ANTES QUE EL VIENTO MUERA, POR MARGARITA BRAUN DE MARCO

por El Cocodrilo

La ventisca en Puolanka nunca es un buen augurio. Aquella ventisca que se lleva el suspiro vespertino de la tarde y lo disuelve dolorosamente en el viento, como si no tuviera piedad hacia esas sensaciones de nostalgia que se despiertan en nosotros, porque las considera ridículamente humanas.

Como trabajo de taxista sobre la región de Puolanka, contemplo la muerte del atardecer casi a diario. A mucha gente le deprime y prefiere quedarse en sus casas, se abstienen en aquella guarida de deprimentes, tenues y casi ensoñadoras luces artificiales que llaman “hogar”, asfixiadas por los sonidos de la televisión, programas de domingo. Sus cuchicheos constantes, su displicencia… Me sofoca el aire denso, síntoma de una angustia patológica que trastorna a la humanidad. Usualmente, eso me deprime más que la crudeza de la noche de la que se esconden. Por eso, yo no le temo a la muerte del atardecer.

A muchos les angustia el sentir la impiedad de la oscuridad, aquella que les susurra al oído que mañana no serán capaces de morir. Otros, presos del hermetismo, son sofocados por la sensación de que deben seguir un fastidioso ritual antes de poder acostarse y descansar de una vez, sin saber siquiera si serán capaces de conciliar el sueño.

La cuestión es la siguiente: Creo que todos odian la muerte de la tarde porque es un augurio de que seguirán viviendo mañana.

Así fue hasta aquella tarde de junio de 1996, llegando al anochecer. Las ramas de los encinos secos se agitaban como si el viento fuese su titiritero. Lentas, retraídas, incluso me atrevería a decir que precavidas. A veces, se desplegaban débiles sobre las nubes consumidas por la falta de brillo, asesinadas cruelmente por la puesta del sol. Pero ese día, el cielo estuvo distinto. Los nubarrones casi muertos que descansaban sobre él se iluminaban por primera vez de un amarillento vívido que nacía por sobre los largos pastizales.

El horizonte se teñía ahora de una agradable aura violeta que, con su halo, daba una sensación inédita de nostalgia. La última vez que lo había visto de ese color todavía era un niño. Y pensé en el recuerdo, arma mortífera que nosotros mismos construimos. Casi como si dentro de nuestra anatomía se hubiera planteado, muy en el fondo, nuestro propio suicidio. Una herramienta que un Dios, si es que existe, hubiera sembrado como un germen en lo más recóndito de nuestro abismo, siendo una condición patológica. No como una idea, no como un suceso, sino como una condición que tiene que suceder. Algo natural para subsistir.

Aquel azul que se aparecía cuando mi abuela me arropaba para las siestas a la tarde. Aquel azul muerto, que solo podía sentirse con el olfato y el suspiro de la ventisca, me hacía preguntarme si mi vida había culminado y solamente conducía en una recesión eterna de mis memorias, quizá el paraíso, donde me deleitaba con las pocas reminiscencias que se podrían llamar “felices” de mi infancia.

—¡Taxi! —escuché un alarido sobre el descampado, que casi fue enterrado por el aullido del viento y que me despertó de mi ensoñación excesiva.

Sonó así, como un susurro, y creo que fue mi sexto sentido lo que me hizo parar el auto. 

Giré la cabeza y contemplé una silueta que caminaba lentamente hacia mí por el horizonte llano del descampado, saliendo por detrás de aquellos pocos pinos que por crueldad de la naturaleza nacieron en aquel frívolo desierto.

Era un joven que, calculé, estaba en sus tempranos 19 años. Aún prevalece en mí la imagen de su rostro chato y cuadrado, de cabellos cortos, rubios como el trigo, y su piel blanca, casi amarillenta, como si fuera parte de la naturaleza. Esbozaba una pequeña sonrisa con unos labios secos y desgastados. Algo que quedó impregnado en mi memoria eran sus ojos cristalinos como el agua más pura. Caminaba sobre aquel césped descuidado y grisáceo con movimientos desganados, como si cargara una mochila muy pesada que corroía el equilibrio de su cuerpo. De un lado a otro se tambaleaba, soltando bocanadas de aire, aferrándose a la vida para llegar hasta mí. Recuerdo su chaqueta verde militar, cubierta de rastros de barro seco y flores desgarradas. Era de la milicia del ejército finés, que databa de los años 70.  Parecía más un recuerdo y, por su deplorable estado, lo único que poseía. 

Yo solo lo miraba, parado, con las manos en el volante. Dejé que mi única señal de vida fuera el movimiento de mis cabellos llevados por la brisa. Me preguntaba cómo se sentiría ser el único humano a pie en aquel campo tan desolado y anodino.

Acercó su cara hacia la ventanilla y esbozó una sonrisa dejando relucir los hoyuelos entre sus mejillas, una forma críptica de preguntarme si podía subir. Asentí, escéptico, con el rostro endurecido.

—¿Dónde va? —pregunté con voz ronca, dura. Ni siquiera ajusté el espejo para mirarlo a los ojos. 

—Hacia el lago Puolanka Jarvi —respondió él, y subió. Su voz risueña parecía más despierta de lo que estaba su cuerpo fatigado. Empezó a golpear, inquieto, las manos contra sus muslos, como si el viaje se tratara de un juego—. Muchas gracias —se ajustó el cinturón. 

Asentí con la cabeza y prendí el contador. 

En su presencia había algo extraño, las pequeñas bocanadas de respiración que tomaba hacía que todo aquel lugar muerto se sintiera más vivo.

El silencio al que estaba acostumbrado ahora se veía aturdido por sus bocanadas de aire que inundaban el ambiente. Era como si todo lo demás se apagara para darle paso a su ínfima existencia.

Pude notar que desde atrás el cielo comenzó a teñirse de un gris intenso. Puse el espejo apuntando hacia los ojos del joven, y pude ver cómo escéptico contemplaba aquella ventana repleta de motas de polvo, como un niño perdido en su vasto mundo interno. Contemplé un poco más cómo una parte del horizonte se tornaba de un color naranja muy intenso.

—Creo que quemaron un bosque en la zona por donde vine —dijo mientras clavaba sus celestinos ojos sobre el anaranjado horizonte.

—Por primera vez en años —respondí desconfiado y con un poco de desgano, mirando todavía hacia adelante, perdiendo mis pensamientos en aquella ruta desolada por la que íbamos, envuelta en zonas deforestadas.

—¿Qué? —me preguntó con incredulidad. No había escuchado mis tímidos murmullos.

—Que por primera vez en años —asentí con más fuerza—. Nunca pasa nada.

—¡Ah! —suspiró él, risueño.

—¿Tu nombre? —pregunté, porque me parecía sospechoso que un joven se mostrara con tanta parsimonia ante la abrumadora aparición de un incendio forestal, que como un pequeño infierno devoraba todo lo que había a su alrededor.

—Mi nombre es Petri. Petri Virtanen Vainamoinen. Pero no se preocupe, no estoy perdido. Solo tengo que llegar hasta el río, es lejos para ir caminando.

—¿Te escapaste del incendio?

—No señor, yo no tengo la necesidad de escapar.

Me quedé callado ante este comentario. No le había encontrado sentido, pero estaba demasiado preocupado en hilar la ruta como para prestar atención a sus divagaciones.

  —¿Usted se siente como congelado sobre estos pastizales? —me preguntó, manteniendo su sonrisa con los ojos achinados.

—Frío, vacío, endurecido —respondí, entendiendo perfectamente a lo que se refería—. En la radio ya no hay historias, solo advertencias sobre las tormentas de nieve. Es gracioso cómo la naturaleza parece querer matar, en todas las oportunidades, nuestro espíritu. Te hace preguntar si no somos más que el error de una catástrofe aún más grande. O simplemente la vida es un error que debe celebrarse. No sé.

Cuando me di cuenta, ya estaba hablando demasiado. Después de esta afirmación, di una brusca vuelta sobre una de las avenidas.

—De niño, amaba que me contaran cuentos, historias… —Petri con la mano cubriendo su boca, divagaba para sí mismo—. Pero nadie tenía la vida para contarlas, para que se le ocurrieran. Entonces lo acepté. Y concluí que no necesitaba de los cuentos para poder escapar lejos de todo. La poca voluntad de las personas es difícil de afrontar. A veces la realidad ya es demasiado dura, es suficiente para que uno pueda dispersarse en cosas efímeras. Hasta un punto en el que uno ve un pequeño granito de arena, y ya puede perderse en eso. Por días, e incluso años.

Esto me hizo sentir un poco de pena, incluso me compadecí de él. Alguien que no leyó nunca un libro, nunca tuvo la oportunidad de escapar de la impía realidad. Y podía transformarse en un ser ausente de sentido, vividor de sus primeras memorias, como yo.

—Mi madre… —contesté con la mirada firme, porque sus últimas palabras me habían hecho pensar y me pausé un segundo para sumirme en el recuerdo—. Mi madre solía contarme historias cuando descansaba sobre la cuna al aire libre, sobre un jardín de tulipanes blancos. Era hermoso, pero ya no es real. Todo eso ya no existe; ni mi madre, ni los tulipanes, ni el color del cielo. Todas las historias siempre terminan siendo producto de nostalgias, de recuerdos… Es impresionante. Todo lo que nos hace feliz son cosas que ya no existen. A veces pienso que los recuerdos ni siquiera son reales, que solo son deseos de cómo nos hubiera gustado que fueran las cosas. La vida, si lo pienso bien, solamente es una repetición de sucesiones. Movimientos y más movimientos creados por nuestras cabezas para subsistir. Pero son cosas mecánicas, artificiales, porque no nos complace únicamente el hecho de estar vivos. Entonces tenemos que inventar fantasías, y adornar nuestra propia existencia con la magia del pasado. Como si eternamente cumpliéramos una función de poetas para alegrar nuestra miserable vida, lo único que es certero… Dime Petri, ¿Te gustaba contemplar cómo funcionaban los ferrocarriles? ¿Te parecía fabuloso?

Petri asintió, y apoyó sus manos en el asiento con los dedos bien desplegados, como un niño. Se acercó hacia mí y habló con entusiasmo, incluso escupiéndome un poco.

—Sí señor. Me gustaba mirarlos. Pero no porque realmente me generara satisfacción, sino porque era lo único que tenía para mirar. Similar al cielo, no hay caso alguno, no se puede evitar verlo —asintió mirándome fijo, sus ojos cristalinos me apuñalaban desde el espejo retrovisor—. Pero como usted dice, un tren que solo mueve las ruedas pero no se direcciona en ninguna vía no es nada interesante. Lo que hace maravilloso al tren es el paisaje, que es solo una ilusión del movimiento de las vías. La máquina por sí sola, no señor, no es nada más que una máquina. Solamente una máquina. Así quedará por siempre, ¿verdad, señor? ¿Usted piensa que si yo hubiera visto otra cosa además de ferrocarriles, hubiera sido diferente? —dijo esto último riendo, como si hubiera sido algo gracioso.

—¿Diferente? No, ¿por qué? 

—Porque no me hubiera resignado a ver siempre lo mismo —luego hizo una mueca, y guío sus ojos hacia la ventana—. En fin, nada hubiera cambiado. A fin de cuentas, yo seguiría vivo. Y eso es lo único seguro. ¿No es algo muy triste? ¿Únicamente estar seguros de que vivimos?

—Bien, en fin —asentí, recordando la ciudad y su eterna monotonía con toda esta charla sobre ferrocarriles—. Lo comprendiste, creo yo.

Suspiré y pensé que Petri era muy jóven y mis reflexiones podían matarle el ánimo, que parecía tan borroso y templado que se asimilaba al cielo. Ya se veía muy cansado como para tener que lidiar con el peso de mis divagaciones. Así que cerré la boca y guardé silencio.

—No se preocupe. Yo ya venía pensando todo esto. En soledad, pero lo venía pensando —y se atrevía a decirlo como si hubiera adivinado mis pensamientos, manteniendo la sonrisa. Lo contemplé a los ojos, sus mejillas se enrojecían al sentir la brisa—. Estos días, todos están demasiado muertos, incluso como para vivir en las memorias —respondió él con su sonrisa desvanecida, apretando la cabeza contra la ventana. 

Esto último me sorprendió. Usualmente las personas tienden a hablar en base a lo que hace sentir cómodos a los otros. Hasta el punto donde las palabras se vuelven un adorno estético, un trono con almohadones mullidos, en el que el receptor, en función de un santo rey, debe sentirse lo suficientemente cómodo para descansar en él. Al principio, en mi trabajo eso me hervía la sangre. Pero conforme pasó el tiempo, acepté que las palabras ya no importan en lo más mínimo como para esforzarse en metérselas a alguien en la cabeza. Las palabras están muertas, muertas como uno. Solo hay que acomodarlas para aparentar que están vivas y que el otro se sienta satisfecho. 

Pero Petri, Petri nunca me pidió que dejáramos de hablar. Nunca se quejó de que, en este corto trayecto, toquemos los temas que solamente a mí podían incumbirme. Nunca me dijo que no tenía ganas de conversar sobre esto. Nunca metió una excusa de que estaba teniendo un mal día, o que era su cumpleaños y no quería deprimirse, o que estaba apurado como para responder mis divagaciones en afán de no incomodarse por mis palabras. Lo que hacía la presencia de Petri tan alienada, casi fantasmal, una luz inhumana, era el hecho de que escuchaba y respondía. Quizá Petri había sido totalmente tomado por la muerte que portaba el descampado a nuestro alrededor, y ya no tenía la necesidad de proteger sus sentimientos, o su vulnerable ego. Se manifestaba en su rostro pálido, en sus manos blancas como una orquídea marchita, en sus ojos vulnerados por tanta luz. Él simplemente se había resignado. Pero desprendía humanidad con sus suspiros, su voz, su extraña juventud que parecía matarlo de nuevo, una y otra vez.

Habíamos llegado al lago, cuyas aguas se abrían como un abismo que le daba la bienvenida con una tranquila parsimonia. Petri, como Moisés, aplacaba los aires con la última esencia de humanidad que le quedaba. Incluso si su cuerpo físico se deterioraba por las condiciones naturales. Eran evidentes, sus dedos carcomidos por la hipotermia, con algunos moretones negros, ya que no llevaba guantes y se exponía a la crueldad de las condiciones naturales. Sin embargo, Petri aún estiraba sus dedos. Aún lo intentaba. 

Me hizo pensar que no es egoísmo, propio de nuestra especie, el insistir en estar vivos cuando nuestra mente nos condena. Es simplemente un extraño acto de voluntad. Y es por eso que Petri era una gema de la naturaleza.

Lo único que me calmaba era pensar que Petri iría al trabajo, en una de esas fábricas cerca del lago. O se resguardaría en algún refugio pesquero. Nunca pienso en mis pasajeros una vez que se bajan. Simplemente se desvanecen. Se vuelven igual de intrascendentes como el propio paisaje. Transmutan y desaparecen.

Sin embargo, Petri se quedó allí en silencio. Parecía negado a bajarse. Pero fue mi silencio el que le indicó, de forma casi sistemática, que debía irse. Abrió la puerta, y al salir, se agachó de nuevo hacia su asiento para darme el dinero, casi se olvidaba.

—Gracias, este tipo de charlas me gustan mucho. Me animan el día… Sobretodo tardes como estas. Incluso si usted piensa que la gente joven se aburre de charlar con los viejos ¡Ja! Sepa que no es verdad. Si pudiera darle propina, se la daría, señor. Gracias por dejarme hablar, también.

Desganado, agarré el dinero, sentía por un momento que Petri jugaba con lo que le había confesado. Pero todo esto cambió cuando vi su semblante apagarse instantáneamente al sentir la ventisca tocando su rostro. Era como si volver a aquella rutinaria naturaleza lo hubiera matado por dentro. Era genuino. Él no se sentía vivo.

En mí se engendró cierta ternura, encontré un paralelismo con mi juventud, con lo que siempre había sentido. Pero en esta breve conversación yo no podía entenderlo, necesitaba más tiempo. También hubieran sido necesarias, quizá, menos palabras.

Y le dije lo peor que un hombre le puede decir a otro cuando no entendió fundamentalmente lo que se le había dicho:

—Gracias por confiarmelo —murmuré. Y hasta hoy dudo que me haya escuchado.

De repente, se asomó de nuevo.

—Si se pregunta, si se pregunta si estoy insatisfecho con la vida: no lo estoy. Yo estoy muy seguro de ella, y eso siempre me pareció muy triste. 

Abrió la boca como si quisiera terminar de decir algo, pero no llegó a hacerlo. Ni siquiera un adiós. Simplemente, con un movimiento nervioso, levantó la mano y me saludó. Luego desapareció entre los pastizales como un fantasma. Como un aliento débil se desvaneció. 

Me quedé pensando en sus últimas palabras. Se suponía, al menos hasta donde había entendido, que la gente que parecía más triste y angustiada era la que estaba plenamente insatisfecha con su vida, la que no entendía su sentido.

Qué pensamientos absurdos. ¿Por qué yo asumí eso? Empecé a pensar si la certeza del sentido era el descubrimiento más angustiante que podía existir para el hombre. ¿Qué sentido tenía conversar para Petri? ¿De qué sirven los recuerdos si son cosas que están tan lejos de nuestro alcance? Sí, Petri me había iluminado. Petri me había iluminado, y su ausencia había traído oscuridad.

Al otro día, una señora se subió al taxi. Su pelo era rubio encenizado y sus ojos se veían caídos, opacados por el polvo del maquillaje. La contemplé por la ventanilla, y estaba hablando por un teléfono que parecía una caja inquebrantable de ladrillos. El tránsito iba muy lento, y me veía varado, casi acorralado por la voz tosca y chillona de la mujer. Perdido entre su torbellino de palabras, hubo unas que captaron mi atención.

“El tráfico está tosco porque la policía encontró un cuerpo cerca del lago Puolankajärvi. Dicen que ayer en la noche un joven se ahogó en el río… Fue un suicidio. Se sacó la ropa, y esperó a morir. Se llamaba Petri, y era el hijo del ferroviario que había sido teniente en la armada. Ya debe ser la segunda vez que pasa algo así, seguro, el chico era un vago que se mató porque no quiso enfrentarse a las responsabilidades del día a día… ¿Y qué pasa con los que tienen que ir a trabajar? ¿Qué pasa con nosotros? Qué falta de respeto.”

Entonces, al escuchar su nombre, me di cuenta de que el cuerpo a quien nombraban como algo ingrato e incluso como una molestia que se dedicaba a desbaratar desvergonzadamente el tráfico, era ni más ni menos que el joven Petri. Aquel que antes de irse, esbozó una sonrisa reflexionando sobre mis melancólicas anécdotas. 

Entonces me imaginé su cuerpo boca abajo, engullido por las aguas cristalinas y envuelto sobre un mar de algas. ¿Estaría su rostro carcomido por los insectos o animales marinos? ¿Estaría su cadáver expuesto o enterrado en las profundidades? ¿Petri decidió irse a la noche porque la mañana ya no significaba nada? Sofocado por su propia voluntad, la voluntad de morir. Me pregunté si Petri solo quería que le contaran una última historia, antes de irse de este mundo repleto de muertos vivientes, y luego arroparse satisfecho como un niño al que le contaron un buen cuento sobre el lecho de muerte. No encontraba Petri sentido en irse alienado de este mundo. Petri, quien no estaba hecho para ser condicionado por su humanidad, porque él no se resignaba a la muerte del espíritu que aparecía todas las tardes. Él no había vuelto a nacer, él simplemente dejó de esperar. Y pensé que fui la última persona con la que conversó, yo, quien lo condujo al lugar de su muerte.

Ahora, en mis recuerdos, vuelvo a asesinar a Petri una y otra vez. Su muerte fue en vida, pero yo, como egoísta, la sostenía y volvía a sembrarla en mis recuerdos. Pensé que ahora mis memorias funcionaban como un especie de purgatorio, donde Petri se veía obligado a aparecer una y otra vez, transmutando en cuanto mis pensamientos y reflexiones sobre aquel encuentro cambiaban. Petri, inmortalizado en mis memorias, solo se volvió parte de mis deseos egoístas por sobrevivir.

Pero su presencia era muy fuerte, casi como la última brisa que acaricia el rostro de un hombre antes de morir. Era él, un preludio que me abrazaba, y venía a mí para imponerme la muerte. La muerte eterna que se entierra en mis recuerdos. La muerte que acecha y se encuentra en todo, en el aire, en el viento, en las plantas… Contamina y vuelve al universo una sola cosa, sin embargo, por nuestra condición de hombres nunca vamos a poder alcanzarla, ni comprenderla. Solo, con suerte para aquellos que no se ven intimidados por su presencia, percibirla. Y eso siempre significa un tormento. El rostro de Petri era el tormento de la incomprensible muerte. Sus ojos celestinos eran como la impotente presencia de la no existencia, que abraza la vida y la siembra a través del final. El final eterno que nuestra naturaleza nos prohíbe conocer.

Como los recuerdos, Petri se había forzado a irse, reemplazándose a sí mismo en una existencia tanto sacra como demoledora: las memorias. ¿Por qué Petri sigue brotando en mis recuerdos, como si fuese parte de mi sangre? Porque Petri ya no existe, es un recuerdo que arde y vuelve a brotar, y aun no se ha podido divorciar de mi conciencia. El hecho de que yo viva, que no estoy seguro de nada y solo existo porque es mi deber no explícito el existir, como si aún portara dolorosamente la necesidad de mantener lo que ha nacido, no significa nada y por eso es que las memorias fueron mi más doloroso cimiento. Solo lo que no existe puede pertenecernos, lo que ya ha desaparecido. Lo vivo está fuera de nuestras manos. 

***

Margarita Braun De Marco nació en Rosario. Tiene 18 años. Actualmente, cursa el primer año de la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario). Participa del taller literario de Felipe Hourcade. Su inspiración para escribir fueron los libros de su abuelo Miguel De Marco y la literatura rusa.

junio, 2025 | Revista El Cocodrilo

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