Son siete hermanos, entre chicas y chicos, y su madre ha muerto. El padre contrata a una asistente para que lo ayude a criar a sus hijos. La asistente es una monja novicia, es decir, no ha tomado los votos; no se ha consagrado, todavía, a la vida monástica, religiosa.
Una noche de tormenta, la primera o segunda noche que la novicia duerme en la casa, los chicos, asustados, se meten en la habitación de ella. Hay truenos y hay relámpagos; ya no está la madre para darles calma y el padre es un hombre duro, para nada afectuoso. La novicia les dice que lo mejor que pueden hacer, para pasar el momento de la tormenta, es pensar en cosas agradables.
¿Qué cosas?, dicen los chicos.
A ver, dice la novicia, déjenme pensar. Pero no está pensando, porque ya sabe lo que va a decir. Y lo que va a decir lo tiene estudiado. Sé que lo sabe porque lo dice cantando. Nadie dice cantando cosas que se le acaban de ocurrir. Están guardadas, varias veces y en diferentes capas, entre la memoria inmediata y la memoria profunda.
El rocío sobre una rosa.
Los bigotes de un gatito.
Ponis de color crema,
y un pastel de manzana bien crocante.
La novicia canta porque no es lo mismo decir algo hermoso —contar la belleza, nombrarla— que cantarlo.
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Las canciones, se sabe, están compuestas por acordes. Los acordes son notas tocadas a la vez o en secuencia. Hay acordes mayores y hay menores. Yo, particularmente, prefiero los acordes menores.
La música escrita en tonalidad mayor me complace, pero también me aburre. La música en modo menor, en cambio, me deja impresiones encontradas. La primera vez que escucho una canción escrita en tonalidad menor quedo molesto, con una carga de pesadumbre. Pero después —y esto es aún más poderoso si la escucho repetidamente— afloran sensaciones contrapuestas. Tristeza, melancolía, pérdida; pero también cierto arreglo con el mundo, como si la tonalidad menor viniera a disponer una comprensión de la realidad en todas sus facetas, con todos sus claroscuros. Un acercamiento posible al dolor.
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Vi la película de la novicia una tarde de domingo, en el verano de 1985. Yo tenía once años. Mis padres no me llevaban al cine, y la única forma que tenía de ver películas era a través de la televisión. Pasaban películas viejas que ya habían terminado hacía años el circuito comercial; casi siempre copias gastadas y con doblajes en un castellano dudoso.
De esa película —que acá se llamó La novicia rebelde y en España Sonrisas y lágrimas, aunque el nombre original fuera el acertadísimo El sonido de la música— no recuerdo gran cosa. Sí recuerdo que los hermanos eran rubios como yo y mis hermanos. Sí recuerdo las tetas en forma de punta de la novicia. Sí recuerdo que el padre de los niños rubios no tenía ni la más remota idea de cómo eran sus hijos, qué cosas les gustaban, qué temores y pesadillas los angustiaban, tal y como hacía mi propio padre conmigo y mis hermanos. Pero de lo demás, y particularmente de la escena de la novicia cantándole a los hermanos sobre las cosas favoritas, no recuerdo nada. Esa escena la vi treinta años después cuando, fascinado, empecé a buscar datos sobre la canción que grabó John Coltrane en 1960 y que también se llama “Mis cosas favoritas”.
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La película El sonido de la música, de 1965, es una adaptación de una obra musical de 1960. Una noche de calor, pocos meses después de que se estrenara el musical en Broadway, un amigo le mostró a Coltrane la partitura original de “Mis cosas favoritas”. Estaban en un club de jazz del East Village. Imagino a Coltrane tomando una gaseosa con mucho hielo —había dejado para siempre la heroína y el alcohol—, mirando alternativamente la hilera de botellas de colores y las notas de la partitura, escuchando esa música, la escrita, muy adentro de su cabeza, mucho más adentro y más fuerte que la música que estaba sonando en ese momento en el club de jazz. Quizás Coltrane había ido a escuchar a un joven McCoy Tyner que tocaba el piano de la misma manera en que un prestidigitador mataría un millón de moscas sin que ninguna lo advirtiera. No lo sé, aunque podría haber pasado así. Imagino esa escena, la de un club de jazz donde casi todos son afroamericanos, y toman y se ríen y gritan cuando un músico da paso a otro, y lo que hacen todos, en lugar de escuchar, es ver la música, más que nada los que son músicos, y más aún los músicos que han vuelto del infierno —los que estuvieron en la guerra, los que se limpiaron de las drogas y el whisky. Como Coltrane, al que le pasó todo eso y varias tragedias y redenciones más, que ahora escucha la música que lee mientras otra música es vista por los demás. Y lo que Coltrane lee en esa partitura lo asombra, porque se da cuenta de que es lo que estaba buscando para terminar de alejarse, mil kilómetros más adelante aún, de la mismísima vanguardia.
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En 1982 mis padres me regalaron finalmente un disco de los PARCHIS, no de color negro como son habitualmente los discos de vinilo sino fabricado de un color, ¿rojo, azul?, o de varios colores, como un arcoíris, no recuerdo bien. Lo había estado pidiendo durante muchos meses y las excusas que ponían mis padres eran que el disco era muy caro, que yo no lo iba a escuchar seguido, que iba a terminar lleno de polvo junto a los cuatro o cinco vinilos que descansaban en el mueble del equipo de música. Teníamos pocos vinilos, porque lo que más había en mi casa eran casetes. Pero llegó el día en que lo tuve en mis manos, y enseguida me di cuenta de que mis padres tenían razón. Lo escuchaba poco, la de los PARCHIS no era una música que me gustara. Me parecía poca cosa. Prefería la música que escuchaba mi padre: Kenny Rogers, los Beatles, Supertramp. Pero de lo que sí disfrutaba era del objeto, del disco de color o de colores. Y además era mío. No había muchas cosas en esa casa que fueran realmente mías.
Un día mi padre permutó el tocadiscos por un minicomponente JVC japonés que no tenía tocadiscos pero sí tenía, entre sus funciones, la de sintonizar onda corta. Mi padre quería enterarse de lo que de verdad ocurría en las Malvinas y lo hizo gracias al JVC y a su conocimiento del inglés. Escuchaba radios de otros países. Así y todo, un día también dejó de prestarle atención a la radio.
Nunca pregunté adónde fue a parar mi disco de colores.
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Me figuro un piano: necesito hacerlo para ver cómo es una nota tercera.
Lo que es sencillo de ver en el piano es que entre tecla y tecla —ya sean negras o blancas, no importa el color, lo que importa es que sean contiguas—, hay un semitono. Las notas están separadas por semitonos. Los acordes están hechos, en general, por tres notas: la principal, la tercera y la quinta. Y la tercera es la que define el acorde. Cuatro teclas después de la principal da un acorde mayor. Tres, uno menor.
En la secuencia de notas de los acordes principales de la canción “Mis cosas favoritas”, lee Coltrane en el club de jazz, no hay terceras. La melodía principal —esa que interpreta la novicia con su voz, sus ojos y su sonrisa— arranca en una primera, repite dos quintas y va a una segunda, y vuelve a empezar. No hay terceras notas. Lo que significa que no hay modalidad mayor ni tampoco menor. Es un limbo donde, por ahora, no existen ni la alegría ni la tristeza, ni el bienestar ni la melancolía. Lo que hay, ve enseguida Coltrane —meses después de que el musical se estrenase con récord de taquilla y reconocimiento de la prensa— es una posibilidad para expandir sus límites. Decide apropiarse de la canción. Y la reinventa.
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Durante diez años escuché la versión original de estudio de 1960. Pero hace poco descubrí una grabación en vivo, la del festival de jazz de Newport de 1963, y la prefiero antes que a la otra.
Coltrane en saxo soprano (el saxo que, visto a la ligera, parece un clarinete de bronce); McCoy Tyner en piano; Jimmy Garrison en bajo; Roy Haynes en batería. Cuatro tipos en contra de los errores.
A diferencia de la versión de estudio, empieza Coltrane y se le suman después los otros. Coltrane toca unos segundos y se aleja del micrófono. Da la voz de ahora, expone el caso, y se va. Después vuelve y sigue, como si nada. Toca el compás conocido varias veces, ese que canta la novicia, pero alternándolo con variaciones en clave menor de manera completamente fuera de registro. Lo llena de vibratos y de notas tocadas a una velocidad pasmosa, sólo para plantear el problema al que se enfrenta, sólo para decir que si este es el comienzo, que veamos qué queremos hacer, cómo vamos a hacer para aguantar, y que sepamos lo que puede venir. Son trinos de pájaros enloquecidos o hambrientos; pájaros encerrados en una jaula de fuego. Toca hasta el minuto 3 con 14 segundos y se aleja de su micrófono. Unas personas silban; lo están saludando. Sigue McCoy Tyner al piano, hace de lo suyo (lo mismo que hizo y que va a hacer Coltrane todo el tiempo que dure la grabación, es decir: pasearse por las notas que prefiguran el compás original de la canción como un pintor que, con el mismo pincel, empieza a mezclar colores negando que el pincel vaya a quedar sucio y los colores irreconocibles) hasta el minuto 9 con 22 segundos, momento en el que alguien del público vuelve a silbar porque ve que Coltrane se acerca nuevamente al micrófono. Regresa, y ya no va a parar de tocar hasta el minuto 17 con 10 segundos. Y lo que hace es algo que está casi completamente fuera del mundo. Es música pero a la vez es la danza alocada del derviche que no para de girar sobre sí mismo. Es una selva repleta de monos aulladores ocultos en la espesura. El centro de Nueva York lleno de autos frenados tocando bocina. Un río que se está deshelando, bloques de hielo que se chocan —tintinean en la superficie, pero se golpean creando ruidos graves en la oscuridad profunda. Sin embargo, lo que me pone literalmente los pelos de punta es cuando Coltrane, de tan rápido que toca, aprovecha los armónicos que caen entre nota y nota. Son como puentes (octavas más graves o más agudas entre las notas de paso; e incluso quintas más octavas) y el efecto que produce es una superposición del fraseo por otro fraseo, casi como acordes hechos de varias notas a la vez (algo a primera vista imposible porque, a diferencia del piano o la guitarra, los instrumentos de viento sueltan de a una nota a la vez). O como si hubiera además otro saxofonista tocando en los intersticios que deja Coltrane: a partir del minuto 13 con 40 segundos se explaya como un sacerdote poseído sobre este uso doble, mágico, del saxo. Una muestra de prodigio, pero también una admirable locura.
Dicen los que saben que la de Newport de 1963 es la mejor grabación en vivo que hay de una canción de jazz. Yo veo pinceles llenos de colores, un color en cada pelo, un millón de colores que sin embargo no han llegado a empastarse.
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En 1985 pasaron varias cosas, como pasan todos los años y como le pasa a toda la gente. En lo personal, cumplí once años y tuve un estallido de furia contra mi padre.
Durante el día casi no lo veía. Mi padre trabajaba lejos de casa; se iba temprano, peleándose con mi madre porque nunca encontraba la ropa que debía ponerse para ir al trabajo, y regresaba al atardecer sólo para sentarse a la mesa de la cocina a tomar cerveza y fumar. Luego cenábamos. Mi padre seguía tomando cerveza y seguía fumando. El cenicero repleto de colillas al lado de mi plato.
Almorzábamos y cenábamos en la mesa de la cocina porque la mesa del comedor solamente se usaba en ocasiones especiales. La mesa de la cocina era igual de grande que la mesa del comedor pero la cocina medía una cuarta parte del comedor. Todos teníamos un lugar asignado. Mi hermano y yo nos sentábamos contra la ventana. Había que mover la mesa para que pudiésemos pasar y sentarnos. Después volvían a mover la mesa y quedábamos aprisionados hasta que terminara la cena.
Mi padre empezó a decirnos boludo. A mi hermano y a mí. Boludo alcanzame tal cosa; cómo hiciste eso, boludo. De a poco, casi sin darnos cuenta, dejó de nombrarnos.
Un día estallé. Le di un empujón a la mesa. A mi madre y a mi hermana, que estaban del otro lado, el borde de la mesa les pegó en el pecho. Las colillas cayeron al mantel. Algunos vasos tambalearon. Me fui llorando a la habitación que compartía con mis hermanos.
No pude decirle a mi padre que no me dijera más boludo, pero él igual lo entendió. De una manera imprecisa me pidió disculpas y en compensación prometió llevarme a ver una película que recién se estrenaba: Los cazafantasmas. Cumplió y fuimos a verla: mi padre, un amigo mío y yo. La película transcurre en Nueva York y muchas locaciones son reales. El edificio que los fantasmas usan como portal para el advenimiento de Gozer, un demonio maligno que quiere destruir el mundo, queda a diez cuadras cortas del estudio donde John Coltrane grabó, 24 años antes, “Mis cosas favoritas”. Pero eso lo supe mucho tiempo después.
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“Mis cosas favoritas” es una demolición del desprecio. Está compuesta e interpretada por un afroamericano, basada en la canción de un musical (un musical escrito por norteamericanos descendientes de judíos) sobre una familia que huye de los nazis. Trata sobre el descubrimiento de la belleza en un ambiente que todavía es puro magma, barro primigenio o granito a mil kilómetros de profundidad. Y es una muestra perfecta de eso. De cómo inventar la belleza partiendo del silencio.
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Aprendí a andar en bicicleta solo.
Si el auto de mi padre no estaba en el garage —y eso era algo habitual porque él casi nunca estaba en mi casa—, yo me subía a mi bicicleta sin rueditas —mi padre había sacado las rueditas con un gesto intimidatorio— y, con una mano en la pared y la otra en el manubrio, solo y haciendo equilibrio, daba mis primeros paseos en bici. Lo hacía en silencio, sin pedir ayuda a nadie, y entendí una cosa que en principio parece simple pero que la asimilé por obra y gracia de la gravedad: para mantener el equilibrio hay que seguir avanzando. Lo aprendí solo. Raspándome. Frenando o soltando el freno en el momento inoportuno.
Me caí muchas veces.
Nada de todo esto es una metáfora.
Y sigo.
Me gusta andar en bicicleta de noche, en verano, por calles bien pavimentadas, escuchando con auriculares la versión que hizo en vivo el cuarteto de John Coltrane de “Mis cosas favoritas” en Newport (una ciudad que no conozco ni sé dónde queda), en 1963. Son como boxeadores que se miden, más que nada Coltrane en el saxo soprano y Roy Haynes en la batería; se llevan y se traen como si estuviesen atados con un elástico. Contagian; me atrapan y me dejan viajando por un espacio que no existe, una caverna sin luces pero donde sin embargo algo se ve. La forma del aire siendo comprimido y expandido, algo así se vislumbra. Un incendio alucinado que se apaga desde el centro aunque afuera haya nafta congelada lista para prender.
Un río de sangre oscura siendo empujado y retenido, visto desde adentro de una vena.
Algo, de todas maneras, imposible de decir con palabras.
La canción la escucho en presente. Parece una obviedad, pero para mí es una maravilla. Un truco de magia. Al contrario de como dicen, de manera negativa, ciertos pueblos indígenas sobre la fotografía: que les roba el alma; yo digo lo inverso de las grabaciones de música: han robado el tiempo. No es algo que pasó, es algó que está pasando en el momento de la escucha. Escucho música que hizo gente que ya está muerta, música tocada y grabada en un lugar lejano del cuál no sé nada. Y sin embargo me parece que es acá, ahora, donde está pasando todo.
Y sigo.
Pedaleo, respiro, escucho la música y miro los autos que no puedo oír porque los auriculares están a todo volumen. Miro a ver qué hacen los autos alrededor mío, porque lo que más me interesa es seguir pedaleando.
* * *
Gansos salvajes volando con la luna en sus alas,
copos de nieve que se me pegan en las pestañas,
estas son algunas de mis cosas favoritas.
Eso dice la novicia, pero no son las mías.
A veces me veo como una pincelada gris hecha con un pincel gastado. Un pincel que ha absorbido muchas veces todos los colores del mundo y esos colores se han ido mezclando y ya no hay mucho para hacer salvo meter el pincel en el agua y dejar que los colores se disuelvan y se pierdan. Y si eso fuera así, si pudiera meterme en agua y disolver todo lo que manché y me manchó, me gustaría, cuando el pincel estuviese seco y limpio, sumergir un costado en pintura negra, y el otro en pintura blanca, y volver a empezar. Trazar líneas definidas, blanco sobre negro, para que se vean bien, para que se vean de lejos o con poca luz. Y que no queden dudas sobre cuáles son mis cosas odiadas, y cuáles mis cosas favoritas.
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Sebastián Carazay es realizador audiovisual y editor de video. Desde 2016 participa del taller de escritura creativa dictado por el docente y escritor Pablo Colacrai. Publicó el libro “Un pajarito chiquito puede” en UNR Editora en 2018. Un cuento suyo resultó finalista en la primer edición del concurso Alma en el aire, promovido por la Municipalidad de Rosario (2016), y otro cuento el Primer Premio Categoría General del 4° Concurso Abierto “57° Aniversario Federada Salud” (2020).
febrero, 2025 | Revista El Cocodrilo