MECHITA, POR GUILLERMO FERNÁNDEZ

por El Cocodrilo

Sonó la campana del recreo y Sara corrió apurada al patio. Daban las diez de la mañana y las dos primeras horas de clase de la primaria número 15 de Rauch habían concluido. Su compañera de quinto grado la esperaba en el baño. Cerca de la mesada para lavarse las manos. Así habían quedado. Maite la vio venir y le puso cara de que se quedara tranquila. Una vez que estuvieron juntas, Sara abrió el puño y soltó el papel doblado. La mitad de una hoja rayada de cuaderno. A las dos les interesaban los cinco renglones escritos. Los releían y releían para no equivocarse. En el momento en que Maite se lo guardaba en el pantalón, Rosi llegó para pelear. Gritó que se lo devolvieran, que era de ella y dijo que no la entendían con la voz que le quedaba. Forcejeó con las dos pero no pudo. La empujaron contra una puerta del baño y Rosi cayó al piso mojado por el agua que perdía de los sanitarios. Con toda la prueba, Maite y Sara escaparon a la dirección. 

Estela escuchó a las alumnas. Ellas no querían alarmar pero Rosi escribía cartas. Sí, tenían una en su poder. Estela extendió la mano derecha para que le alcanzaran el papel. Dudaron. Prefirieron dar su opinión. Quizás algunos renglones no bastaban para mostrar que Rosi era diferente de ellas. Fue Maite la que comenzó diciendo que Rosi había querido tocarla en el baño. Lo dijo tan rápido que Estela no tuvo tiempo de asombrarse. La directora atinó a calmarlas. Seguramente había sido una confusión. Maite precisó más detalles: la hora de Lengua, hacía mucho calor y la presencia de Rosi frente a ella con la puerta abierta del baño, la misma mano abierta que había escrito el papel que guardaban. Le había dicho que se levantara del inodoro, que no se subiera la bombacha. La quería tocar. Estela ordenó que le dieran el papel. Cuando se lo dieron, Estela lo leyó con la misma rapidez con que hubiera querido que todo pasara y que esa alumna de quinto se cambiara de escuela. Se imaginaba atendiendo a los padres, escuchando razones y exigiéndoles aquello que ella no podía pedir. Estela sabía lo difícil que era detener el rumor en la cabeza de los chicos. Los veía, como los veía siempre desde el portón, alejarse hacia sus casas por la avenida 9 de Julio hasta Aveleyra y después desaparecer. Pero esta vez, cuando tocara la campana de salida, irían hablando para no olvidarse de Rosi, para prevenirse de que quisiera manosear a alguna otra. Sola en su despacho, abrió el papel y lo volvió a leer. A lápiz y con una letra despareja que desbordaba el renglón estaba escrito que ella se había desnudado para Mechita, y que le había sacado las gasas para que la tocara. Estela Baigorri lo releyó. No entendía lo de la parte de las gasas. Esa parte de la carta le abría más dudas que la forma con que iría a dialogar con Rosi al día siguiente.

Rosi y una mujer teñida de rubio, con zapatos de taco aguja y labios pintados esperaban en la puerta de la Dirección que el saludo diario de Estela abriera la jornada escolar, después del incidente del mensaje. La directora prefirió hacer mención a los logros de la huerta comunitaria y a la necesidad de que lo cultivos se mantuvieran gracias a todos. Advertir sobre el comportamiento en la fila, exigir una sola columna con cabezas derechas, cinturones en la cintura y que sus alumnos se levantaran las medias caídas parecía aparentar un orden que, gracias a Rosi, ya no existía en la escuela. Tampoco se necesitaba prolongar la oratoria matutina. Los chicos ya se habían avisado de la presencia de Rosi y su madre en el pasillo. El pelo de la madre de Rosi llamaba la atención.  

Estela abrió la puerta y las hizo pasar. Se escuchaban las voces de los alumnos y de los maestros que los hacían callar. La reunión fue breve. Rosi y su madre se veían recién de noche. La nena quedaba con una tía, hermana de ella. Había padre de tanto en tanto. Solo para ver si la nena está viva, dijo. Después habló de la culpa, del abandono y de lo difícil que era ser madre y mujer sin un hombre. Rosi miraba a madre como una desconocida, como si las palabras que pronunciaba esa mujer bastante maquillada para esa hora, vinieran de un cuerpo extraño, del que nunca había escuchado opinar sobre su condición de madre. A la mañana venía la tía Tini a prepararle la leche, mientras su madre dormía. Recordaba que una vez entró a su dormitorio para buscar una cinta para el pelo. Vio a su madre desnuda medio dormida con un hombre al lado. El ruido de la puerta la despertó, pero era tarde. Su madre, se incorporó y le gritó que se fuera, que no era su habitación. En ese momento supo que su madre bebía y que traía hombres a dormir con ella. Había pasado mucho tiempo de eso. Fue la única vez que pudo ver los grandes pechos redondos de ella, antes de que alcanzara a taparse. Había bebido y el alcohol había convertido en más torpes sus movimientos. El momento había sido suficiente para apurar un deseo molesto, inevitable en ella. Rosi hubiera querido, esa mañana, acostarse desnuda junto a su madre, sacar a ese tipo de la cama y besar con libertad sus pezones oscuros. Pero, ella la echaba y eso la enfrentaba más con su deseo. A la noche, los ruidos en la habitación de su madre le quitaban el sueño. Su imaginación ya había comenzado a poblarse de realidad y su cuerpo de un sudor cálido que la tranquilizaba.  

Cuando Baigorri le preguntó por el papel, volvió del recuerdo. La maestra había insistido dos veces para saber su respuesta. Lo negó. Para ella había sido una provocación de malas compañeras y para su madre cosas de chicos. Dejó en claro que ella no tenía tiempo para volver otra vez a la escuela. Estela Baigorri prefirió tocar el tema del baño a solas con Rosi. A Estela la acobardó la indiferencia de la madre de Rosi y el hecho de que intuía algo más que una aventura de sus alumnos. Iba a esperar un tiempo para hablar del tema. 

Esa tarde Rosi se colgó de la ventana de la calle Saavedra 48 y esperó a que los padres de Mechita le abrieran la puerta. En segundos entraba en la habitación de su amiga. Siempre había poca luz. Mechita estaba sentada en su silla como la primera vez que se habían conocido. Como era peligroso que se moviera por las convulsiones, a Mechita la habían atado a la silla con gasas. Tenía la cabeza inclinada y cuando escuchó los pasos de Rosi, abrió los ojos. Rosi la saludó desde la puerta y con paso lento avanzó hacia Mechita para que ella la viera de frente. Rosi le imitó el gemido. Lo habían practicado como forma de reconocerse en la vida. Le pasó la mano por el cabello y le dijo que estaba despeinada. Mechita acompañó con la cabeza y con los ojos más abiertos. A Rosi la ponía contenta que ella intentara mover el torso, que quisiera desprenderse de la silla  para estar con ella. Las pastillas nunca habían podido avanzar en el tratamiento. Se lo había explicado la madre de Mechita, aquella primera vez en que la hicieron pasar para ver qué pasaba entre las dos y también con ellos. Estaban desacostumbrados a la voz de una nena, a verla caminar sin lastimarse, sin retarla porque Mechita se llevaba todos los dedos a la boca para chupárselos y, entonces, venían las vendas en las manos, mojadas por la saliva. Mechita nunca iría a entender por qué le prohibían eso que le provocaba tanto placer. La madre de Mechita espiaba desde la cocina la alegría de las dos. Rosi había tomado confianza con Mechita. Una tarde había intentado sacarla de la silla. Mechita volvió sobre su torso, se inclinó para permitir que su amiga dispusiera de ella a su antojo. La emoción de aquellos que nunca pudieron imitar la risa común no puede detenerse, se confunde con una convulsión y siempre es vestigio de la enfermedad. Al rato llegó la madre, con un paño de agua fría para la frente. La cara de Mechita volvió poco a poco a llenarse de sombra. Levantó la mano sin vendas, con los puños apretados. La madre le dio el remedio antes de la hora, para que Mechita se olvidara rápido de lo que había pasado. Ella desconocía que los brazos de otra persona pudieran retenerla, apretarla contra el pecho, hacerle sentir un contacto que no fuera el de la rutina de los cuidados siempre higiénicos y a tiempo. Rosi también se agitó con la piel de su amiga. Volvió, por un rato, a la manaña esa en que quiso disfrutar de su madre desnuda. La madre de Mechita le pidió que no volviera a hacerlo. Le dijo algo terrible y que Rosi no pudo entender. Mientras le abría la puerta de la calle le repetía que Mechita no era como ella. Rosi le dio un beso. Vio que la madre de Mechita lloraba. No preguntó nada. Quería volver al día siguiente. Caminó por la calle, pensando en qué se parecía ella a las otras. 

La cena en la casa de Rosi sirvió para volver al tema de la escuela. Su madre con el lápiz de labio en mano y con la puerta abierta del dormitorio le pedía explicaciones. Ante la falta de respuesta de Rosi, salió de la habitación en corpiño y bombacha negros. Rosi bajó la vista. Su madre no entendía nada de Mechita. Entró a la pieza, para volver a salir en pollera. Pidió a su hija la dirección de la casa de la nena y a su hermana Tini que fuera a ver quién era Mechita. Rosi lloró con gritos tan fuertes que no pudo escuchar que su madre le decía que iba a venir con un amigo a la noche tarde y que no entrara al dormitorio. Tini dejó de lavar los platos, se secó las manos y la abrazó fuerte. Rosi  sabía que Tini iba a estar de su lado. Lo supo desde el día en que su madre  trajo a Tini. Ella llegó con una valija y con el brazo lleno de moretones. La condición era simple su hermana necesitaba a alguien que se quedara en la casa. Iban a ser tres mujeres solas. Con el tiempo Tini se volvió confidente. Rosi le preguntó por qué su madre no la cuidaba. Tini tardó en contestar el tiempo que se necesita para envolver la verdad. Le dijo que su madre tenía amigos que la ayudaban a su manera. “A veces las mujeres buscamos en los hombres la vida que nos parece deberíamos merecer”, le comentó con un tono grave. Rosi contaba con apenas diez años para entender el mundo pero tenía la edad suficiente para querer encontrarse a oscuras con Mechita.

La maestra de Ciencias había ordenado a los chicos para ir a la granja. A Rosi la había apartado de la fila. Iba a la dirección por pedido de Estela Baigorri. Maite y Sara escucharon la orden cuando estaban a la cabeza de la fila. Se codearon. Habían pasado tres días de la entrega del papel. Rosi no era una chica rara para estar entre ellas. Sus padres iban a esperar para ver la reacción de la directora. Maite persistía en que Rosi la había querido tocar. Nadie había visto nada. La actitud de Rosi bastaba para provocarla. Había conseguido con Sara la adhesión de algunos chicos. Pintaron el baño con el rechazo. Baigorri dispusó que borraran todo. Pero la directora no pudo controlar que en la clase de Ciencias Sara le preguntara a la maestra si ella veía normal que una chica gustara de otra. La maestra se sorprendió pero consideró que el silencio empeoraría la situación. Algunos chicos se reían y en voz alta empezaron a murmurar que entre ellos había una chica rara. Los hizo callar. Vio que Rosi, sentada en la última fila, se ponía colorada y los insultaba. Tocó el timbre del recreo. La maestra le contó a Baigorri el episodio y resolvieron que Rosi no visitara la huerta.

Rosi escuchó con atención las palabras de Estela. No quería actuar llevada por las circunstancias. Quería escucharla y protegerla. Rosi contestó que la molestaban y que ellas mentían. “¿Por qué mienten, Rosi?” le increpó Baigorri. En ese momento, Rosi se calló. Baigorri se levantó del escritorio. Se acomodó el guardapolvo y le repitió la pregunta. “¿Por qué tendrían que mentir, Rosi, tus compañeras?”, lo dijo con voz dulzona. Rosi no habló. Pensó que tenía enfrente a su madre desnuda y no se defendió. Lloró. Baigorri le alcanzó una servilleta de papel para que se secara las lágrimas y pudiera hablar.  Estela la quiso acompañar a la casa. Rosi le pidió que la dejara sola. Iba a hablar mañana en la primera hora. La directora cedió. Prefería actuar con calma. Faltaban tres años para su jubilación. La imagen de ella en la televisión, en los diarios tratando de explicar a los periodistas el caso de la alumna Rosi, la respuesta de la supervisora separándola del cargo por inútil era más cruel que dejar partir a la nena. Un día más no iría agregar nada. Eso pensó. 

Faltaba apenas media cuadra para que Rosi llegara a su casa. Vio a su madre con un hombre en la puerta y detrás de ellos a Tini. La esperaban. Retrocedió, desobedeciendo los llamados de su madre. Corrió hasta donde sabía que la protegerían. En minutos estaba en la puerta de la casa de Mechita. Tocó timbre una y otra vez. Espió por la ventana y vio a Mechita en la silla. La llamó. La nena escuchó su voz y sonrió. Empezó a moverse contorsionando el cuerpo. Rosi tuvo miedo de que se cayera al piso. Comenzó con los espasmos que Rosi conocía mientras jugaban y se ponía nerviosa. Vio como Mechita abría la boca y se ponía las manos llenas de gasa hasta el paladar. Le vinieron arcadas y vomitó. Gemía cada vez con más fuerza. Era alegría o le quería avisar de algo. Apareció la madre y le gritó que se fuera. Mechita había girado sobre sí y estaba tirada en el piso. Se había golpeado y en las gasas de la mano había sangre. 

Rosi se separó de la ventana y se fue despacio camino a su casa. Por nada del mundo quería que le pasara lo peor a Mechita. No volvería a verla más. Ese fue el día de la primera renuncia y de la primera entrega. Volvió a su casa de noche. Su madre y el tipo nuevo la esperaban. Tini corrió a abrazarla cuando abrió la puerta. Se enteró de que alguien había roto de una pedrada los vidrios del comedor. Dejaron una hoja de cuaderno escrita y abajo las firmas de chicos. Le pedían que se fuera de la escuela. 

Atinó a besar a su tía. Imaginó que besaba a su madre. Eso la tranquilizó. Le pidió que la acompañara a la cama. Una vez en el dormitorio. Sacó del armario el pijama para dormir. Decidió dormir en la cama desnuda. Tomó las manos de su tía y le pidió al oído que, por favor, le acariciara la panza. Tini obedeció hasta que Rosi se quedó dormida. La madre de Rosi lloraba en la cocina. Las cosas de chicos se le venían encima. Se secó las lágrimas, se miró en el espejo del baño. Le dijo a su amigo que se fuera, que mañana la llamara. Buscó en el armario tintura para el pelo. Rubio Oro 540 Koleston. Cambiarse el color del pelo la ponía de buen humor. Mezcló el contenido del frasco con agua oxigenada en un bols. Mojó un cepillo en el líquido y se lo pasó por el pelo. Ocultó las raíces más claras. Más brillo le daba fuerza. Había una conexión extraña entre su vida   y el color que elegía. El rubio fosforescente la ayudaba a tomar decisiones. Entró al dormitorio de Rosi. Su hermana dormía con ella. Volvió al comedor con el cabello húmedo de tintura. Prendió un cigarrillo. Mechita dejó de importarle y no le iba a explicar a Rosi por qué había decidido defenderla. Era la madrugada en una casa con tres mujeres. Sonrió. Le agradaba que Rosi se pareciera a ella. Salió a la calle a terminar de fumar. Vio el resto de los vidrios rotos en la calle. Sin duda, las dos molestaban en el pueblo. Miró el cielo oscuro buscando a quienes posiblemente estuvieran con ellas. Solo encontró en el infinito la complicidad de las estrellas. Eso le bastó para querer presentarse con Rosi en la escuela, a la mañana temprano.  

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Guillermo Fernández (Buenos Aires, 1951). Es Profesor de Lengua, de Literatura y de Latín.  Ejerció la docencia en los niveles medio, terciario y universitario. Publicó los libros Sólo razones (cuentos, 2005); las novelas Nadie muere en un bello día (Del Dragón, 2010); El cielo de Lucy (2012); Polonio espía detrás del cortinado (2016); El recurso de la noche (2020).  Estas últimas en la Colección Novela Viva de la Editorial Letra Viva. En el año 2018 publica Demonios en Jeppener (Editores Argentinos, 2018). Es miembro de Centro de Lecturas: Debate y Transmisión.

*Imagen de portada: Antonio Berni. Serie Juanito Laguna.

mayo 2023 | Revista El Cocodrilo

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