LA CONSTRUCCIÓN DE UNA VOZ, POR JAVIER NÚÑEZ

por El Cocodrilo

Voz de vaca
Ernesto Gallo
Le Pecore Nere
2023 |

Lo primero que se me ocurre decir de Voz de vaca es, acaso, lo más simple, lo evidente; eso que le da una impronta personal y lo destaca: Voz de vaca se inscribe en esa tradición literaria de la tierra adentro, de provincias, un poco a espaldas de ciertos mandatos, con paisajes y ritmos que le permiten construir con acierto un mundo y un clima propio. Sin embargo no se reduce al costumbrismo ni mucho menos a lo folklórico como muestrario de rarezas que busque el impacto del lector ante la ajenidad. Por el contrario, la búsqueda, pasa antes por transmitir aquello que estos personajes que puedan parecer tan lejanos tienen en común con cualquiera de los que nos asomamos a su lectura: su profunda humanidad. 

La soledad, los paisajes vastos del entorno —a veces afligidos, a veces intimidantes— lo inconmensurable de los escenarios que enmarcan los relatos, no son más que ecos de eso otro que se vuelve inalcanzable: la interioridad de los personajes. Los abismos personales. Gente de pocas palabras, recios y determinados, pero al mismo tiempo siempre vulnerables. 

Es un libro de cuentos que funciona, al mismo tiempo, como postales de una novela familiar fragmentaria. Todos los relatos del libro comparten un mismo universo: el de una familia chaqueña que trabaja el campo a lo largo de los años, evocado desde la voz narradora de Nelson, el mayor de los tres hermanos, siempre a la sombra de la figura omnipresente de ese padre que enseña, que amilana, que a veces oprime. Una figura que ni siquiera se desvanece cuando no está, cuando la salud y el tiempo lo retiran de las labores del campo. 

Los primeros cuentos nos meten de lleno en el Chaco profundo, en los primeros indicios de tensión de un mandato familiar ineludible en torno al trabajo de campo que va a sobrevolar todo el libro, en el aprendizaje —a veces feroz— de las faenas. En medio de una sequía implacable, con vacas que son puro hueso, nos esperan el gesto desesperado de unos perros muertos de hambre y una respuesta implacable; la amenazante posibilidad de un yacaré que se agiganta a medida que cae la noche y las formas del mundo se desvanecen; el frustrante desafío de aprender el idioma del ganado, como dicen los prologuistas, esa forma misteriosa del «ser de campo» que no se hereda por sangre sino a puro sudor y desde chiquitos. 

«Cuando todos estábamos listos, papá dijo que nos tenía una sorpresa. Se metió en la casa y salió con tres machetes enfundados. Nos contó que los había traído para que el peón limpiara el alambre, porque el monte avanzaba y lo iba ensuciando con yuyos y ese tipo de cosas que una vez secos podían generar un incendio y quemar los postes y las varillas. La sorpresa fue que —como el peón ya no estaba—, nos iba a dar un machete a cada uno para que vayamos aprendiendo cómo son las cosas ahí, en el campo.» 

Así se van haciendo los personajes. Así se van haciendo los que deben ser.

En la continuidad casi directa de estos cuentos se sientan las bases para ese efecto de integración y continuidad que se va a sostener a lo largo de todo el libro. No sólo reaparecen los personajes y los ambientes, sino que hay sucesos del primer cuento tienen correlato en el segundo; referencias que vuelven; aspectos que crecen y se expanden con el correr de los relatos. Ese, quizás, es una de los méritos más grandes del libro. Haber construido un universo mínimo que, sin embargo, a medida que avanzan los relatos, no hace más que expandirse y crecer.

Sin que los cuentos dejen de buscar su autonomía —es decir, que funcionen en sí mismos, como piezas aisladas del conjunto—, también van tejiendo esa otra trama mayor, una que se cuenta, acaso, en los espacios en blanco entre relatos. Una especie de novela familiar episódica sobre un padre que no sabe ni quiere ser más que un hombre de campo; sobre una madre que desea otro tipo de educación para sus tres hijos, que añora la ciudad y unas lejanas vacaciones en la playa, sobre el conflicto siempre latente en Nelson, el mayor de los tres hermanos, que se enfrenta como puede a la carga de lo que se espera de él. Un mandato que por momentos se vuelve explícito, en una demanda envuelta en la única forma de ternura que el padre conoce: la más áspera posible. 

«Salimos bien temprano de Resistencia. Me había convertido en un experto cebador de mate. Simón y Matías durmieron todo el viaje. En cambio, yo conversé con papá. Me habló de sus planes para mí: que yo tenía que estudiar administración rural porque era una carrera mucho más corta que las otras con orientación agrícola. También me dijo, muy serio, que si a él le pasaba algo me iba a tener que hacer cargo del campo y de todas las cosas, y para eso tendría que dejar de ser un pajero de mierda y acompañarlo al campo.»

Hay continuidad, y en esa continuidad se dan los cambios. Los personajes crecen, se transforman: vemos a los niños ir haciéndose grandes; sabemos —es parte de esa historia no escrita que se cuenta en los silencios de lo que no está— que el matrimonio se disuelve; que pasa el tiempo, que cambian las temporadas y la suerte y la seca le da paso a otros años de lluvia y de bonanza; que las amenazas a la salud del padre que van y vienen por los cuentos van tejiendo su propia consecuencia. Vemos, poco a poco, cómo Nelson evoluciona desde el chico que iba aprendiendo a cebar mates o a manejar al machete, para darle paso al hombre que se hace cargo del campo y, también, de la familia, como en el tremendo inicio del cuento «Mamá flotaba como si tuviera el cuerpo de madera»:

«Mamá se intentó suicidar un siete de febrero. Yo me enteré un día después, a la mañana. Tomaba mates a la sombra de un árbol de mango cuando me llamó papá.

—Nelson, ¿vos sabés lo que le pasó a tu mamá? —su voz se escuchaba como si hablara de lejos. Agaché la cabeza justo cuando una iguana gigante salía del pasto crecido y enfilaba para el monte.

—No —le dije—, cómo voy a saber yo, si estoy en el campo.

—Se quiso matar. Tomó como sesenta pastillas —ahora su voz adquiría un tono de furia—, la mina se quiso matar y yo me entero por la vecina —hizo una pausa, suspiró y siguió—. Andá a hablar con tus hermanos.»

Lo último que quiero decir tiene que ver con la voz. Con la construcción de una voz. Creo que hay una voz profundamente personal en los relatos de este libro. Una voz que amalgama los relatos y le da forma a esa especie de universo compartido, logrando el efecto de unidad que el libro buscaba, pero que al mismo tiempo construye la figura del autor. El estilo, digamos.

Cuento una infidencia que ustedes conocerán al mismo tiempo que el autor: tampoco Ernesto sabe de esto. Hace algún tiempo fui jurado de un concurso de cuentos; no importa cuál, no es algo que venga al caso, sino este detalle. Habíamos recibido algo así como ciento y pico de cuentos, y lo primero que decidimos hacer con los otros miembros del jurado fue una preselección individual de diez o quince cuentos cada uno, que luego a través de las coincidencias entre los tres reduciríamos a diez para enfocarnos en la relectura de los “finalistas”.  La cosa es que entre esos ciento y pico de cuentos que leí, uno de los que preseleccioné produjo un efecto muy poco frecuente: sentí que lo reconocía sin conocerlo. Quiero decir que no había leído nunca ese cuento antes y, sin embargo, tuve la fuerte intuición de que se trataba de un cuento de Ernesto. No había leído más que un par de cuentos sueltos de él: alguno hacía varios años, y Voz de vaca cuando fue publicado en los libritos de los finalistas del concurso de la EMR el año pasado. La cosa es que recién confirmé esa sensación hace unos días atrás, cuando leí este libro y me encontré de nuevo con ese cuento que imaginé de Ernesto.

A muchos, esto le puede parecer un dato menor. No lo es para mí; sospecho que tampoco para Ernesto. 

La construcción de una voz, de un estilo, de una identidad propia en la manera de contar una historia, es una de esas cosas que a los escritores nos producen los mayores desvelos. Quién soy cuando cuento. Supongo que la voz de un escritor es, como el alma humana, una suma de cosas: sus búsquedas, sus obsesiones, las estructuras gramaticales, la respiración de la sintaxis, los vicios adquiridos. Una suma mermada por infinitas restas, por parafrasear y sacar de contexto a Sergio Pitol. Es una forma de decir, pero también una forma de mirar. Por eso es tan difícil, por eso es tan ansiada. Probablemente el comienzo de la madurez de un escritor no es ni más ni menos que eso: el encuentro con su propia manera de contar, la convicción de saber que así —y no de otra forma— es la forma que tenemos de contar nuestras historias.

Cuando un texto se destaca de algún modo entre tantos otros textos y, además, transmite signos de identidad, es una señal inequívoca de que se está por el buen camino. No por nada en el prólogo, con acierto, Black y Quirós dicen lo que dicen de la voz de las vacas y de la literatura. 

“Una idea perfecta, poderosa: la diferencia sutil, inconmensurable, entre hablar a las vacas y hacerlo de forma original, es la misma que existe entre simplemente usar el lenguaje y hacer literatura. Escribir, podríamos decir, es el esfuerzo de dirigirse a las vacas, de aprender su lenguaje, de hablarles como nadie lo ha hecho.”

Este libro es resultado de ese aprendizaje. Es, también, la bitácora de ese viaje: el del encuentro de esa voz, de esa forma de decir. 

Ernesto la encontró, la hizo propia. Los lectores la reconocemos y la oímos. Sutil, áspera, tierna. Como la de ese padre que sabe cómo hablarles a las vacas para que lo sigan sin vacilar. Y así vamos nosotros, cuando leemos, detrás de la música de esa voz.

mayo 2023 | Revista El Cocodrilo

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