NO TENGAS MIEDO TORERO, POR NATALIA MILOCCO

por El Cocodrilo

Tengo miedo torero
Pedro Lemebel
Seix Barral
2001 |

En el tiempo de una masa que leuda y de las berenjenas en el horno, leo. En ese espacio entre cosas, leo. No leo cuando quiero, leo solamente cuando la realidad no se entera, y le robo un cachito de tiempo a los compromisos. Quizás la lectura sea algo que sucede en el “entre”. 

Retomo una novela que está ahí, como un gato, quedándose de forma silenciosa en el mismo lugar por donde anda uno: Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel.

Una historia “traspapelada entre tacoalto y cosméticos”, así la presenta Pedro en una entrevista que se puede ver por youtube. 

Pedro, y me gusta nombrarlo así, como si lo conociera, como si fuera mi amigo, porque creo que algunos escritores tienen esa capacidad de quedarse en uno. Pedro, ese que desconfía de los rótulos, que no cree en los géneros, en la dedicatoria escribe: “Este libro surge de veinte páginas escritas a fines de los ochentas y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon con rouge la caligrafía romancera de sus letras”. Esto ya debería servir de advertencia para el lector, podría tener un cartel que diga: solo para lectores que quieran encontrarse con una sirena, o cuidado centauro acuático, o mejor, cuidado lector porque de ahora en más se encontrará con seres de este mundo y no.

Pedro, en esta entrevista, va a insistir en no llamar novela a este libro. El dirá “escritura”, porque si hay algo en lo que cree Lemebel es en las escrituras, con “s” al final para marcar en una sola letra la apertura a lo diverso.

En esta historia que, por momentos es crónica, por otros novela, también poesía, es una película proyectada en el cine viejo de pueblo con butacas rojas e incómodas; pone a jugar un verdadero encuentro con lo otro. Una escritura que cuenta la historia de un amor por alguien diferente y la posibilidad de construir un otro allí.

La Loca del frente, la protagonista de esta escritura, en su ser contiene y resiste a todas las nominaciones a la vez, durante la historia no aparece su nombre real, mejor dicho, no aparece ningún nombre. A veces es nombrada como ella y otras como él, y eso hace que el lector se pierda un poco al principio, en este afán heteronormativo de andar haciendo coincidir los cuerpos con un nombre y un género. 

Me interesa lo que hace Lemebel con esta escritura, como una maquinaria que opera, que produce efectos sobre las corporeidades. Barthes dijo que la lengua como realización de todo lenguaje era principalmente fascista, porque no impide decir, sino obliga a decir. Entonces me parece hermosa la resistencia de Lemebel a aclarar, a establecer nominaciones, su resistencia a decir lo que la lengua impone: explíqueme qué es esto, ¿qué es esta escritura? ¿cómo debemos llamarla? ¿qué es este cuerpo? ¿cómo debemos llamarle? En Lemebel, cuerpo y escritura coinciden, buscando en ambos producir alteraciones. En este caso la alteración pareciera ser el pasaporte a una vida más libre y quizás, más propia.

En múltiples sentidos, esta escritura es una forma de hacer implosionar esa especie de suelo colonial sobre el que se sustenta la subjetividad de la época. No solo va directo a demoler la idea de división de géneros en dos, como dos lados de la cosa, dos mitades, se es una cosa u otra, “se está o no se está embarazado”, bueno-malo, blanco-negro, y así toda una proliferación de pares hacia el infinito; sino además la idea religiosa de lo uno. Y la subjetividad puede no coincidir con lo uno, y lo uno puede revelarse como una ficción a través de la invención de lo múltiple. Hay múltiples seres en cada cuerpo, portando al menos más de un nombre. 

Una escritura que en su transcurrir deshace cuerpos al tiempo que inventa otros. Una escritura polifónica: habla la Loca, habla Carlos, su enamorado que le corresponde y no al mismo tiempo (no se atreve a tanto); hablan el coro de amigas, que parecen las brujas de Macbeth, y habla Pinochet, pero habla muy poco, y creo que acá hay un gran gesto político, habla mucho más su mujer Lucía. Desde una lectura al ras, uno podría decir: que boba que es esta mujer, o quizás, podría percibir cierto gesto vengativo de Pedro, riéndose de la boludez de esta señora, y cómo de alguna forma lo lleva al trote al marido. Sin embargo, esa boludez, en donde parece estar instalada la subjetividad de esa mujer, es un gesto literario maravilloso, a través del habla de ella, Pedro problematiza de forma salvaje las construcciones de género, dejando en claro que lo doméstico también es político. 

Las escenas van y vienen entre el conventillo en el que vive la Loca y donde termina alojando a Carlos con sus amigos universitarios, todos militantes de izquierdas, organizando la revolución; los círculos de militares enriquecidos a costa del hambre y la muerte del pueblo chileno, las calles tomadas por las protestas, los pacos reprimiendo a diestra y siniestra, la radio “Cooperativa” que dice cosas que la Loca no quiere saber, ella quiere escuchar solo cosas lindas.

Pero la Loca se va transformando y el amor por Carlos le hace ver la mierda en la que se acostumbró a vivir. Y es un gesto hermoso, poner ahí, de alguna manera, la esperanza. La Loca se atreve a amar ahí donde no fue invitada, y es como si Pedro dijera: atentos jovencitos militantes, por acá también pasa la cosa. Hay revolución cuando alguien puede amar la diferencia radical. 

Hay una escena hermosa en donde ella le organiza una fiesta de cumpleaños a Carlos, pero invita a todos los niños del barrio, una madre le pide por favor que también invite a otro de sus hijos, porque nunca fue a un cumpleaños. Es el Chile que Carlos sueña cambiar, que todos los chicos puedan tener un cumpleaños. Sueña con un festejo colectivo y en la calle, en dónde se festeje el de todos a la vez como una manera de celebrar esa palabra: todos. Y la Loca le regala ese sueño en esa casita de morondanga que parece alojar mucho más que estudiantes universitarios: una vida que pueda vivirse de otra manera o al menos la posibilidad de soñar con eso.

Va llegando el final de la novela, Carlos está involucrado en un ataque importante a la caravana del dictador, está organizando su exilio, y la Loca tiene horas para juntar algo, quemar papeles, cartas, números de teléfono y también rajar:

“Entonces encendió un cigarro y subió al altillo para ver ese horizonte gris con los ojos de un desahuciado. Y sentada frente a esa perspectiva, dejó escapar motas de humo, preguntándose: ¿Cómo se mira algo que nunca más se va a ver? ¿Cómo se puede olvidar aquello que nunca se ha tenido? Tan simple como eso. Tan sencillo como querer ver a Carlos una vez más cruzando la calle sonriéndole desde allá abajo. La vida era tan simple y tan estúpida al mismo tiempo. Como le hubiera gustado llorar en ese momento, sentir el celofán tibio de las lágrimas en un velo sucio cayendo como un blando y lluvioso telón sobre la ciudad también sucia. Cómo le hubiera gustado que su enjaulada pena rodara fuera de ella en al menos una gota de amargura. Sería más fácil partir, dejando quizás un pequeño charco de llanto, una mínima poza de aguada tristeza que ninguna CNI pudiera identificar. Porque las lágrimas de las locas huachas como ella, nunca verían la luz, nunca serían mundos húmedos que recogieran pañuelos secantes de páginas literarias. Las lágrimas de las locas siempre parecían fingidas, lágrimas de utilería, llanto de payasos, lágrimas crespas, actuadas por la cosmética de la chiflada emoción.”

Hay otra escena hermosa, la Loca y Carlos están en la playa viviendo un final estilo Hollywood, un final que, aunque dure unos segundos, es una forma de creer en el amor. Corren y juegan en la playa como chicos, ella prepara un picnic, saca un mantel bordado y flores, porque a la Loca nunca le faltan las flores. Y la historia transcurre como si el lector fuera la cámara que los sobrevuela.

En esa entrevista en donde Pedro se encuentra presentando este libro, lo que insiste es su compromiso con la escritura. Allí reflexiona sobre su decisión al buscar el final de la novela, pensar el cómo terminar una historia es también una posición ética y política, dice:

“Y… las novelas de homosexuales siempre terminan así, a la loca la matan o siempre le pegan, y ahí hay una proyección del machismo… y yo no la terminé así”.

Después de la lectura de este libro nada queda igual, y ahí se encuentra el peligro de la experiencia: volverse mutante.  Ya nada será como era antes, nada se pondrá sentir igual después de pasar por los embrujos de esta escritura y ojalá, y digo ojalá como un conjuro: ojalá les suceda no poder soltar el libro, ni a la Loca, ni a lo que de Loca hay en cada uno de nosotros. 

“Mi loca, pensó. Mi inevitable loca, mi inolvidable loca. Mi imposible loca, afirmó leve mirando el perfil hermosamente verde azulado por un reflejo de pleamar”.

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abril 2023 | Revista El Cocodrilo

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