PIEDRAS AL SOL, POR ESTEBAN MICHEL

por El Cocodrilo

Cuento premiado en el Certamen Literario Provincial “Entre Orillas” 2021


—Si me quedo loco me voy a olvidar de todo menos de esto —repetía Julián a los pocos días de aquella tarde. Sonaba exagerado pero tenía algo de razón.

Fue el que peor terminó de Los Cuatro o, mejor dicho, el único que terminó mal. La última vez que lo vi volvía del psiquiatra y me dijo que nuevamente le habían subido la medicación, que estaba pasando por una recaída. Abrazarlo fue lo peor, parecía un fantasma enfermo, cansado. Un fantasma con gripe.

—No se le tiran piedras al sol—me dijo.

            Esta mañana me sorprendió un recuerdo de facebook. Supongo que los anteriores 10 de noviembre, por alguna casualidad, no habré entrado al face, porque es la primera vez que veo esta foto sugerida como recuerdo. Ya son doce años desde que el Chino la subió y nos etiquetó a todos. No me doy cuenta si doce años es mucho tiempo o no. Lo cierto es que en la foto aparecemos muy distintos. Estamos Los Cuatro sobre un camino de tierra, abrazados por los hombros como jugadores de fútbol. De fondo, un monte cualquiera y, más al fondo todavía, un pedazo de río y una puntita de Uruguay. Para que saliéramos todos apoyamos la cámara en la horqueta de un árbol y la imagen salió chueca.

            Esa tarde habíamos tenido una sola hora de clase. Era nuestro último año de secundaria y hacía calor. Fuimos a la plaza de atrás de la escuela y el Chino insistió con ir al parque, decía que tenía algo pero que ahí no podía, que teníamos que ir más lejos. El Chino era el más cheto del grupo, el que conseguía todo y siempre le sobraba un mango.  Algunos pensaban que nos juntábamos con él por interés, pero no pasaba por ahí. Cuando llegamos al parque San Carlos reveló el secreto, dijo que tenía un porro y aclaró que era uno de verdad, flores de primer nivel.

            —Lo trajo mi hermano de allá —dijo señalando a Salto—. Los uruguayos están que la legalizan.

           Decidimos buscar un lugar donde no hubiera gente. Fuimos para el lado del río y nos metimos por un caminito que se desprendía de una de las calles del parque. Fue ahí donde sacamos la foto y donde íbamos a fumar el porro, pero Fito insistió en que teníamos que alejarnos más y, de ser posible, escondernos en el monte.  Era insoportablemente perseguido y si nosotros sufríamos por tener que soportarlo, él habrá sufrido el doble por ser así. Siempre terminábamos por consentirlo y eso lo ponía triste. De no haber sido porque era el mejor amigo de Julián, que a su vez era algo así como el líder del grupo, el Chino y yo lo hubiéramos mandado a la mierda.

            Fue así que caminamos más de lo necesario, para seguridad de Fito que, como si fuera poco, rengueaba por un esguince en el tobillo.

            —Bueno, ya está —dijo el Chino y se calzó el porro en la boca, impaciente. A Fito no le gustó nada pero guardó silencio.

            —Dame que pruebo yo —le dije al Chino al ver se rompía los dedos con el encendedor sin lograr la llama.

            El camino se iba para la derecha en una comba de casi noventa grados. Más allá de la curva no se veía nada porque los árboles del monte nos tapaban la visión. Con el Chino quedamos atrás porque íbamos peleando con el fuego. Julián y Fito se adelantaron y se perdieron tras la curva. Ni bien doblaron, pegaron un grito. Hubo un ruido, como si algo se desenfundara. Una patota de pájaros nos pasó volando apenas por encima de nuestras cabezas. El follaje vacío de los árboles quedó temblando por un instante.

            El tipo estaba desparramado sobre el ripio, con las piernas enredadas en una bicicleta negra. Le gritamos de lejos, estábamos a unos veinte o treinta metros. Nadie dijo nada pero todos pensamos lo mismo, que estaba muerto. Habíamos encontrado un muerto. Un fiambre de verdad, con todas las letras.

            El que se acercó primero fui yo y me sentí el menos cagón del mundo. Lo miré de todos lados, buscándole la vida.

            —¡Está re muerto! —sentencié.

            Julián cortó una rama y se vino para donde estaba yo. Los otros dos lo siguieron.

            Lo tanteó con el palo, que capaz estaba vivo, decía y lo punteaba con cuidado.

            —Te digo que está muerto, se lo podés meter en el culo y no se va a mover, boludo —le dije medio enojado porque me estaba poniendo nervioso.

            Lo estaba por putear de nuevo pero habló.

            —Lo mataron —dijo—. Me parece que lo mataron.

            Nunca lo había visto tan concentrado. Seguí la trayectoria del palo desde su mano hasta el muerto. Con la punta de la rama le corrió el casco que, aparentemente, el tipo llevaba desatado. Por encima de la sien izquierda estaba la herida que, al tratarse de un pelado, se veía con lujo y detalle.

            Se me cruzó que podía haber muerto por otra cosa, un paro, por ejemplo. O un acv. Y que al caer se dio en la cabeza. A simple vista no me pareció una herida grave. Tampoco había mucha sangre, al punto que ni siquiera me había dado cuenta yo, que fui el primero en acercarse al cadáver.

            —Este se desmayó andando y se rompió la cabeza —dijo el Chino, más o menos en la misma sintonía que yo.

            —Pero si tiene casco —soltó Fito, le temblaba la voz.

            El casco estaba sano, no tenía ningún golpe que indicara una caída. Me di cuenta que Julián observaba lo mismo. Era difícil de explicar en el momento, pero de a poco empecé a entender de dónde venía la sospecha que manejaba Julián. Si el tipo llevaba el casco puesto al momento de caer, la herida no hubiera estado por debajo de esa caparazón de plástico. Por otro lado, si iba con el casco sin atar y se le había salido al caer, ¿cómo se explicaba que haya estado ahí, bien puesto sobre su cabeza?

            —No sé —dijo Julián—. Hay que llamar a alguien, ¿nadie tiene crédito?

            Ninguno tenía y no se trataba de una casualidad. Nunca nadie tenía crédito con esos celulares. De todas maneras, cada uno probó llamar.

            —Vamos un pique y avisamos —resolvió el Chino.

            Fito empezó a desesperarse, que él no podía correr, que el tobillo y no sé qué más. Se le quebraba la voz por el solo hecho de imaginarse yendo último.

            —Que vaya uno solo —propuso Fito. Más que una propuesta fue una súplica.

            El Chino y Julian se miraron para ver quién arrancaba. De mí ni se acordaron, supongo que por ser el más gordo.

            —Andá vos —terminó diciendo Julián—. La comisaría que está más cerca queda…

            —Ya sé donde queda, boludo —interrumpió el Chino mientras se ataba los cordones.

            —Andá rápido en serio —le dije.

            Entonces me nació la peor idea de todas o, al menos, la primera de todas. Al igual que a mí, a todos les pareció una genialidad.

            —Por qué mejor no vas en bici —sugerí.

            Daba risa ver cómo las ruedas finitas se manejaban en lo primitivo de aquel ripio. Ahí caímos en que era una bicicleta de ruta, ¿qué hacía ahí en el medio del monte? Daba risa, pero nadie se reía.

            El Chino desapareció tras la curva y quedamos los tres a la espera. O los cuatro, contando al muerto. Tuve un miedo absurdo pero en ese momento me pareció que tenía todo el sentido del mundo: el Chino doblaría, esta vez para la izquierda, y los árboles y matorrales nos taparían la visión. Entonces, al llegar a la curva, encontraríamos al Chino tirado sobre el camino, tan muerto como el dueño de la bicicleta. Corrí hasta esa suerte de esquina y vi que el Chino se alejaba en la bici. No iba para nada rápido, pero estaba vivo y eso me pareció suficiente.

            Solo quedaba esperar. Lo más difícil era aguantar a Fito que, cagado en las patas como estaba, no paraba de caminar en círculos y decir pelotudeces.

            Julián observaba todo con calma. Miraba para un lado y para el otro, intentando deducir lo que había pasado con el ciclista, de dónde venían las huellas, si había rastro de alguien más. Uno diría que estaba jugando al detective pero, dada la ocasión, un poco lo era.

           Por mi parte no hacía nada. No quería mirar mucho al muerto porque me había empezado a sentir mal. Apoyé el culo en un tronco medio podrido y cerré los ojos pero me mareé enseguida. Me propuse mirar hacia abajo mientras escarbaba la tierra con un palo para distraerme. Si en un principio mostré coraje y nervios de acero, con el paso del tiempo fui ganando miedo y torpeza.

           —¿Y ésto? —gritó Fito y miré para donde no quería mirar.

           Era una piedra grande, del tamaño de un pomelo.

           —La encontré acá —dijo señalando el pastizal al tiempo que sopesaba la desgracia con la mano.

            La punta más filosa estaba manchada con sangre.

           —¡Cómo vas a agarrar eso! —exclamé—. ¡Ahora tiene tus huellas!

           Fito pegó un grito de esos que salen para adentro y soltó la piedra como si quemara. Entonces escuchamos una sirena. Corrí hasta la curva y vi las camionetas de la policía, parecía que venían escapando de una polvoreda sobrenatural.

           —¡Ahí viene la cana! —avisé, aunque ya era evidente.

           Fito juntó la piedra, apuntó para el monte y la tiró tan lejos como pudo. Terminó cayéndose él mismo por la inercia del pánico, por haber usado más fuerza de la que su cuerpo escuálido podía soportar en pie.

           La piedra se elevó por encima de los árboles. Seguí la trayectoria hasta que pasó por el sol. No la vi caer, fue como si se la hubiera tragado el destello de todos los días. Fito, el boludo de Fito, había deshecho la evidencia metiendo la piedra en el sol.

           Llegaron las camionetas de la policía a todo lo que da y casi chocan entre sí cuando la de adelante frenó de golpe. Con los canas venía el Chino y ni bien aterrizó se vino con nosotros.

            Un policía de apellido Casañas nos preguntó si cuando habíamos llegado el tipo estaba vivo, si había alguien más, si habíamos escuchado o visto algo. El Chino se encargó de responder todas las preguntas que repetían una y otra vez como si fuéramos un par de retrasados. El Chino no sabía nada de la piedra, por eso no tuvo que mentir en ningún momento.

            Al rato cayeron cuatro efectivos más en un par motos. Nos volvieron a hacer las mismas preguntas con algunos agregados: que qué hacíamos ahí, que a qué escuela íbamos, que si éramos solo nosotros cuatro.

            —¿No encontraron nada raro? —preguntaron por último.

            Fito se desmayó en el acto. Por suerte yo estaba al lado y pude agarrarlo antes de que cayera.

            Los días que siguieron fueron bastante movidos. Tuvimos que ir a la jefatura varias veces y decir todo lo que habíamos visto, que es lo que ya conté, excepto la parte de la piedra. Otra vez las mismas preguntas y así durante un par de días. Como era de esperarse, no solo la policía quería saber con lujo y detalle lo que había sucedido, también nuestros amigos, compañeros y profesores nos rompían las bolas.

            Dos o tres días después del Caso del ciclista, que así lo llamó la prensa local, la ciudad volvió a sacudirse por la desaparición de una mujer. Se llamaba Laura, tenía cuarenta y largos y era madre de dos hijos.

           —Salió a caminar —decían sus familiares  y daban la descripción de cómo iba vestida.

            A la semana fue encontrada en medio del monte, cerca del río, a unos cincuenta metros del ciclista. La encontró un pescador que andaba por la zona con su perro. El animal se metió entre los matorrales y cuando su dueño lo fue a buscar lo encontró mordiendo el cadáver.

            La autopsia reveló que había muerto de manera inmediata por un golpe en la parte superior de la cabeza. La herida coincidía en su totalidad con la del muerto que nosotros habíamos encontrado, lo que avivó la teoría de un mismo asesino que andaba suelto.

            Lo que siguió fue un carnaval de operativos, rastrillajes y detenciones un tanto arbitrarias que duraron unas semanas. Para nosotros cuatro fue otro dolor de huevos en cuanto a declaraciones y preguntas de parte de el personal que está investigando los hechos.

            No faltó la versión que nos acusaba a nosotros como autores de las dos muertes. Una publicación que anduvo dando vueltas por facebook nos llamaba Los asesinos de la siesta. Obviamente, duró lo que un pedo en el aire, la gente se olvidó rápido de nosotros y de los dos muertos. A la justicia y a la policía le duró más tiempo el interés pero terminaron dejándonos en paz. Nunca pudieron encontrar ninguna evidencia ni el famoso arma homicida.

            Los primeros años después de haber terminado la escuela seguimos en contacto. El Chino y Fito se fueron a estudiar, uno a Rosario y el otro a La Plata. Julián y yo nos juntábamos seguido, al menos una vez por semana. No le gustaba hablar de aquella tarde. Se ponía incómodo y me decía que su problema era que recordaba todo. Yo no entendía bien qué quería decir con eso, pero siempre tuve la sospecha de que le pasaba algo más.

            Con el tiempo nos fuimos separando, supongo que por necesidad. Fito vive en el sur, creo que en Chubut. Nunca aceptó mis solicitudes de amistad. Al Chino lo veo cada tanto, me parece que vivimos en el mismo barrio. Nos saludamos bien, pero no hablamos de nada.

            Julián me escribió ayer y quedamos en que esta noche viene a casa. Dijo que quería darme algo y que otra vez había tirado piedras al sol.

Cuento publicado anteriormente en Autores de Concordia, en 2021.

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Acuarela: Mariano Zampar. Instagram: @mariano.zz

Esteban Michel (1993) nació en Concordia, Entre Ríos. En 2014 publicó el libro de cuentos En las alas subyacentes, editado de manera artesanal. En 2017, compiló junto a Gimena Barboza Dri y Fernando Belottini la antología “Autores de  de Concordia” y obtuvo el Primer Premio en Cuento Breve en el concurso “Gervasio Méndez”, organizado por Gente de Letras de Gualeguaychú. En 2020, obtuvo el Primer Premio en Cuento Corto para Adultos en el “V Certamen Provincial Alfredo Veiravé”, organizado por la Dirección de Cultura de Gualeguay. En 2021, fue uno de los ganadores, en género cuento, del Concurso Literario Provincial “Entre Orillas”, organizado por la Municipalidad de Paraná y de Concepción del Uruguay.

julio 2022 | Revista El Cocodrilo

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