Un sábado a comienzos de 2012 me subí a la moto en Guadalupe, pasé a buscar a Aníbal por Barrio Roma y fuimos hasta Santoto, donde quedaba la casa del Fer. Vivía cerca del predio del ejército y, aunque muchos de sus amigos lo visitaban a menudo, siempre se quejaba de que no fuera con la frecuencia que él deseaba. Por esa razón había alquilado junto a unas amigas una vieja casona en el barrio sur de Santa Fe, donde estableció por un tiempo su base de operaciones. Yo solía llegarme hasta allí para participar de su taller, que era personalizado o casi: rara vez me tocaba trabajar junto a otro tallerista.
Con Aníbal nos habíamos conocido a través de él. Insistía en que pegaríamos onda porque los dos éramos músicos y porque escribíamos cuentos sobre chicas. No recuerdo cuándo fue la primera vez que nos vimos, dónde fue que el Fer nos presentó o si tal vez eso nunca sucedió y simplemente nos reconocimos en algún recital según nuestras fotos de Facebook y por las famas que nuestro intermediario nos había hecho.
Para que se hagan una idea: además de músico Aníbal es licenciado en matemáticas, por entonces había escrito un cuento desopilante llamado La fiesta del ventilador, a la que todos los personajes estaban obligados a asistir con su ventilador favorito. Para mí era un genio de la ciencia y de la literatura absurda, el profesor Neurus con sus enormes anteojos culo de botella pero buen tipo, el prototipo del científico nerd pero con onda. Llevaba siempre el pelo revuelto, camisas de jean desabrochadas o camperas gastadas de Adidas y pantalones rotos. También era el bajista de Salvador Bachiller, el proyecto musical de Fernando. Cuando se subió a la moto con las terminales nerviosas sobre estimuladas, y, mucho más, mientras cruzábamos el puente que nos dejaría en Santo Tomé, se abrazó a mí como un niño aterrado que viajaba por primera vez en un jet por encima de las nubes.
Aterrizamos en el motopuerto del Fer sanos y salvos. Nos recibió con el mate en la mano, en cuero, bermudas de jean y ojotas, y también con sus enormes anteojos de intelectual. El Fer era eso: un intelectual con metodología punk que andaba todo el día seduciendo varones y mujeres por igual, chupando indistintamente porrón o mate y escupiendo verdades sin piedad en la cara de señoras y señores. No nos ofreció ni un vaso de agua y nos condujo hasta la habitación donde tenía la biblioteca y la computadora. Tampoco nos ofreció sillas. Enseguida se despachó diciendo que nos iba a leer un cuento que nos haría parar la pija. Así lo dijo, textual: ahora les voy a hacer parar la pija.
El relato comenzaba presentando a un adolescente recién bañado y perfumado haciendo cola en el almacén donde sus vecinos, también recién bañados, compraban las cervezas y los fiambres que devorarían en el tradicional rito litoraleño de cenar en las veredas. Pero el pibe no busca comida. Busca un vino para llevar a una juntada con sus amigos en alguna plaza del centro. Sucede que antes de llegar a “la casa de la abuela”, “Gustavito” va a perderse cual Caperucita en el bosque, donde tendrá su inesperado debut sexual con el lobo. Debut que por ser gay, al menos para la generación a la que pertenece este chico, será sórdido y marginal.
La lectura continuó rítmica, vertiginosa, plagada de matices y descripciones eróticas tan precisas como inquietantes, Fer desviaba la mirada de la pantalla de cuando en cuando sólo para constatar alguna posible modificación en el volúmen de nuestras braguetas. Seguimos ahí, parados, inmóviles, encadenados a su show y sometidos al despiadado escrutamiento de nuestros penes hasta que llegamos al final del relato sospechando que el tal Gustavito no podía ser otro que él.
—¿Y? ¿Se les paró, eh? ¿Se les paró?
Aníbal y yo nos vimos forzados a confesar que no, no porque al cuento le faltara la atracción suficiente como para lograrlo, sino porque éramos varones concientes de que nuestros penes no siempre funcionaban a demanda y porque más bien estábamos cautivados por algo tan sugerente como el relato: la escena en la que caprichosamente nos había emboscado nuestro amigo lobito. Decepcionado, Fer no dejó mucho lugar para que le diéramos nuestras opiniones:
—Si no se les paró la pija, me importa poco y nada lo que piensen.
Volvimos a reírnos, ahora los tres, y nos fuimos al living a tomar mate y a tocar en la guitarra canciones nuestras y de Jorge Serrano. Después se hizo de noche, y Aníbal y yo tuvimos que irnos porque el dueño de casa tenía que ocuparse de otros asuntos. Hasta aquí la anécdota. Lo que sigue es el jugo.
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La referencia a Caperucita no es nada casual, como tampoco debe ser casual que Fer haya decidido titular el cuento en diminutivo, como una versión masculina de Caperucita. La fábula era una referencia que usaba con frecuencia en sus talleres, al menos para quienes además de poesía ensayábamos la escritura narrativa. Todavía tengo los sesos machacados por sus permanentes referencias a los formalistas rusos que osaron descomponer la fábula en elementos narrativos y en los cuales encontraron ciertas constantes universales de la narración. Fer tomaba a Caperucita roja como modelo, y esa estructura subyace en el relato Gustavito. El chico va al almacén con el encargo de comprar un vino que deberá llevar hasta el centro, donde lo esperan sus amigos. Pero en el camino va a aparecer el lobo, y juntos se perderán en el bosque del sexo. Sobra todavía una prueba: quienes hurguen en su poemario Al rayo del sol, encontrarán un poema dedicado a José Sbarra, donde el lobo en este caso es un policía, casi con seguridad el que persigue constantemente a Marc, la sucia rata, novela cumbre del autor a quien está dedicado el poema.
En Gustavito, las minuciosas descripciones del erotismo gay no pueden menos que excitar, provocar o incomodar, pero en ningún caso resultará posible que el lector salga ileso. Fer calzaba con precisión maradoniana el adjetivo a los pies del sustantivo. El resultado era un golazo poético que, más que describir o representar, expandía la escena en intensidad. No era de los que andan machacando con el asunto del menos es más ni retrocedía ante lo incorrecto o lo incómodo. El sensualismo fue uno de los pilares de su escritura y, el cuento cuya primera lectura tuve el privilegio de escuchar, es una buena muestra de su talento.
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Les decía que por entonces yo tallereaba con Fer. ¿Pero qué es un taller? ¿Qué es lo que hace un coordinador además de fijar día y hora para un encuentro en donde un grupo de escritores en formación se reúnen a corregir sus textos y a conversar sobre literatura? El caso del Fer, en este sentido, es atípico. El espacio que él proponía no era burocrático, no podía pensarse por fuera de la vida, no era un tiempo solemne arrancado del devenir, no era un momento donde la particular emoción del día quedase por fuera ni era una proveeduría de técnicas o consignas de escritura. Se llamaba Flogisto en alusión a una vieja teoría que pretendía explicar el motivo por el cual los objetos ardían. El flogisto era el elemento necesario para que la combustión sucediera. Una teoría descartada por la ciencia que, sin embargo, un poeta entrerriano radicado en Santa Fe rescató del olvido para encender el fuego de buena parte de la poesía contemporánea del litoral.
Porque andá a encontrarlo, al Fer, en condiciones psicofísicas óptimas para el dictado de un taller tradicional. Cuando llegabas podía estar llorando o recitando poemas a la calle desde el balcón, o activado en su peor modo mala leche. Mi taller con él, en el caso de derivar en caminatas por los laterales del centro o en registros fílmicos del ambiente, continuaba en ausencia vía Facebook o email, o llevándome a casa algo del flogisto pegado en los dedos para que el teclado de mi computadora se prendiera fuego durante la semana. Su estilo era directo y contundente, anárquico pero no sin método, incluía la paradoja, el desafío y la provocación sólo con el objetivo de que en el próximo encuentro trajeras entre manos un texto imperfecto pero verdadero.
¿Y qué era lo verdadero, según él? Un acontecimiento de lenguaje no previsto en los planes de escritura. Algo que el poema o el relato iban a revelarte después de que les hubieras entregado lo mejor de vos. Le encantaba repetir la palabra revelación. Insistía con que el poema tenía que revelarte algo. Estaba convencido de que la poesía podía encontrarse indistintamente en las canciones, en los diálogos de almacén y en la literatura. No creía en la jerarquía establecida por la academia o la tradición: era un sincero demócrata de las palabras. Para tallerear con él había que estar dispuesto a hundirse hasta el cogote en el barro de lo incorrecto, a meter la nariz en lo escatológico y en lo sublime, en la violencia más cruda y en la más cálida ternura. Enseñaba cantando las canciones que lo emocionaban y, al emocionarse, contagiaba. No el gusto por lo mismo, sino una forma de disposición y sensibilidad para la poesía.
Todavía recuerdo su primera lección. Fue una llamada telefónica en la que me entrevistó para ver si calificaba para convertirme en alumno suyo.
—Qué estás escuchando —preguntó.
—La discografía completa de Miguel Abuelo.
—Bien. Qué estás leyendo.
—La poesía de Alejandra Pizarnik.
—Okey. Muy bien. Te acepto como alumno. Pero oíme una cosa: seguí con Miguel. La Ale es una genia, pero su poesía formula una agonía de la palabra. No es lo mejor para alguien que está queriendo empezar a escribir. Miguel es más luminoso. Holderlin para las masas.
En nuestro primer encuentro la admisión continuó de modo inverso. Me dijo que su método se inspiraba en la tradición budista y que, si él me había aceptado como discípulo, todavía faltaba que yo lo aceptara como maestro:
—No podés hacer un taller con alguien cuya escritura no te gusta. Yo no quiero ser tu profesor de taller, yo quiero ser tu maestro.
En el acto se despachó a leer un cuento de su autoría. No recuerdo el título, pero sí su primera oración: Mi hermano y yo nos robamos un auto. La frase inicial me cautivó, tal vez porque presentaba personajes marginales, de espíritu transgresor; tal vez porque conectó inconcientemente con Robo un auto, deHermética, una de las bandas que marcó mi infancia y a la que le dediqué uno de mis primeros poemas.
Podría hacer una lista de algunas frases o enseñanzas que a lo largo del tiempo me siguen enseñando, pero aquí voy a dejarles sólo una que, en buena medida, reúne y representa a todas las otras.
Es sábado por la tarde. Esta vez el taller se lleva adelante en una mesita con sombrilla de un drugstore cercano a su casa de barrio sur. No tomamos cerveza, sino coca–cola. Sobre la mesa hay un libro de Daniel Durand, otro de Ricardo Zelarayán y otro de Arnaldo Calveyra. Además, Fernando me recomienda leer a Rilke, Borges y Lautremònt. También conversamos sobre Pity Álvarez diciendo que es un capo y le sacamos el cuero a King Crimson. Mientras tanto, Fer saca de adentro de una carpeta una hoja que imprimió exclusivamente para que yo la pegue en la pared de mi pieza. Es una frase de Dylan Thomas que reza: No hay nada más profundo que la piel.
Aquella vez que Aníbal y yo escuchamos la lectura de Gustavito mientras él esperaba que se produjera en nosotros alguna clase de reacción sensual, no fue una broma ni un chiste para pasar el rato. Era la puesta en acto de la convicción con la que Fer encaraba y promovía la escritura: como un acto sensual cuyos efectos debían constatarse en la piel.
No sé qué habrá sido de esa hoja que me regaló, pero ya no importa. La llevo clavada en la sien, impresa en la memoria, y ahora pienso que tal vez debería tatuármela. Sigo tomando coca–cola con él, bajo esa sombrilla, en ese drugstore, aquella tarde.
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*En la foto de portada, Salvador Bachiller en vivo. Fernando Callero y Aníbal Chicco.
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Diego Oddo nació en Santa Fe, en 1983. Es Licenciado en psicología egresado de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (2013). Publicó el poemario El cielo no existe (Corteza Ediciones, 2015). El volumen de cuentos La rutina de las máquinas (Contramar Editora, 2019) la novela Supernova (Contramar Editora, 2021) y el poemario Rewind (Azogue Libros, 2022). Su cuento “La rutina de las máquinas” integra la antología Nuev(e)s. Nueve cuentos de nueve narradores santafesinos contemporáneos (Serapis, 2022).
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septiembre 2022 | Revista El Cocodrilo