LOS LLANOS, POR MARTÍN KOHAN

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Los llanos
Federico Falco
Anagrama
2020 |

HISTORIA DE UN SOLO

La soledad del dejado no se parece a ninguna otra. No es como la del que deja, aunque se quede solo; tampoco como la del arisco, la de ensimismado, la del retraído, la del meramente solo. La soledad del dejado no se parece a ninguna otra, y hasta podría llegar a decirse que habría que reservar esa palabra, soledad, exclusivamente para ese caso (de hecho Alfredo Le Pera tituló “Soledad” a ese tango que, con música de Carlos Gardel, empieza justamente diciendo: “Yo no quiero que nadie a mí me diga / que de tu dulce vida / vos ya me has arrancao”).

Esa soledad, la del dejado, narra Federico Falco en Los llanos. Una soledad que es en parte impuesta, porque el narrador no decidió el abandono, ni siquiera se lo vio venir; pero en parte es elegida, porque una vez que el amor del otro se acabó, él decide alejarse a un lugar sin nadie, hasta transformar esa separación de pareja en una especie de separación de todo.

El dejado de Los llanos no viaja para olvidar, tampoco para cambiar de vida (recuerda de hecho más de lo que olvida, y el futuro lo tiene de hecho en suspenso). Los meses que pasa aislado en una huerta de Zapiola los dedica a cultivar, a leer, a contemplar. Y con eso compone Falco su novela: con el detalle minucioso de lo que en la huerta prospera o se frustra, con lo que la literatura da a pensar como posibilidad o imposibilidad, con la manifestación sincera de una realidad del mundo que se ofrece como paisaje al espectáculo de los sentidos.

En los días de Zapiola va a recuperar el narrador la historia de su bisabuelo inmigrante y también escenas de su propia infancia. Porque su bisabuelo alguna vez llegó a su vez a un campo así desde muy lejos, desde el Piamonte, con todo por hacer; porque su propia infancia transcurrió en un pueblo atemperado de la provincia de Córdoba, en una escala semejante a la del presente que ahora le toca. Pero lo que en la historia del bisabuelo irradia sentido es que llegó solo, completamente solo, solo de familia, de amistades y de lengua; si hay en eso un legado implícito es qué hacer con la soledad, o cómo hacer con la soledad. Y lo que desde la infancia vuelve, ahora como un legado que el narrador se procura a sí mismo, o más bien como un legado que el niño le traspasa al adulto, es la manera en la que alguna vez fue aprendiendo a estar solo. Porque la soledad, cualquiera sea, puede precisar un aprendizaje también. Y aquel chico miope, introvertido, desigual, de los días de Cabrera, Córdoba, había aprendido a estar solo. El desamor, en el presente, vuelve necesario ese saber.

Falco describe los cultivos de la huerta con el mismo detenimiento afectuoso con que su personaje los afronta. Algún día llegará a comer lo que él mismo sembró y cosechó. Porque de eso se trata, en efecto: de la ilusión de bastarse a sí mismo. Justo ahí donde el abandono lastima porque revela que, de ahora en más, será preciso vivir sin otro, el narrador se pone a prueba en su poder de autonomía: prueba a vivir así, sin otros, para saber si puede vivir sin otro; prueba a vivir así, sin todos los otros, para saber si puede vivir sin ese otro.

Puede, claro que puede: cualquiera lo sabe. Pero el dejado, por dejado, siente terriblemente que no, que él no podrá. Sabe que podrá, pero siente que no. Los llanos narra, en diez meses, ese trance. Que se traslada a la vez a la escritura. Porque el lugar de la escritura cambia para el narrador. Por empezar, deja de lado sus talleres, el trabajo del que vive, que es también el espacio compartido en el que habitualmente escribe con otros y entre otros. La forma de la escritura entonces se modifica también: queda de lado la escritura de recursos pautados, la que se dispone en el cálculo premeditado del efecto sobre otro, para pasar a ser escritura porque sí, escritura para nadie.

Ese nadie no es en sentido estricto nadie. Ese nadie es un lugar vacante, un lugar posible: es un deseo, una conjetura, una intuición. Es el lugar que ha de ocupar cada lector de Los llanos, para dar así un destino a esa escritura sin destino, para acompañar con la lectura al solo que está escribiendo, para acompañar al solitario sin por eso despojarlo del tesoro de su soledad.

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