TELARAÑA, POR JAQUELINA MIRANDA

por El Cocodrilo

Me levanto, voy hacia el escritorio y me paro frente a la biblioteca. Miro los libros. Me detengo donde están los de didáctica y me tiento con elegir algún fragmento de Leer el mundo de Michele Petit, pero desisto. 

Giro hacia los argentinos contemporáneos, que son los que habitualmente leo, los que me gustan, pero admito que poco o nada tienen que ver con la clase de mañana, aunque vacilo y saco Los árboles caídos también son el bosque de Alejandra Kamiya, releo “Partir” y me vuelvo a emocionar como la primera vez, justo en la parte donde dice que su padre partió no cuando se vino de Japón, sino cuando decidió quedarse en Argentina. Lo cierro y lo ubico donde estaba. Tomo Rabia de Sergio Bizzio y recuerdo el impacto que me causó esa novela y más aún el final desgarrador, épico, al que ahora voy directamente, página 189: “¿Sabía quién era Rosa? No. En cierto sentido, la había inventado.”

Vuelvo a la computadora y busco la carpeta que nombré como material-didáctica, voy abriendo los documentos y me encuentro con un fragmento de La experiencia de la lectura de Jorge Larrosa. Lo leo y recuerdo que cuando lo di en el postítulo fue tan bien recibido que incluso durante el break varios estudiantes se cruzaron a Buchin a comprar el libro. A pesar de la potencia de ese recuerdo no creo que sea el texto apropiado, quisiera encontrar algo que se corra un poco de la didáctica y se acerque más a la literatura, pero que al mismo tiempo se preste para reflexionar sobre la enseñanza o la transmisión.

Suspiro, estiro los brazos y los cruzo detrás de la nuca. Vuelvo a suspirar, levanto la vista y descubro una telaraña enorme en el rincón del techo. El sol que se cuela entre las cortinas desde el este la ilumina poniéndola en escena. Es un tejido perfecto como de un fieltro muy fino, grisáceo, opaco, por partes más abierto, por otras más cerrado, se agarra de ambas paredes por manitas invisibles y cuelga formando una paila transparente de gran diámetro.

Me levanto, voy a la cocina a preparar el mate. Mientras espero el agua miro por la ventana mi nuevo jardín. Antes teníamos un patio de cemento que ahora hicimos levantar para poner plantas y convertirlo en un jardín de sombra. Hay dos viejos cipreses que lo vuelven un poco oscuro. Contra la pared que da al sur pusimos dianellas, inciensos y filodendros, que son las que tenía mi abuela en el patio, aunque ella les decía sandalias. Ahora el paisajismo llama a las plantas por sus nombres, pero en mi infancia estaban las lenguas de suegra, los lazos de amor, las calas, los picos de pájaros y las sandalias que serían los filodentros actuales. En el suelo pusimos hiedras de dos variedades, a las que cada tanto, guío cuidadosamente para que se trepen al tronco de los árboles. Mi sueño es que los cubran hasta las copas y que ese espacio se transforme en un pequeño bosque tupido y sombrío, en un refugio de la violencia del verano.

El silbato de la pava eléctrica me avisa que ya está el agua. La vierto en el termo, busco el mate de cerámica, le pongo yerba hasta la mitad y agrego unas hojas de burrito. Vuelvo a la computadora, me cebo el primer mate, lo tomo despacio y abro un poco la ventana porque ya entré en calor.  Levanto la vista y me vuelvo a encontrar con la telaraña, que ahora por efecto del aire, se balancea despacio aunque resiste sin romperse. La paila adopta en este balanceo forma de góndola, es ancha en el medio y termina en dos puntas finas adheridas a las paredes en extremos superiores.

Vuelvo la pantalla, minimizo la carpeta de material-didáctica, abro Safari y entro a Infobae, paseo por los títulos y cierro. Entro a Página12, paseo por los títulos, cierro. Entro a Instagram, paseo por las historias y luego entro al feed de Luciano Lutereau. Leo el posteo del día:

Un trabajo psíquico: Quedarnos afuera sin sentirnos excluidos.
La sensación de exclusión es una de las más importantes a trabajar. ¿En cuántos lugares nos quedamos solamente por ocupar una silla que, en verdad, no nos interesa?
No poder quedarse afuera es una restricción enorme y, a veces, uno se define mejor por los lugares en los que no está que por aquellos en que simplemente permanece. 

Tremendo. Al ángulo. Ahí mismo donde duele. Me quedo pensando en esas sillas que no me interesan, en las del sábado por ejemplo. En eso veo un mensaje en WhatsApp web: un pedido de confirmación del turno con el oftalmólogo, lo abro, confirmo, y lo cierro.

 Vuelvo a leer: Un trabajo psíquico: Quedarnos afuera sin sentirnos excluidos.

Abro Spotify, paseo por los artistas: Chano, Sabina, Mery Granados, Norah Jones. Me cuesta decidirme, voy a los “hechos para mí,” mix diario 1, mix diario 2, mixes más escuchados. Finalmente le doy play a una de las tantas listas de jazz, me gusta  el jazz porque interrumpe el silencio abrumador de la mañana sin distraerme demasiado.

Sigo leyendo: La sensación de exclusión es una de las más importantes a trabajar, dice Lutereau. Me gustaría tratar este tema en terapia, busco mi cuadernito en el cajón y anoto la frase, se la voy a leer a mi psicólogo aunque sé que para él no será un hallazgo como lo fue para mí. Intuyo que debe estar celoso. No le cae demasiado bien que lleve todo el tiempo textos de Lutereau. Suele evadirlos con destreza y decir que están bien, que en realidad lo que está queriendo decir el autor es tal o cual cosa, pero lo que más me molesta es que no manifieste la admiración por él que yo esperaría. Ahora dudo, no creo que siga insistiendo con Lutereau en mis sesiones de terapia. Guardo el cuadernito en el cajón. 

Miro el celular. Son las once. No lo puedo creer. Vuelvo a la carpeta material-didáctica, abro nuevamente los documentos, me enfoco, tengo una hora para seleccionar el texto, diagramar la actividad y subir la consigna al aula virtual. Al tiempo que me activo, una bocanada de aire fuerte abre del todo la ventana y  golpea una de las hojas contra la pared. De repente una baba gris, pegajosa y molesta cubre mi cara por completo e incluso baja hasta mis hombros. Llevo las manos a la cabeza, se enredan y quedan presas en esa red molesta y absurda. Miro hacia arriba y noto que ya no queda ni un centímetro de la telaraña en el techo.

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Jaquelina Miranda es magíster en Literatura Argentina, profesora y licenciada en letras por la UNR. Es docente del CCC en Enseñanza de la Lengua y la Literatura y de PROUAPAM en la misma universidad. Coordina talleres de lectura sobre Literatura Argentina. Es docente del ISPI 9085.

Belén Etchegaray es directora del FNA (Fotografía de Naturaleza Argentina, FNAweb.org.), editora y directora de la revista “Argentina Photo Nature”, cocreadora del grupo Women Nature Photographers, miembro fundador y actual Vicepresidenta de AFONA – Asociación Argentina de Fotógrafos de Naturaleza.

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noviembre 2024 | Revista El Cocodrilo

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