Eran los años finales de la década del noventa, de las últimas y patéticas aventuras de la fiesta neoliberal que dejaría a un país entero en ruinas. Los años de la farándula y la política, de la invención de naves espaciales y del destrozo de los trenes y los aviones del Estado. Del deme dos y no te metas, de los niños pobres que tenían hambre y de los niños ricos agobiados por la tristeza.
Era más precisamente 1997, yo tenía doce años y hasta ese momento mi vida transcurría con total normalidad. No me pasaban cosas muy diferentes que a cualquier chico de clase media de esa edad. Es decir, levantarse a media mañana a hacer algún deber o dependiendo del día ir a gimnasia o asistir a la academia de inglés (actividad en auge en aquel entonces y que odiaba de manera atroz) luego almorzar y prepararme para afrontar una tediosa siesta escolar.
No puedo precisar con exactitud qué día fue, pero sí puedo decir que era un día ordinario como todos los demás, cuando inesperadamente en un recreo de la escuela mi vida comenzó a cambiar radicalmente. Como mencioné, era el año 97 y por aquel tiempo usar el pelo largo hasta los hombros y aro en la oreja izquierda estaba de moda. Y yo, que me creía rebelde y original, aunque me tuviera que bancar en varias oportunidades que me confundieran con una nena, no pude escapar de aquel modismo. Usaba el pelo largo, con raya al medio y recogido detrás de las orejas, de modo tal que se pudiera apreciar el aro enchapado en oro con un símil diamante en mi oreja izquierda.
Estábamos en séptimo grado y por ser los más grandes de la escuela teníamos derecho, entre otras cosas, a poner música en los recreos. Generalmente eran las chicas quienes elegían las canciones por ser las que estaban más al tanto de las bandas del momento. Me acuerdo que aquel día, no sé por qué razón, tardé más de lo habitual en salir del aula. Cuando lo hice una melodía muy pegadiza me invadió por completo, al igual que las miradas frenéticas de mis compañeras de grado, que estaban alrededor del equipo de música, intercambiando entre ellas la tapa del cassette que estaba sonando. Las miradas se intercalaban entre mi persona y la foto de portada del cassette, en un claro gesto de comparación entre aquellos músicos y su compañero de aula.
Los músicos en cuestión eran los Hanson, tres hermanos estadounidenses que hacían pop rock y que por aquel tiempo comenzaban a tener fama a nivel mundial gracias a un hit llamado MMMBop, que era la canción que precisamente estaba sonando cuando salí del aula.
Primero, mis compañeras de grado y luego las de los grados inferiores llegaron a la conclusión de que mi parecido con los Hanson era asombroso, sobre todo con Zac, el menor de los hermanos. Fue a partir de ese momento que, definitivamente, mi vida cambió por completo. De un día para otro, pasé de ser uno más del montón, un anónimo que se movía fantasmalmente desapercibido por los pasillos, a ser el personaje más popular de la escuela.
Si bien al principio no le di importancia, pensando que se trataba de algo absurdo y absolutamente pasajero, con el correr de los días, mientras la fama de los hermanos se acrecentaba a velocidades inusitadas, la mía, dentro y fuera de la escuela seguía el mismo vertiginoso ritmo, y pasadas dos semanas de aquel recreo los brazos de la fama comenzaron a cerrarse suaves y cálidamente sobre mí.
Asistir a la escuela ya no era como antes. El alboroto que se generaba con mi llegada era tal que uno de mis mejores amigo, Raúl, por su contextura física y condición de repetidor, comenzó a ser una suerte de custodio que me acompañaba a todas partes para cuidarme del cariño exagerado de alguna fan desquiciada o del ataque envidioso de algún compañero que buscaba arruinarme la cara con una trincheta o al menos cortarme el pelo para que, como le pasó a Sansón, perdiera el poder.
Aunque nadie me llamaba por mi nombre, el anonimato había quedado atrás, era alguien reconocido. No por mérito propio o por tener algún talento en especial, como podría ser ejecutar con maestría un instrumento musical, jugar bien al fútbol o destacarme en alguna que otra disciplina. Mi fama simplemente se debía a ser parecido a los Hanson, para algunos era el Hanson Boys, para otros el cuarto Hanson y para las fans más extremistas y peligrosas era Zac de los Hanson.
Moverme en estas circunstancias no me resultó para nada difícil, más allá de los mínimos recaudos que tenía que tomar. Acostumbrarse a la fama es demasiado fácil, uno llega a ella casi sin darse cuenta y de pronto se encuentra con una serie de beneficios que hasta ese momento no sabía que existían y que excedían a la propia voluntad. Algo que uno no genera, que no pide pero que, sin embargo, está ahí. Y basta solo con estirar las manos y servirse de ellos. Privilegios que van de lo más mínimo, como obtener la mejor ubicación en el salón: debajo del ventilador cuando hacía calor, cerca de la estufa los días fríos, o el primero en ser atendido y servido a la hora de la merienda escolar, hasta privilegios relacionado con lo académico que, de golpe y como por arte de magia, pasara de ser un estudiante mediocre a un alumno excelente y ejemplar, un modelo a seguir para los demás compañeros.
Pero la fama también tiene su parte negativa, hay un papel que cumplir y algo de todo lo que recibía debía ser devuelto con actos concretos y a medida que la popularidad crecía, resultaba humanamente imposible que una sola persona pudiera devolver el cariño de cientos.
Al principio mi retribución era concretamente completar Slams. Los Slams podría decirse que eran una suerte de precursor de lo que hoy conocemos como “redes sociales”. Era una red social pero en soporte papel, un cuaderno generalmente confeccionado por las chicas, con varias preguntas por página que iban pasando de mano en mano por diferentes amigas y amigos
Cada una de las chicas, por supuesto, tenía el suyo y cuanto mayor era el nivel de popularidad de una persona, más se la buscaba para que respondiera a las preguntas del Slams, que iban desde lo más básico como el nombre y el apellido, gustos personales, color o banda musical preferida, hasta preguntas más “jugadas” y que la mayoría de las veces quedaban sin responder, como: quién te gustaba, si tenías pareja, si habías “transado” que era la forma de decirle al beso de lengua por aquel entonces, y alguna que otra pregunta más por el estilo.
Pasado un poco más de un mes, la fama me tomó por completo, pues la misma excedió el ámbito escolar y comencé a tener repercusión a nivel “ciudad”, por así decirlo. Me abrió un abanico de posibilidades que hasta ese momento eran inimaginables. Con doce años las puertas del mercado laboral se abrían ante mí.
Primero me llamaron de una radio para hacerme una nota a la que me negué rotundamente, hasta que me dijeron (debo admitirlo) que había dinero de por medio. Fue a partir de ese momento en que me avivé de que podía sacar un rédito económico.
Al comienzo la nota resultó un fiasco porque el conductor me hacía preguntas acerca de los Hanson que yo no conocía. Era un hombre de unos cuarenta años que no estaba en todos sus cabales y por momentos llegué a pensar que él realmente creía que estaba entrevistando a un verdadero Hanson. De todos modos me defendí como pude y a medida que fui tomando confianza comencé a responder las preguntas con mentiras un tanto delirantes pero que lo dejaban conforme e incluso llegué a sacarle más de una carcajada con bromas que me atreví a hacer acerca de anécdotas inventadas sobre la intimidad de la banda. Por último, me pidió que presentara el hit, que dijera algo así como: Hola, soy Zac de los Hanson y este es nuestro éxito MMMBop. Luego mandó el tema y me felicitó por la naturalidad con que me había manejado al aire y solo por eso me pagó más de lo acordado después de envolverme en un incómodo abrazo.
Luego de esa primera experiencia mi estrategia a seguir fue burda, pero efectiva. Ante un llamado de otro programa de radio, del boliche para presentarme en la matiné o de la televisión para hacer alguna publicidad, mi primer respuesta era un no rotundo, y acto seguido, en todos los casos, todas las veces, venía el ofrecimiento económico, el que, luego de hacerme el duro por unos minutos, aceptaba sin seguir dándole más vueltas al asunto.
Con absoluta naturalidad ingresé en la lógica de los medios de comunicación y de los actos de presencia en los boliches. Todos los fines de semanas tenía uno. Mi tarea se limitaba a estar parado sin emitir una palabra, y previo al momento en que iba a sonar la canción me llevaban a la cabina del dj, quien anunciaba mi presencia por el micrófono y yo extendía los brazos cual estrella de rock saludando al público presente durante los tres minutos con cincuenta y cuatro segundos que duraba el tema. Luego me pagaban lo pactado y podía quedarme en el lugar hasta que terminara la matiné y pedir Coca cola y pororó gratis toda la noche, para mí y para mi amigo custodio, Raúl.
Durante la semana me paseaba por diferentes radios en donde me entrevistaban y hasta algún conductor osado me llegó a pedir que cantara la canción a capela a lo que respondí que yo vendría a ser el baterista y que por lo tanto el canto no era lo mío.
A los estudios televisivos generalmente asistía para hacer alguna publicidad de un comercio local. Aunque una vez un productor me llegó a presentar un ambicioso proyecto para hacer un programa diario en la televisión, destinados a adolescentes, obviamente conducido por mí, al estilo de “Jugate conmigo”, pero que finalmente no llegó a concretarse.
Estábamos en la ficción del “uno a uno” y para un chico de doce años acceder a sumas de dinero que rondaban los doscientos pesos semanales era el equivalente a ser rico. La escuela comenzó a hacerse imposible. Las llegadas eran cada vez más difíciles y Raúl ya no lograba contener a la masa de gente que se acercaba a conocer al Hanson Boys, por lo tanto me vi en la obligación de tener que invertir parte de mi dinero.
Víctor y Duarte eran dos repetidores que no me tenían mucha simpatía, pero cuando Raúl les dijo que había plata de por medio para mi custodia no dudaron un segundo en brindar sus servicios, que, por cierto, eran excelentes.
Otra parte de mi dinero fue para la actividad de completar Slams. Eran demasiados los que llegaban a diario de las diferentes escuelas, incluso de chicas que ya estaban en el secundario, cosa que acabó por inflarme el ego de una manera poco favorable para mi integridad mental. Esa tarea requería un esfuerzo mayor, tanto en lo económico, como en la elección de las personas. Tenía que elegir bien a quienes se encargarían de llenar los Slams. Además de pagar por completar, debía pagar el silencio. Pues si alguna de las fans se enteraba de que eran terceros quienes lo hacían hubiese sido imperdonable. Otro plus adicional, así lo llamaban “los llenadores de Slams” que, por otra parte se habían convertido en una mafia despreciable, era el de imitar la letra, eso conllevaba un esfuerzo que se cobraba extra, y al que, pese a una negativa dura de mi parte no encontré demasiados argumentos sólidos como para oponerme. Yo era consciente de que sin ellos estaba perdido y por lo tanto accedía a sus pedidos, además debo reconocer que pese a esas actitudes abusivas, “los llenadores de Slams” hacían muy bien su trabajo. Siempre en tiempo y forma. Nunca se salieron del libreto establecido y si aparecía alguna pregunta nueva no la respondían hasta consultarlo conmigo. También era consciente de que ellos no sabían realmente el dinero que yo ganaba y en aquella época cinco centavos valían, por lo tanto las discusiones salariales arrancaban desde muy abajo, con techos también bajos y esto hacía que la actividad de ser famoso siguiera siendo rentable, más allá de esos gastos que me veía en la obligación de hacer.
Otros compañeros también se vieron beneficiados con mi fama, aunque no por dinero que saliera estrictamente de mi bolsillo. Tal fue el caso de Marcos, un compañero que era muy hábil para los negocios y que un día se me acercó con unas propuestas de entrevistas que él ya había acordado con diferentes medios y que si yo le daba el okey se quedaba con un porcentaje de mis ganancias. Como dije, Marcos era muy hábil y nunca me revelaba de antemano de qué medio se trataba, me pasaba a buscar a la hora pactada y me llevaba hasta el lugar. Luego de hacer mi trabajo, le daba su porcentaje y no volvíamos a hablar hasta que apareciera con una nueva propuesta. Mientras tanto yo seguía trabajando por mi cuenta.
En aquel séptimo grado del año 97, todo aquel que trabajaba lo hacía gracias a mi relación con la fama. Por eso los odios y las envidias quedaron atrás, pero como se sabe, todo en esta vida tiene un ciclo.
Los hermanos Hanson comenzaron a perder terreno en los rankins musicales a nivel mundial, al mismo tiempo que en todos los medios comenzaron a hablar que el famoso éxito “MMMBop, solo se trató de un golpe de suerte, de un momento extraordinario de inspiración, de un One hit wonder, repetían en un inglés defectuoso los locutores más osados de la ciudad, porque todo lo que hicieron después no funcionó, por lo menos en este lado del globo. Llevándolo a términos futboleros, el hit musical fue lo que se dice “Un gol de otro partido”, único e irrepetible. Y obviamente la vertiginosa caída de los tres hermanos de Estados Unidos conllevaba mi propia caída. Su One hit wonder implicaba también mi One hit wonder.
De golpe el teléfono dejó de sonar. Ya no me llamaban para entrevistas o presentaciones en los boliches. Lo mismo sucedió con los Slams que de un día para otro dejaron de llegar, al igual que con la entrada o la salida de la escuela, donde ya nadie se acercaba.
Del mismo modo que me pasó con el ingreso, casi sin darme cuenta, de golpe estaba afuera de la fama. Solo que salir es mucho más complicado. Así como al principio no entendía el amor recibido, tampoco podía comprender el desamor. Ese abandono abrupto e intempestivo que te deja tirado en un rincón y sin consuelo. Más allá de que lo mío se debía a algo extraño y ajeno a mi voluntad, cuando uno se acostumbra a determinados beneficios no está dispuesto a perderlos tan fácilmente.
Fue por eso que insistí con la idea de trabajar en el mundo de los medios de comunicación. Los Hanson ya no existían, pero yo había hecho varios contactos y de algún modo había sido exitoso. Y quien puede una vez, puede dos, al menos eso pensaba.
Luego de ser rechazado en la televisión, los boliches y las radios más importantes de la ciudad, decidí visitar al conductor desquiciado de la primera entrevista radial. Le dije que quería que fuera mi padrino artístico, le mostré una canción que había compuesto, le comenté que estaba tomando clases de guitarra y canto y que tenía condiciones. Él me respondió que la canción estaba bien pero que no le servía. Que la radio se movía de acuerdo a la bajada de línea que venía del extranjero, del norte, de la Mtv más precisamente y que ahora lo que estaba de moda era otra cosa. Que mis quince minutos de fama, así de duro lo dijo, habían pasado, que lo aceptara. Que habían encontrado a un flaquito igual a Nick Carter que la estaba rompiendo con los Backstreet Boys y que estaba promocionando, lo que para él era, el hit del momento Everybody. Me enojé muchísimo y le dije que era un parásito, un empleado del imperio, frase que muchas veces le había escuchado decir a Raúl y que hasta ese momento no la había entendido. El conductor desquiciado largó una carcajada sarcástica y me echó de la radio.
Cuando salí, me crucé con el que, inconfundiblemente era el doble de Nick Carter y aunque mi advertencia acerca de los peligros que acarreaban ese tipo de modalidad perversa de los One hit wonder, fue genuina, me trató de envidioso y fracasado, y si las cosas no pasaron a mayores, fue gracias a que Raúl y el custodio de Nick Carter se conocían y dejaron de lado las diferencias de sus “patrones”.
Más allá de la crudeza, el conductor desquiciado tenía razón. Lo mío había sido una moda pasajera y debía aceptarlo.
Pasaron dos semanas y ya nadie se acordaba de mí. Ni para bien, ni para mal. Había vuelto a ser un fantasma. Era como si esos tres meses que duró mi fama hubiesen sido una fantasía creada por mi imaginación. Una ensoñación estúpida de un chico de doce años con delirios de grandeza.
En la escuela las cosas volvieron a ser más o menos como antes. Raúl seguía a mi lado, ya no como custodio sino como amigo, al igual que Víctor y Duarte con quienes terminé forjando una buena amistad. Los “llenadores de Slams” estaban a la expectativa de dar con el chico Carter para ofrecerles sus servicios y Marcos siempre frío y calculador en la búsqueda de algún negocio. Las chicas alrededor del equipo de música cantando y bailando Everybody una y otra vez y soñando con que el doble de Nick Carter algún día se apareciera por el recreo de nuestra escuela.
Por mi parte decidí cambiarme el aro enchapado en oro con símil diamante por una argolla de acero quirúrgico, cortarme el pelo al ras de la cabeza para quitarme de encima el recuerdo Hanson y acepté la invitación de Raúl de pasar a formar parte de una banda de Punk Rock antisistema, “Los repetidores” que hacía tiempo habían armado con Víctor y Duarte. Cuyo primer éxito, algunos años después, fuera una canción con música y letra mía que denunciaba las mentiras de las mieles de la fama y de un sistema perverso hecho a la medida del descarte humano que, claro, no pudo llamarse de otra manera que Mi One hit wonder.
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Mauro Casella (Reconquista, 1985) estudió Derecho en la U.N.R, en Rosario y periodismo en el Instituto Superior Juan XXIII, en Reconquista. Participó del taller de narrativa del escritor Javier Núñez durante dos años. Y realizó el curso de posgrado internacional Escrituras: creatividad humana y comunicación en FLACSO Argentina.
Máximo Grippo (Reconquista, 1977) devorador de cine, diseño y pintura. Autodidacta holístico y ramdon, amante del collage digital como herramienta. Inspirado en diversas estéticas desde la historia del arte, la cultura pop, flyers, cartelera de cine, pósters futuristas de fines de los 80 y toda una vida de ver dibujos animados y tapas de revistas e historietas de los 70. Todo ese imaginario cae de modo caprichoso en la producción autodidacta de un mundo interior.
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enero 2025 | Revista El Cocodrilo