin medias. Un pelotudo.

Pero Nadia había tenido dos hijas —Cata y Lucy— con Dante, ese hombre. Habré sido, también yo, una semejante pelotuda. Se habían casado muy jóvenes —veintidós años ella, veinticinco él— y desde un principio Nadia tuvo claro que sería una experiencia fugaz. Sobre todo, cuando Dante empezó a reclamarle que fumara y bebiera menos. Ella le llevó el apunte hasta donde pudo. Había sentido vergüenza ante el pedido de su marido. Pero cuando se descubrió, en pleno embarazo, fumando a escondidas en el baño, entendió que las cosas no podían hacerse de esa manera; entendió que, aun en aquella frágil juventud, no podía andar escondiéndose para fumar. Ni siquiera lo justificaba que hubiera un embarazo de por medio.

Lo que sí la tomó por sorpresa fue que Dante le anunciara su decisión de irse, de romper la pareja, al tercer día de vida de la hija menor. Tenía a Lucy prendida de la teta y el anuncio de Dante le sonó el colmo de la crueldad. Tenía, también, el pelo graso, ojeras negruzcas y ganas de fumar. Todavía eran jóvenes —ella no llegaba a los treinta—, demasiado jóvenes para una separación. Aunque lo intentó, no pudo llorar, no pudo dejar en evidencia la torpeza del pelotudo de Dante.

. . .

Mariano Quirós (1979) nació en Resistencia, provincia del Chaco, Argentina. Es autor de las novelas Robles, Torrente, Río Negro y Tanto correr (Premio Francisco Casavella), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache; Memorial Silverio Cañada, Semana Negra de Gijón), Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets 2017) y Nuestra hermana de afuera (2023). Es autor, además, de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (Premio del Fondo Nacional de las Artes), Campo del Cielo y de Ahora escriba usted (2022). Junto a Germán Parmetler y Pablo Black, publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta.
Es organizador del Festival literario Mulita, que se realiza cada año en la ciudad de Resistencia.
Coordina el taller de narrativa «La Luz Mala».

agosto 2023 | Revista El Cocodrilo

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