PRESENCIA, POR CARLOS SURGHI

por El Cocodrilo

Cuando escribo las cosas vuelven a estar delante de mí. Es una extraña evidencia ante la que no tengo otra reacción más que de entrega, creencia y sumisión —como ocurre ahora, mientras escribo esto. Así lo que ha acontecido vuelve a ser lo que es, pero en el empuje de las palabras; es decir, en una segunda vez de lo acontecido que, en realidad, es su primera vez como discurso. Gran parte de lo que ocurre cuando se escribe tiene justificación entonces por su carácter de manía. Uno no busca comunicar nada, no interesa ni la composición ni la forma; uno solo busca ser quien es en lo único que sabe hacer. Por eso escribir es hacer; después se es lo que se es, pero antes, se es en función de lo que se escribe. 

Por ejemplo, sé que no soy pintor porque hasta el momento lo único que he hecho es emplear cientos de caracteres que responden a un orden de la combinatoria más arbitraria. Como escribo esto en el estudio de mi casa, si pienso en una “casa” vienen a mi c / a / s / a, del mismo modo que si pensara en una “nube”, la que vería si me acercara a la ventana, ésta vendría a mí como su contraseña delatora  n / u / b / e; al fin y al cabo, como detrás de ello no hay nada, uno puede poner eso que cree que es una casa o una nube —o mejor, una-casa-en-las-nubes— en cualquier lugar de la página. Aclaro que, si la casa es grande o pequeña, si tiene jardín o una hamaca en el patio, si alguien vive en ella o si está deshabitada, poco importa —aun cuando sea yo quien vive en ella; ya demasiado pedimos con que a eso dicho lo entendamos en su sentido más general. Tal vez si dejara esto de lado —lo que veo en el cielo cuando levanto la cabeza, o lo que me protege de la intemperie porque ahora, afuera, llueve— y comenzara con la composición de un paisaje o una naturaleza muerta —por ejemplo, este florero que de repente llega a mi lado, y que antes no estaba, que ha llegado súbitamente, y que reclama ser pintado, porque se sabe a sí mismo un objeto de ornamento que debe estar sobre una mesa, y no afuera, debajo de la lluvia, con flores de un jardín que no sabemos si la casa tiene o no— de seguro dejaría de ser lo que era  para ser lo que estoy haciendo y que me hace ser, mientras pinto, el pintor de ese florero que apareció de repente. Por lo cual, en el arte —usemos esa palabra si se nos permite— no es tanto el poder de eficacia lo que define a una voluntad, sino el deseo que disimula a la manía.

Katherin Mansfield fue vista por sus amigos o bien como un mono o bien como un gato, el problema es que quienes la vieron como uno u otro animal, no se dieran cuenta de que ser como tal o cual era su único modo de llevar adelante su inquietud: escribir sin ser vista, pero estando ahí. A mí me gusta pensarme como una araña. Entre palabra y palabra la red de lo que escribo cubre el vacío que ha quedado entre lo que fue y lo que ahora es. Tal vez porque del mismo modo que la araña tiene a su presa por delante cuando viene por aquello que la suerte le ha dejado, uno tiene ante sí, en la tensión de esos frágiles hilos, el resultado de su trabajo que atiende a cada nudo, a la figura de la transparencia flotando en el aire que atrapa cuanto por delante de ella pasa. Pero escribir es más que la virtud de cuatro pares de ojos como en las arañas cazadoras. Escribir es concentrarse en un tipo de atención que participa y se sustrae del ritmo que envuelve a las cosas. El problema es que esa agudeza sensorial, esa participación elegante en el mundo, la hemos perdido; aunque sabemos que existe, porque la vemos en la concentración de los niños, esos caballeros de la manía que representan la última forma de la aristocracia. 

Mi hijo pone en práctica tal agudeza sensorial en la cotidianeidad de sus juegos. Él es el gato, el mono y la araña de su presente absoluto. Cuando Alessio con sus dos años y medio se concentra en algo adquiere dos virtudes, la primera es la de ignorarnos, lo que otros llamarían el desarrollo de su autonomía; y la segunda es la que yo definiría como su imperturbabilidad enigmática, una fuerza que lo une a los objetos de tal modo que pareciera plegarse a ellos. Es lo que hace que, al jugar con sus autitos, justamente se elimine cualquier tipo de segmentación; antes que una pequeña mano y un camioncito rodando por todas las superficies de la casa, lo que vemos es el deslizarse de un jugar como el sonar de una música. He llegado a pensar que un niño que juega ejecuta esa música, si por música entendemos el movimiento que dibuja el enigma sonoro de cuánto nos rodea. Cuerpo, atención y espacio no son entonces más que una sola cosa condensada en el niño que juega, el adentro sin indicación por dónde entrar, el revés de una imagen hecha por los objetos que de esa imagen podríamos describir.  

Pero que las cosas al escribir ya no se resistan se debe tal vez a que, al hacerlo, acumulo frases como mi hijo acumula juguetes. El arte de la acumulación es el arte de los niños, o al menos de los niños que han sobrevivido en el adulto que se niega a despedirlos. Joseph Cornell es ese adulto-niño, el acumulador por antonomasia que siempre viene a mi cabeza. ¿Quién al ver sus películas no ve en ellas los restos que irradian alrededor de una idea la cual tiene un protagonismo superior al de cualquier concepto? Una poeta amiga que le dedicó un extraño libro dijo que esas imágenes trabajadas en el subsuelo de su edificio en la avenida Utopía, eran “tinglados visuales” para vivir amparados a la intemperie. Para mí el hallazgo retórico se aplica mejor a sus cajas, verdaderos cuartos de juego, habitaciones de niños adonde se monta el drama de sus voces, como ya lo escuchar Louis-René des Forêts. Cornell es por cierto el encapsulador de secretos, el artista que quiso conservar las escenas de juego en esas cajitas. Detrás del cristal, en la distribución de esos objetos kitsch-trash, la imperturbabilidad enigmática aún puede sentirse. Los retablos de Cornell tienen algo de entretenimiento barato, circo de pulgas, un museo de la edad de la representación hilada por baratijas en la constelación de un laberinto; lo que solo puede pagarse con unas pocas monedas, o en su defecto, con botones, la moneda de los niños. 

Entre esas cajitas y mi presente de los últimos días hay un vínculo que ni siquiera podría llamar estrecho. Por ejemplo, hoy por la mañana vi a mi hijo desenredar por toda la casa una madeja de lana. Lo que comenzó en el living se desplegó hacia la cocina y siguió hasta el patio. A su paso autos, muñecos, bloques para encastrar y crayones se enredaban en una especie de red mágica, un collar de tesoros. Al final, el pequeño ovillo olvidado entre las flores del jardín era llamado desde los ventanales. “Hilo, vení. Etá fío afuera”. Absorto, me detuve y pensé. Si contar algo era ese ovillo, si darles a las palabras la proximidad enigmática de lo que no sabemos cómo se acumula era ese mapa de presencias reales desplegado ante mis narices; pues bien, la lección del maestro estaba cumplida. La enigmática caja tenía ya la dimensión de lo real; y vivíamos en ella.

Escribo porque al hacerlo no hay fin alguno desde que sé que en todo hay un secreto que habla a la imperturbabilidad enigmática de mi hijo, la que seguramente desaparecerá con el tiempo. Acaso lo que en él sean restos en su memoria, para mí ‒que lo miraré desde la noche cuando me encuentre con mi propio niño‒ sean tesoros, piezas hechas de palabras, el juguete secreto por guardar que Charles Simic atrapara en un poema que dice así: “Tomemos la cara dormida de un niño desconocido, sus ojos semiabiertos y su boca. Todo en su mundo es un secreto, y los juegos son aún el juego del amor, el juego de las escondidas, y el juego frío de la soledad. En un cuarto secreto de una casa secreta, su juguete secreto escucha en calma su propia quietud”. De mi infancia, viendo ahora a mi hijo y su ovillo-relato, quedó la escritura como juguete-secreto. Acaso por eso la despliego por estos días al azar de acumular con ella frases, gestos; los restos de un espejo trizado que, sin embargo, mi hijo levanta para sí en algún momento de la siesta; y con los cuales, me encandila. 

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Carlos Surghi nació un 9 de agosto de 1979, es poeta, ensayista y crítico literario. Ha publicado Mujeres enamoradas (2006), Regalo de bodas (2007), Villa Olímpica (2013), Lecciones de romanticismo alemán (2018) y los libros de ensayo Abisinia Exibar (tres ensayos sobre Néstor Perlongher) (2009), Los nombres del fantasma (2010), Batallas secretas (ensayos sobre la ausencia de la literatura) (2012), La experiencia imposible. Blanchot y la obra literaria (2012), Orientaciones invisibles (ensayos sobre el paisaje) (2016) y La aventura negativa (2021). Formó parte de la revista El banquete. Da clases de literatura en la Universidad Nacional de Córdoba y es Investigador del CONICET.

septiembre 2022 | Revista El Cocodrilo

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