LA VIDA ABSTRACTA, POR MARCELA ALEMANDI

por El Cocodrilo

Slava almuerza en una mesa pequeña pegada a una ventana que apenas deja pasar la luz débil y gris del día ya avanzado. El alféizar tiene montones de nieve que trepan hasta los vidrios y oscurecen aun más el empapelado de flores rosa viejo del interior. Sobre la mesa, un bol con restos de sopa y un vaso de agua con una cebolla germinando. Entre las manos, una taza de café humeante. Colgada en la ventana, una jaula con un loro. Slava, de 63 años, con pulover grueso de lana marrón, el pelo canoso un poco largo y una barba de días, levanta la vista hacia el loro y le dirige palabras cariñosas. Una fotografía de un día más en el Ártico.

Khodovarikha es una estación meteorológica en el norte de Rusia, en la península sobre el mar de Barents, en el Polo Norte. Es el puesto meteorológico más remoto, con temperaturas que pueden llegar a 40 grados bajo cero. La población más cercana está a una hora de helicóptero. Allí vivió trece años Slava Korotki, especialista en meteorología polar, solo. Y hasta allá llegó un día, en 2014, la fotógrafa Evgenia Arbugaeva, también nacida en un pueblo del Ártico ruso, para quedarse tres semanas con Slava y fotografiar su vida cotidiana.

En otra de las fotos de Arbugaeva no aparece Slava, pero sí su escritorio, lleno de anotaciones a lápiz, cifras, el diseño de un bote, un cenicero con muchas colillas, libros apilados y, a un lado, una foto en blanco y negro de Yuri Gagarin, el primer ser humano en viajar al espacio exterior. En su refugio del Ártico, Slava mismo parece un antiguo cosmonauta soviético, congelado en el tiempo. En las fotos se lo ve, único habitante de ese planeta helado, inmenso y pacífico, caminando hacia el antiguo faro, en medio de la niebla y la noche casi permanentes. O con sus instrumentos de trabajo, parado en medio de los incontables médanos de nieve, estudiando las auroras boreales, a 20 grados bajo cero. O en la ventana de su casa observando la lluvia, cuya única diferencia con la nieve es que al menos rompe el silencio perpetuo que reina en esos inviernos oscuros.

En su libro El país del viento, la escritora Sylvia Iparraguirre cuenta una historia con un personaje similar: en 1932, Donovan está en el Cabo de Hornos, a cargo del faro más austral de todos, el Faro del Fin del Mundo. Solo, con la única compañía de su perro, resiste desde hace tres meses sin recambio, porque la persona que iba a relevarlo cayó enferma y no hay quien la reemplace. Sus tareas son metódicas y estrictas: medir la temperatura, el viento, la presión, transmitir por radio al continente una vez al día, prender el faro al anochecer, apagarlo por la mañana. A veces cruza remando a los islotes, a buscar huevos de cormorán para la cena. Hábil con el bote, esquiva los témpanos que suben y bajan con la respiración de ese animal enorme que es el encuentro arremolinado de los dos océanos.

Su rutina incluye la lectura, por las noches, de las aventuras de los grandes marinos que navegaron esas aguas: Francis Drake, el más famoso, que, cuando el lugar era escenario de la pelea de los dos más grandes imperios del mundo, España e Inglaterra, perdió varios barcos cruzando el Estrecho de Magallanes. Naves que eran arrastradas por el viento hacia el sur, perdidas para siempre en esa terra incognita. Donovan subraya los mejores pasajes y se los lee en voz alta a su perro, que lo escucha echado en una manta, cerca del fuego.

Un día, el perro muere, y Donovan, a la espera del barco de provisiones que llegará en dos semanas, empieza a dejarse invadir poco a poco por la melancolía que, en esas circunstancias, es la antesala de la locura. Los sonidos que trae ese viento que parece adherido a todo lo sólido que habite el lugar no le dan respiro para la mente ni descanso para el trabajo.

Dos hombres solitarios, dos confinados, en el norte y en el sur más helados del mundo, pendientes de las temperaturas y los vientos, haciéndose uno con el agua, el aire y el hielo, tienen, a pesar de su soledad, observadores que pueden espiar esos momentos de la intimidad: la lectura, la comida caliente, el café. Quienes leemos el cuento o miramos las fotos experimentamos a la vez la soledad y la compañía, el aislamiento y la comunión.

Otro ruso, el escritor Fiódor Dostoyevski, decía que la humanidad sabe mucho más sobre sí misma de lo que ha registrado en la literatura, y por eso escribir sobre nuestro momento actual de aislamiento absoluto es casi imposible: como no se puede escribir en la urgencia, solo podemos llegar a él, y a la intimidad de esa experiencia, de manera oblicua, leyendo cuentos, mirando fotografías que narran esas vivencias.

Otros y otras escribirán después sobre estos días en los que vivimos y sobrevivimos, en compañía y en soledad, aislados, adentro. Los textos y las fotos que vengan le darán al aire ese instante de serenidad que vemos en el café de Slava o en la lectura de Donovan. Solo en ese momento podremos, quizás, pedirle a la época lo que también Dostoyevski le hace pedir a Shatov, peronaje de su novela Los demonios: “Al menos por una vez, hable con una voz humana”.

(Publicado en Bitácora de la intimidad, un volumen que reúne “38 voces autorales de Rosario, que avanzan sobre la intimidad como si fuera un nuevo tiempo en medio de la pandemia”. Se puede descargar desde la página de Revista Rea, haciendo click acá)

Marcela Alemandi es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Es profesora de Lengua y Literatura en la escuela secundaria y de escritura académica en el taller de tesis en la Maestría en Salud Pública de la UNR. Además, edita la revista El Cocodrilo, de la Asociación de Graduadxs en Letras de Rosario. También trabaja como correctora de textos académicos. Ha coordinado diversos talleres literarios y de escritura creativa, en español e inglés. Tuvo publicaciones en diferentes medios locales y nacionales. Ha recibido premios y menciones, entre ellos fue dos veces finalista del concurso Crónica Breve del Festival de No-ficción “Basado en Hechos Reales”, ganadora del premio “Experiencia Anfibia” de la Revista Anfibia/UNSAM y ganadora del primer concurso literario “Bartolomé Sartor e Hijos”. Ha ganado diferentes becas, entre ellas la Beca del programa “Assistantes de langue”, otorgada por el CIEP-Embajada de Francia en Argentina-Estado Francés, la Beca Formación del Fondo Nacional de las Artes 2018 y la beca-residencia Can Serrat, en Cataluña.

( abril 2020 | Revista El Cocodrilo)


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