LA LIGA HARAPIETA, DE SEBASTIÁN MENEGAZ, POR HERNÁN SASSI

por El Cocodrilo

La liga harapienta
Sebastián Menegaz
Paradiso
2022 |

Me cago en los salvajes [unitarios], soy hijo de Peñaloza y por él muero y si hai alguien que me contradiga, salga a la calle [a pelear]; por los salvajes me hallo jodido, porque no me dan ni una peseta y no me he de desdecir de lo que digo aunque me metan cuatro balas.

Francisco Sarmiento a D. F. Sarmiento (1862)

En La liga harapienta, primera novela de Sebastián Menegaz, se afirma que “un caudillo no le dice a sus hombres qué es lo que quieren, les dice por qué lo quieren”. Ese saber, aprendido con el gauchaje –y no suprimiéndolo-, es el que llevó a Jaureche a definir al caudillo como “el sindicato del gaucho”. Por el contrario, para Sarmiento “los caudillos [fueron] monstruos inexplicables pero reales”. Por una y otra razón escribió las biografías de Aldao, Quiroga y el Chacho, cuyo asesinato, si no ordenó, celebró.

Pero ni aún muertos los caudillos se van fácil de este mundo. Además de Sarmiento, Hernández, que probó cómo “el partido [unitario] envenenado de crímenes […] cosió a puñaladas al Chacho”, contribuyó no poco a perpetuarlos. También Los hijos de Facundo de A. de la Fuente, de donde extraje la amenaza insultante que sirvió de epígrafe y prueba de sobrevida. La hipnótica novela de Menegaz es otra probanza, venturosa en días de hatters sin cabeza.  

Con algo de leyenda (“se cuenta que…”) y de pesadilla (“de los traidores”), La liga cuenta la historia de un grupo de hombres (¿o fantasmas?) que vengan un magnicidio, de los varios que cuenta este país, hechos todos “sin escrúpulos, por reflejos de clase”, según se aclara aquí con justeza. 

Los “Salieris del Chacho” (¡quién pudiera!) leen una carta de María Peñaloza, mujer de aquel hombre que, de puño y letra, señala las postas del degüello; porque si “Roma no paga traidores”, Argentina los mata: quien no crea, pregúntele a quien triunfó en Caseros. No será tarea fácil. Hay que conseguir fondos, anoticiar a Urquiza, matar (a uno, otro y otro) y huir. No habrá manco Paz que salve a los asesinos de ese General de la Nación. Tampoco a sus vengadores.

Pocos hay que sorprenden en cada línea. El mote de “experimental” es carga pesada más que elogio. No le cabe a Menegaz, tampoco al Serra Bradford de Manos verdes, su antecesor en el rubro (de poeta, o mejor, de orfebre alucinado); ni a Andrés Rivera, otro que volvió al Siglo XIX con sonido y furia que en Menegaz resuena en los paréntesis, su santo y seña que hace las veces de subrayado o nota aclaratoria (las menos), contrapunto (las más), traducción de un término olvidado (¿o inventado?) y hasta vía de escape (o golpe) del sentido.

A los caudillos se los persiguió como a bandidos (“guerra de policía” la llamaban con orgullo Mitre y Sarmiento). Encomendados a Dios como los ajusticiados, serán estos jinetes del Apocalipsis salidos de una de cowboys quienes harán justicia en un final (cinematográfico) con secuencias paralelas: a un lado (el pasado), el asesinato del Chacho; al otro (el presente), el destino que cae implacable sobre los vengadores. La venganza es simbólica, pero también, política: “Porque la montonera era un orden (posible), no un tumulto”. 

Otro pudo ser el destino del país. “Vengando al Chacho debería cerrarse un episodio histórico y abrirse otro, en el que intervendrían nuevas fuerzas, o acaso las mismas –dijo- pero renacidas, sin memoria”. En este Medioevo con pantallas no hay vengadores (ni de los Llanos ni de ningún tipo) más allá de los de la Liga de la Justicia, pulp fiction adulterado por un cine moribundo hecho por lo que queda de Hollywood. Tampoco hay memoria. 

Bienvenida esta novela impar (lo más asombroso desde Los Sorias, lo más prieto e impecable desde Zama) para recuperarla algún condenado día.

***

Fuente: Otra Parte/Semanal, agosto de 2022.

marzo 2023 | Revista El Cocodrilo

Artículos Relacionados