ÚLTIMO ROUND, POR GUIDO MORO

por El Cocodrilo

Pasábamos las noches de los viernes en casa de mis abuelos. Recuerdo, de camino, los vidrios empañados del auto, un Honda gris que tanto cuidaba mi papá, y a mi mamá dándonos las mismas indicaciones de siempre mientras nos cerraba bien las camperas y nos ajustaba las bufandas. Con nuestros abuelos la complicidad era total y constante, solo bastaba un llamado para que el abuelo ejerza un rescate en medio de una pelea familiar.

Llegamos a esa casa de portones celestes, cálida, familiar. Era un invierno húmedo de julio, las voces de los mayores eran lejanas, parecían distantes reportes de un programa de noticia nocturno, o de esas películas independientes de Alemania del este. Esta vez no hubo charla auto-portón de mi abuelo con mi papá, el que salió a abrirnos fue mi tío y dijo: “el tata tiene frío”. Recuerdo que escuché el crujir premonitorio de una chapa en alguna casa aledaña y me asusté, tenía diez  años en ese momento y habían muchas cosas que me daban miedo.

Ahí estábamos en búsqueda de calor humano: mi hermano, yo, mi abuelo, mi tío y mi abuela. Ella había cocinado un guiso de arroz con pollo. Tenía que hacerlo sentada en un gigantesco sillón de mimbre color caqui ya que su obesidad la limitaba. El recibimiento fue un beso en la frente y un apretón de manos fuerte de parte de mi abuelo. En el televisor estaban dando la segunda parte de El Padrino, mi abuela tarareaba el soundtrack y decía “qué hermosura, qué hermosura”. 

La noche siguió con normalidad y silencio. Nos fuimos a dormir todos a las doce de la noche después de darnos un banquete con guiso y un pan dulce casero.

—No es como el mío —dijo mi abuelo, refiriéndose al guiso.

—No, tenés razón —dije mientras me frotaba las manos por el frío.

Quería hablar con él o que él me hable, que es lo mismo. En ese momento se levantó y se fue a acostar. 

—El abuelo tiene frío —repetía mi abuela.

—¿Frío de qué? —respondí. 

—Frío, no se siente bien estos días, seguro es la humedad. 

En la habitación, junto a una cama de dos plazas, dormíamos mi hermano y yo, en una especie de colchón gigante que formábamos uniendo dos camas de una plaza. A las tres de la mañana me despertó el sonido de un televisor encendido y en la oscuridad casi plena de la habitación adiviné la ausencia de mi abuelo. Me levanté dormido y lo primero que vi fue la cara de Manny Pacquiao en el televisor y arriba el logo de ESPN. Con las dos piernas levantadas en la mesa, con una copa de vino y el pan dulce, mi abuelo esperaba la pelea. “Vení que todavía no empezó”, dijo. 

Manny Pacquiao era uno de los boxeadores favoritos de mi abuelo y cada vez que peleaba se congregaba en soledad en el living a mirar la pelea. Lo que había en juego esa noche era el título internacional de peso superpluma y su contrincante era un mejicano un tanto más joven y alto que el filipino. 

Mi abuelo me transmitía la pelea y me decía cuáles eran las posibilidades de que Pacquiao ganara, y cuál podría ser la debilidad del mejicano. De un momento a otro se puso de pie, y con un gesto de box se cubría la cara con la derecha y largaba un gancho con la izquierda: “ese va a ser el golpe letal”, dijo. Los dos primeros rounds vi a Pacquiao acorralado, contra las cuerdas, un boxeador de experiencia sorprendido por un joven contrincante. Recibía golpes por todos los nortes y tres veces estuvo cerca de irse a la lona. “Es ahora, es ahora” decía mi abuelo, mientras apuraba la copa de vino y se servía más. En el round número tres Pacquiao sale transformado, imitando esa pose que me había mostrado mi abuelo y apostando al contraataque. Recién entonces me metí en la pelea y quería que el filipino gane y que festejemos. 

En un instante del tercer round que parecía el final los boxeadores se trenzaron a golpes como si fuera una pelea barrial, mi abuelo se agarraba del sillón y se le notaban las ganas de gritar, pero todos dormían. Faltaban diez segundos para que ese round termine, Manny dio dos pasos hacia atrás, se cubrió con la mano derecha el mentón y largó un gancho de izquierda que impactó de lleno en la mandíbula del mejicano para dejarlo inconsciente en la lona y para que mi abuelo saltara en silencio a mi abrazo. 

Timbre. Cuatro de la mañana. Mis padres nos buscaban. Con mi abuelo nos habíamos pasado la madrugada hablando del relámpago de Pacquiao y la caída del mejicano mientras yo tomaba Fanta y él vino. Cada uno con lo suyo. Nos encargamos de despertar a mi hermano, mi abuelo lo abrigó y salimos los tres:

—¿Viste la pelea?  —dijo mi abuelo a mi papá.

—¿Qué pelea?

—La de Pacquiao, la de quien más.

—Papá, abrigate —dijo mamá. El abuelo estaba en cuero, con jeans y alpargatas.

—¿Vos te pensás que me ataron con serpentina a mí de chico? —El abuelo se despidió riendo y con los labios morados por el vino. Nos metió a los dos, a mi hermano y a mí, en el auto, entre abrazos, y dio la vuelta hacia su casa.

Cuando miré para atrás, con el auto ya en movimiento, vi a mi abuelo en el garaje imitando el movimiento final de Pacquiao contra un contrincante imaginario. Tan mal no le salía.

***

Guido Moro (1997) nació en Resistencia, Chaco y estudia Letras en la UNNE (Universidad Nacional del Nordeste). Fue redactor durante la Bienal del Chaco 2022 y realiza el taller literario “La Luz Mala” que coordina Mariano Quirós.

enero 2023 | Revista El Cocodrilo

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