HIPOCENTRO, POR ERNESTO INOUYE

por El Cocodrilo
HEIWA ŌDŌRI |

Ni las agencias de turismo ni los viajeros en sus blogs presentan a la ciudad de Hiroshima como un destino muy interesante para visitar. No hay nada histórico que ver ahí porque todo fue destruido por la bomba atómica. Es una ciudad moderna aunque sin la opulencia financiera ni la gracia tecnológica, espejada y futurista de Ōsaka. Pero cuando planeamos el viaje familiar a Japón mi papá fue inflexible con una única cosa: ir a Hiroshima.

Es cierto que no vimos nada deslumbrante cuando caminábamos por el Heiwa Ōdōri, el Boulevard de la Paz, pero sentía, como cuando me había asomado más temprano por el balcón del departamento que alquilábamos, que esa ciudad sin encanto emanaba desde todos sus rincones un aura extraña. Me resulta muy difícil describir ese aura que no se parece en nada a las emociones que promueve el turismo internacional, es decir, diversión e impacto visual. El aura de Hiroshima era apenas una sugestión pero tenía como fundamento un hecho real y contundente: todo lo que estaba a nuestro alrededor había sido edificado sobre los restos de otra ciudad devastada en una sola mañana por un único artefacto explosivo.

Nos abrimos del Heiwa Ōdōri y caminamos por calles más estrechas hacia el hipocentro de la bomba atómica. La palabra “hipocentro” proviene de la sismología y se refiere al punto en lo profundo de la tierra donde se origina un movimiento sísmico. “Epicentro”, palabra más conocida, es el punto en la superficie de la tierra donde se registran los temblores más violentos y resulta de la intersección del suelo con la proyección de una vertical que pasa por el hipocentro. Después de las explosiones en Hiroshima y Nagasaki el término “hipocentro” fue adoptado en la jerga militar para referirse al punto en la superficie de la tierra sobre el que explota una bomba atómica. Algo que no sabía antes de visitar Hiroshima es que la bomba no estalló cuando tocó tierra sino que, como había sido calculado, lo hizo a 600 metros de altura. Muchos habitantes de la ciudad y de las localidades vecinas vieron la explosión en el cielo. La fuerza de la bomba se proyectó verticalmente, desde arriba hacia abajo.

El hipocentro en Hiroshima está señalado por un pilar de granito que sirve de soporte a un texto alusivo y a una fotografía de la ciudad devastada que tomó la armada estadounidense desde ese punto mirando hacia el norte. El pilar está en una vereda en medio de la ciudad y si no fuese por las caravanas de estudiantes que llegan con sus docentes a visitarlo, pasaría totalmente desapercibido.

Tenía conmigo un grabador porque le había prometido a mi amigo Adolfo Corts llevarle algunas muestras de audios de Japón para su página web donde archiva sonidos de la ciudad de Rosario y del mundo. Está elaborando un museo sonoro, como le gusta decir a él. Mi objetivo en este caso era registrar el sonido ambiente del lugar sobre el que había estallado la bomba atómica. Haciendo click acá se puede escuchar la grabación que realicé el 24 de octubre del 2018 cerca del mediodía, es decir, setenta y tres años después de la detonación. También saqué una foto en vertical, en dirección al lugar en el cielo donde había ocurrido la explosión. Es la imagen que aparece como portada de esta nota. Lo que creo que intentaba hacer sin darme cuenta era capturar algo del aura que emanaba homogéneamente toda la ciudad, como una vibración de fondo.

Después de tomar mi muestra de sonido, fuimos al Museo Memorial de la Paz. Algo llamativo que tiene, a diferencia del Museo de la bomba atómica de Nagasaki, es que decidieron no mostrar cadáveres ni mutilados. Cuando terminamos de recorrerlo, compré en la tienda un libro titulado Eyewitness testimonies. Appeals fromthe A-bombsurvivors. Es decir, Testimonios de testigos oculares. Pedido de los sobrevivientes de la bomba atómica.

Desde que había leído la descripción del general estadounidense Thomas Farrel sobre la primera detonación nuclear de la historia, la Prueba Trinity en el desierto de Nuevo México, me había intrigado cómo se vería en directo una explosión nuclear. Era una pregunta frívola que surgía de la fascinación por cualquier potencia extraordinaria. Había visto en Internet algunos videos de explosiones nucleares, pero los videos no dicen mucho. ¿Qué los diferencia de un efecto especial? En cambio los relatos reponen sentimientos y percepciones que no capturan las cámaras. Thomas Farrel había dicho:

Los efectos podrían ser calificados como inauditos, sublimes, bellos, asombrosos y terroríficos. Nunca antes el hombre había creado un fenómeno de una potencia tan colosal. Los efectos luminosos de la explosión son indescriptibles. Toda la región circundante fue iluminada por una luz abrasadora de una intensidad varias veces superior al sol de mediodía. Era dorada, púrpura, violeta, gris y azul. Iluminaba cada cima, grieta y filo de una cadena montañosa cercana, con una claridad y belleza indescriptibles. Es necesario ver esa luz para poder imaginarla. Era la belleza que los grandes poetas soñaban pero que la mayoría de las veces describieron deficiente e inadecuadamente. Treinta segundos después de la explosión llegó una ráfaga de aire que golpeó contra los objetos y las personas, y le siguió casi inmediatamente un rugido profundo y sostenido que parecía advertir el día del juicio final. Nos hacía sentir que éramos unos seres insignificantes que blasfemaban por atreverse a manipular las fuerzas hasta ahora reservadas a los dioses. Las palabras son herramientas inadecuadas para informar a quienes no sufrieron sus efectos físicos, mentales y psicológicos. Es necesario presenciarlo para comprenderlo.

Por su lado, el físico Robert Oppenheimer, director del laboratorio donde se había desarrollado la bomba atómica, dijo en una entrevista sobre esa primera detonación de prueba: “Algunas personas se rieron, otras lloraron. La mayoría de la gente se quedó en silencio.” Y recordó que en el momento de la explosión se le cruzaron por la cabeza dos versículos del Bhagavad-gītā, el libro sagrado del hinduismo. El primero decía:

दिविसूर्यसहस्रस्यभवेद्युगपदुत्थिता।

यदिभाःसदृशीसास्याद्भासस्तस्यमहात्मनः

Es decir:

“Si cientos de miles de soles aparecieran en el cielo al mismo tiempo, su brillo podría asemejarse al resplandor del Creador.”

Y el segundo:

दिविसूर्यसहस्रस्यभवेद्युगपदुत्थिता।

यदिभाःसदृशीसास्याद्भासस्तस्यमहात्मनः

Es decir:

“Yo soy el Tiempo, el gran destructor de los mundos, y he venido aquí a aniquilar todas las criaturas. Con excepción de ustedes, todos los soldados que se encuentran aquí en ambos lados morirán.”

Prueba Trinity a 25 milisegundos de la detonación.

TESTIGOS OCULARES

Cuando volví a Rosario le pasé a Adolfo Corts los audios que había grabado en Japón para que los publique en su página, entre ellos la grabación del hipocentro, y guardé en mi biblioteca el libro de testimonios que había comprado en el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima sin haberlo leído.

Pasó un año hasta que se me ocurrió agarrarlo. Me sumergí muy rápido en ese paisaje devastado, repleto de cadáveres, cuerpos mutilados y multitudes desorientadas, arrastrándose entre escombros e incendios de un lugar a otro, más preocupados por encontrar a sus seres queridos que por revisar las heridas propias. Por momentos tuve que tomar un respiro para poder seguir leyendo: todo lo que se contaba ahí era lo que había sucedido en el lugar por el que me había paseado con mi familia.

Después de terminar el libro decidí traducir desde el inglés algunos fragmentos de los testimonios. Seguí la misma política del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima e intenté evitar la infinidad de cadáveres y mutilados que aparecen en los testimonios. Me concentré principalmente en los momentos previos a la explosión y en cómo ese destello en el cielo interrumpió sin aviso la vida cotidiana de los ciudadanos de Hiroshima.

Taeko Teramae

15 años, operadora de la central telefónica

0,5 kilómetros del hipocentro

La mañana era clara, despejada y fresca. Estábamos formadas en el pasillo con nuestros auriculares, preparadas para el cambio de turno. Yo estaba mirando casualmente el cielo cuando vi un puntito que brillaba con la luz del sol, crecía y se volvía más resplandeciente mientras caía. Intrigada le pregunté a mis compañeras: “Miren, miren, ¿qué es eso?” Entonces, justo frente a nuestros ojos se originó una explosión enceguecedora. Sentí que ese brillo podía derretirme. El mundo entero se volvió luz blanca. Cada rincón de cada estantería quedó iluminado.


Miyoko Matsubura

12 años, estudiante 

1,5 kilómetros del hipocentro

Con mis compañeros de curso estábamos limpiando los escombros de los trabajos de demolición. Recolectábamos tejas rotas, pedazos de madera y clavos, y los poníamos en canastos. El objetivo del programa de demolición de casas era crear zonas abiertas en la ciudad para prevenir que, en caso de ataque, los incendios se propaguen.

Sucedió mientras trabajábamos. Uno de mis mejores amigos, Takiko Funaoka, de pronto gritó: “¡Escuché un B-29!” La alerta amarilla de ataque aéreo había sido levantada, así que pensé que no podía ser cierto. Sin embargo miré hacia el cielo y pronto descubrí una estela blanca. La seguí con la vista hasta que pude distinguir la silueta difusa de un avión dirigiéndose al noroeste. Seguía mirando fijo cuando me pareció ver una luz que era al mismo tiempo naranja y blanco-azulada. Me tiré rápido al suelo. En ese mismo momento escuché un bramido tan atronador que parecía sacudir los cimientos de la Tierra. La fuerza de la onda expansiva fue tremenda. Tuve el pensamiento fugaz de que una bomba había caído directamente arriba mío. No estoy segura cuánto tiempo pasó, pero cuando recobré la conciencia, estaba en la oscuridad total. El aire estaba tan saturado de polvo que era imposible ver. Ni Takiko ni ninguno de los otros dos miembros de mi equipo estaban cerca mío. Aparentemente la onda expansiva los había lanzado lejos de donde yo estaba.

*

El río estaba cubierto por humo negro y niebla. Un enorme coro de voces elevaba un canto zumbante que parecía el rumor del mar.


Hiroshi Sasamura

37 años, maestro de escuela

2 kilómetros del hipocentro

El cielo estaba claro y despejado. El sol pegaba fuerte y parecía que iba a ser un día caluroso. Me preocupé por los alumnos que estaban parados bajo el sol abrasador. Entonces les dije: “Chicos, pónganse abajo del sauce, hacia la derecha; chicas, pónganse abajo del sauce, hacia la izquierda.” Unos y otros hicieron caso felices y yo empecé a contarles un cuento. En el medio del relato me percaté que al fondo, bajo la sombra del árbol, dos o tres alumnos de sexto grado miraban hacia el cielo. En retrospectiva, pienso que esos chicos quizás estaban viendo el avión de la bomba atómica o escuchando el zumbido de las hélices. Como el alerta había sido levantada, no tenía razón para pensar que hubiese aviones sobrevolando Hiroshima. No estaba prestándole atención al cielo, sino contando en voz alta el cuento a los chicos. Iba a retar a los distraídos para que presten atención pero en ese momento una luz blanca atravesó el cielo como un fulgor de magnesio. Quizás escuché un sonido silbante. “¡Estamos siendo bombardeados!”, pensé instintivamente y grité: “¡Resguárdense!”

Esa orden significaba que todos debían inmediatamente dejar cualquier cosa que estén haciendo y agazaparse contra el suelo. Estando de pie había más posibilidades de ser lastimado por las explosiones. Sabíamos que tarde o temprano seríamos bombardeados y habíamos entrenado para adoptar esa posición como en un acto reflejo. Los chicos bajo la sombra del sauce probablemente se pusieron en esa posición pero nunca lo supe, porque tuve que bajar inmediatamente de la plataforma donde estaba. Justo cuando descendía de espaldas por la escalera, la escuela explotó y una lluvia de escombros cayó encima de los niños y encima mío.

*

Pensé que la escuela había sufrido un ataque directo. Quería pedir ayuda para liberar a los otros de los escombros. Corrí 50 metros, después 100 metros, pero no importaba cuán lejos iba siempre estaba todo completamente oscuro. Mientras corría avenida abajo noté que todas las casas estaban ladeadas. No veía a nadie, pero a lo mejor era porque mis pensamientos estaban frenéticos. Solo recuerdo que vi un caballo viejo, tendido de costado.

*

Esa mañana tenía puestos unos zapatos de lona. Ahora me daba cuenta que había perdido uno. Había estado corriendo todo el día a lo largo de la ciudad en busca de ayuda, con un pie descalzo, y no me había dado cuenta.


Chisako Takeoka

17 años, obrera   

3 kilómetros del hipocentro

Las estrellas del amanecer todavía brillaban. Yo era miembro del Cuerpo de trabajo de mujeres voluntarias. Ayudaba a manufacturar misiles tripulados en fábricas militares secretas. Volví a casa justo antes de que salga el sol, después de trabajar toda la noche.

Ventilé mi futón y limpié un poco la casa después de mucho tiempo. Había prometido ir a Miyajima con un par de amigos. Antes de partir agarré un pequeño espejo de mi bolsillo para echarle un vistazo a mi cara. Justo en ese momento hubo un destello. Un sonido profundo y envolvente siguió de inmediato. No tengo idea cuántos segundos o minutos pasaron antes de recuperar la conciencia, pero me di cuenta que había volado por arriba de mi casa y aterrizado en el terreno de al lado. ¿Qué pudo haber pasado? Miré al cielo. Una gigantesca nube de colores bullía y se desplegaba.


Yoshito Matsushige

32 años, reportero gráfico

2,7 kilómetros del hipocentro

Recién terminaba mi desayuno. Mi ropa interior estaba colgada afuera en la soga. La había puesto ahí porque la había traspirado. Cuando me estaba levantando para buscarla escuché de pronto un ruido chisporroteante como el de una bengala. En simultáneo una luz blanco-azulada inundó la habitación como si alguien hubiese encendido una gran cantidad de magnesio justo en frente de mis ojos. No podía ver nada. Al instante siguiente una ráfaga que sentí como cientos de agujas penetrando mi torso desnudo me lanzó violentamente contra la pared.

*

Atravesé el puente Miyuki otra vez. Me dirigí al centro pasando por el campus de la Universidad de Hiroshima, hacia Hirano-machi. Había una pileta de natación al interior del terreno en la esquina sur. La mañana anterior, yendo al trabajo en bicicleta, había pasado por esa misma pileta y había observado que estaba llena de agua para usar contra posibles incendios. Pero las llamas que arrasaron la ciudad la habían evaporado casi por completo. En el fondo de cemento blanco yacían siete u ocho cuerpos.

*

En el templo Shirakami había un enorme árbol de alcanfor. Tenía 300 años y su tronco era tan grueso que tres adultos tomados de las manos apenas podían rodearlo. Tenía ramas gigantes que casi tapaban la sucursal local del Banco de Japón. El árbol era un refugio predilecto para protegerse del calor del sol, el lugar perfecto para tomar un descanso a la sombra. La bomba atómica lo había arrancado de cuajo y dado vuelta. Pero incluso después de haber sido atacado por las llamas, el tronco, oscuro y carbonizado, conservaba su forma.

*

“Tengo que fotografiar todo esto”, me dije. Pero cuando levanté mi cámara, que tenía colgada del cuello, no pude presionar el disparador. La escena frente mío era tan macabra que apenas podía estar de pie, paralizado, tratando de asumir que ese panorama era real.

*

Con mi esposa encontramos un lugar para descansar en los restos de la estación de bomberos. Nuestros cuerpos estaban exhaustos. Nos contamos las cosas que habíamos visto durante el día. Ella me dijo que en el momento de la explosión estaba en nuestro local de peluquería y había visto en uno de los espejos una intensa y roja bola de fuego.


Miyoko Watanabe

15 años, obrera                   

2,3 kilómetros del hipocentro

Salí de casa hacia la sucursal del correo que estaba cerca del puente Miyuki. Ya en camino, como el sol estaba tan fuerte, decidí volver a casa a buscar una sombrilla. Al salir de casa por segunda vez, en el momento en que estaba abriendo la sombrilla, me envolvió un poderoso resplandor.

Se parecía al flash de magnesio de una cámara, pero con algo amarillo y naranja mezclado, y cientos de veces más brillante. Pensé que había caído una bomba en el tanque de gas del otro lado del río y había causado una explosión. Corrí inmediatamente al interior de mi casa y me puse boca abajo en la postura que nos habían enseñado que había que adoptar en caso de un ataque aéreo. Escuché algo muy extraño, ruidos de temblores y roturas. Espantada abrí los ojos y vi que la pared oeste de mi casa se había derrumbado. Podía ver el interior del taller que estaba en la parte trasera. Aunque pensaba “sobreviví”, estaba aterrada. Cuando salí afuera, el cielo, que estaba azul hacía solo unos momentos, se había puesto negro como la noche. Había un extraño olor en el aire que no podría describir.


Setsuko Iwamoto

13 años, estudiante

1,4 kilómetros del hipocentro

Le salida de la escuela estaba atestada. Parecía que iba a tardar mucho en poder salir. Como me preocupaba llegar tarde a la reunión de los equipos estudiantiles de demoliciones de casas, pasé por el salón de primer grado y me dirigí a la salida oeste. En ese momento vi un intenso destello dorado que me golpeó por delante y por la derecha. Al mirar en esa dirección para averiguar qué podía ser, fui impactada por un resplandor azul mucho más poderoso. La próxima cosa que percibí fue gente alrededor que lloraba.

*

Pude volver a mi casa en Tokyo nueve días después, cuando mi familia finalmente me encontró. Pero incluso en casa no había medicina, entonces mi abuela me puso jugo de pepino y talco en polvo encima para prevenir las erupciones. No tengo idea dónde había escuchado sobre un tratamiento como ese, pero era todo lo que estaba a su alcance. Lo que hizo, sin embargo, tuvo efecto y una piel nueva y delgada empezó a formarse sobre las quemaduras.

*

Mi abuela dijo que no importaba cuanto lave la funda de la almohada, nunca podía quitar por completo las manchas.


Rikio Yamane

36 años, profesor de educación física

2 kilómetros del hipocentro

En aquel momento yo era profesor de educación física para el gobierno de Hiroshima. Vivía dos kilómetros al sur del hipocentro, en Minami-machi, cerca del Miyukibashi, el puente más largo de la ciudad. El alerta de ataque aéreo de la noche anterior había sido levantado, y me preparaba para el seis de agosto con una sensación de alivio. Era un día de pleno verano y el sol resplandecía. Siete u ocho miembros de la asociación vecinal nos habíamos reunido para discutir sobre las raciones (la escasez general hizo necesario un régimen de racionamiento de alimentos y otras necesidades diarias). De pronto uno del grupo gritó: “¡Miren, un B-29!” Miramos hacia donde señalaba y vimos un solitario avión enemigo que, plateado, brillaba a la luz del sol. Se dirigía hacia el norte en el sector noreste del cielo.

En ese momento un rayo de luz resplandeció a lo largo del cielo. Sentí como si me hubiesen arrojado algo en los ojos. Me hizo picar la cara. Intuí una catástrofe y salté adentro de mi casa. Inmediatamente, la construcción se agitó como en un terremoto. El techo se deshizo en una lluvia de escombros. Las tejas cayeron estrepitosamente contra el piso. Todo alrededor se ennegreció. Anduve a tientas buscando la salida y finalmente pude escabullirme por una ventanita en la oscuridad. Cerca estaba el río, y con esfuerzo intenté llegar a la orilla. Me quedé ahí parado completamente aturdido. Como si una niebla se estuviese disipando, se me fue revelando gradualmente el panorama. El puente Miyuki, inmediatamente frente mío, había perdido todas sus barandas. Los postes del tendido eléctrico estaban caídos y los cables parecían gigantescas telarañas. Todo estaba tan silencioso, tan increíblemente silencioso. Me sentí muy extraño y me pregunté qué fue lo que pudo haber pasado. Estuve un rato ahí, sin hacer nada, parado al lado del puente Miyuki.

*

Con mi mujer caminamos río arriba hasta un muelle y embarcamos en un bote. El remero estalló en llantos cuando nos vio: “Pobre gente, pobre gente.” Lloraba mientras remaba hacia la otra orilla. Desde ahí nos arrastramos dos kilómetros hasta el pueblo de Kabe. Un proverbio ancestral dice: “Como encontrar a Buda en el Infierno”. Así fue exactamente como nos sentimos cuando vimos arribar el colectivo justo en el momento que llegábamos. Nos unimos a los más o menos diez pasajeros heridos y nos condujo camino a mi pueblo natal.


Seikō Komatsu

9 años, estudiante

2,5 kilómetros del hipocentro

Una lluvia negra empezó a caer más tarde pesadamente sobre la zona noroeste de la ciudad. Esa mezcla de suciedad y polvo radioactivos cayó por aproximadamente dos horas. Finalmente se detuvo justo antes del atardecer. En ese momento mi abuelo me llevó de la mano hasta nuestra casa detrás de la Estación Nishi-Hiroshima.

Mi abuela, mientras tanto, nos había estado buscando desesperadamente. Había caminado los dos kilómetros desde Kusatsu hasta casa bajo la lluvia negra. Cuando llegamos a casa cerca del atardecer, la encontramos sentada en el suelo, aturdida y empapada, murmurando, “La lluvia duele, duele tanto tanto.”

*

Mucha gente decía que nada iba a crecer en Hiroshima por 75 años, pero tan pronto como en octubre, artemisas, endibias y achiras silvestres empezaron a brotar y florecer. Si las plantas eran capaces de crecer era razonable pensar que los humanos también sobrevivirían.

Ernesto Inouye nació en Rosario en 1984. Es profesor en Letras por la UNR. Prologó el libro Facundo Marull. Poesía reunida y formó parte del equipo de investigación y redacción de Archivo Mikielievich. Obras y colecciones, ambos títulos editados por la Editorial Municipal de Rosario. Es coautor del libro de crónicas urbanas 40 esquinas de Rosario. Además de sus trabajos relacionados con las letras da clases de acordeón.

(actualización marzo 2020 | Revista El Cocodrilo)

CRÓNICAS

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