AMAZONA DE LAS AMÉRICAS, POR PABLO FRANCO

por El Cocodrilo

Ana Beker narra la odisea que llevó a cabo entre 1950 y 1954: ir a caballo desde Buenos Aires hasta Ottawa.  El libro, publicado por única vez tres años después del viaje, es un fascinante relato de aventuras, y también un muestrario de las penurias que sufrió, por su condición de mujer, a lo largo del recorrido por todo el continente.

Pasando Oro Ingenio, a 3600 metros sobre el nivel del mar, para evitar un rodeo de muchos kilómetros, Ana decidió tomar un atajo por un cañadón. Lo recorría un río pequeño, que los caballos podían atravesar. Le advirtieron: “Que no la agarre el Angosto, pues entonces está perdida”. El río crecía de golpe y si la encontraba cruzando la cañada no había por donde escapar. Ana no pensó que pudiera sucederle, confiaba en su andar ligero.

A mitad de camino comenzó a llover con fuerza. El viento rugía entre las paredes de piedra. Príncipe, uno de sus caballos, se negó a seguir marchando, incluso antes de que lloviera. El caudal de agua comenzó a aumentar y una hora después los caballos ya no podían seguir ascendiendo. El día se oscureció de repente. Ana intentaba mantener la calma. Se hacía de noche. Decidió regresar. Los caballos ahora no podían seguir ni en un sentido ni en el otro. Lo única salida que les quedaba era escalar aquellas paredes de piedra. Lo hicieron en la oscuridad hasta alcanzar un peñasco alto y angosto, donde solo pudieron esperar de pie.

Dice Ana que entonces, cuando se supo a salvo, perdió el aplomo. Lloraba y gritaba, cantaba para aturdirse y no pensar. Fue una noche eterna.

Cuando finalmente comenzó a aclarar, estaba tan desorientada que decidió montar y soltar las riendas para que los animales fueran según su deseo. La encontraron cuatro campesinos, que la llevaron hasta un lugar llamado Tres Palcas. Les pareció que habían encontrado un fantasma. Una mujer alta y rubia con la mirada perdida, abandonada a la voluntad de sus animales. Su poncho mojado la cubría como una mortaja. El rostro sucio. Temblaba, enferma de miedo y frío.

El viajero suizo Aimé Félix Tschiffely le había aconsejado: “No vaya por Bolivia: el trayecto es casi intransitable”. Ese tramo era en verdad imposible.

Ana había ido a escuchar a Tschiffely con esperanza. Él había logrado unir Buenos Aires con Nueva York entre 1925 y 1928 montando a los célebres Gato y Mancha, dos caballos criollos. Cuando terminó la exposición de sus aventuras, Ana se acercó y le comentó su plan. El suizo la miró estupefacto por un momento. Luego, sonriendo, le dijo que si ella lograba realizar ese viaje sin dudas superaría su hazaña y sería aún más significativa al ser lograda por una mujer.

Desde muy joven Ana tenía ese proyecto en mente. Quería ir a caballo desde Buenos Aires hasta Ottawa, unir Argentina con Canadá, para lograr así el raid más largo jamás realizado en América. En la Sociedad Argentina de Marchas a Caballo, donde pidió ayuda para financiar su aventura, le dijeron que “eso casi no podría realizarlo un hombre; tanto menos usted”. Todos, además, le advertían de los peligros a los que se expondría, una forma velada de ocultar sus verdaderos prejuicios. En su propia familia Ana oyó decir: “Es una desgracia; tengo una hija loca”.

Nada la acobardó.

Consiguió dos caballos alazanes de siete años, un malacara vigoroso llamado Príncipe, y el otro, un animal que nadie podía domar, y en el que su dueño había invertido muchas horas hasta lograrlo, de nombre Churrito. Entrenó con ellos durante seis meses. Los preparativos eran muchos, y la ayuda poca. Se reunió con Eva Duarte, la esposa del presidente de la nación. Iba a necesitar apoyo para su largo viaje. Cuando sintió preparados a sus caballos, en la primavera 1950, decidió partir. Lo hizo desde el mojón del kilómetro cero en la Plaza del Congreso de la Nación. Vestía a la usanza gaucha, con bombachas y botas de potro, sombrero de campo y pañuelo visto al cuello. Había un grupo de periodistas y amigos, que querían despedirla y alentarla.

Era el inicio de su gran aventura. Pero su pasión venía de lejos. “Es difícil explicar a la gente de las grandes ciudades por qué se ama tanto la desnuda pampa argentina”, dice Ana Beker en Amazonas de las Américas, su libro de memorias y viajes. Había nacido en Lobería en 1921. De niña sus padres se habían mudado a Algarrobo, partido de Villarino, al sur de la provincia de Buenos Aires, ya cerca de La Pampa y Río Negro. “Siendo aún niña, dos grandes emociones solicitaban, por igual, mi espíritu. Una de ellas, la soledad de la pampa; la otra, me la deparaba el caballo, esa noble bestia, pastando en libertad bajo el cielo”.

Tapa del libro de Ana Beker Amazona de las Américas

Hija de campesinos letones, a los cuatro años ya se abrazaba a las patas de los potrillos que nacían y crecían en la chacra. Más grande, se levantaba en la madrugada para ver si estaban bien, si necesitaban agua para beber. Amaba montar en pelo ni bien salía el lucero, sobre el lomo fresco del animal, mientras los grillos todavía cantaban a coro. Decía que los caballos eran nobles y desamparados, como los niños, que ponían sus fuerzas al servicio de las personas, sin dobleces, ni ambiciones, ni hipocresías, al revés que los seres humanos.

El siguiente paso fue querer conocer “otros pagos y otros mundos”. Entonces lo que parecía tierno se llenó de reprimendas. “Esas son cosas de hombres”, le dijeron. También: “una mujer donde está bien es cebando mate”. La acusaron de entrometida cuando en una voleada de avestruces montó a la par de los hombres. Intentó correr una carrera cuadrera, pero debió renunciar ante las protestas de sus competidores. Y cuando al fin hizo su primera peregrinación de mil cuatrocientos kilómetros a caballo hasta Luján, en su amado Clavel, no pararon de preguntarle “¿Para qué? ¿Por qué?”. Sentía que la miraban “como se mira a un loco fuera de un manicomio”.

En su casa opinaban que “una locura así no debía repetirse”. Todos le recomendaban que no volviera a meterse en “libros de caballería”. Pero Ana, contrariando a todos, comenzó a planear su siguiente aventura. Quería conocer el país y hacerlo a caballo. Aunque le decían que eso no era “cosas de mujeres”, quería demostrar cómo una mujer era capaz de realizar las mismas empresas que un hombre. Durante diez meses caminó por “el mapa vario y pinto de la patria”, montando un overo azulejo de nombre Zorzal y un doradillo llamado Ranchero, para regresar a fines de 1942.

Tras de largos años buscando quien la ayudara para organizar su viaje más largo y peligroso hasta Ottawa, la mañana del 1 de octubre de 1950 dejó atrás las calles de la ciudad acompañada por otros jinetes, que la despidieron en San Isidro.

Tomó la Ruta 9 y por la tarde sufrió su primer accidente. Había atado el Churrito a la cincha de Príncipe y, cuando un camión lo asustó, tiró con tanta fuerza que desprendió la montura. Ana cayó de repente: se desmayó al golpear el suelo. Cuando despertó, estaba en el Hospital de San Fernando. Lo primero que hizo fue preguntar por sus caballos. Lo segundo, prepararse para retomar el camino al día siguiente.

Así sería su viaje. Lleno de penurias, de hazañas y de particularidades. Fue cruzando la provincia de Buenos Aires y la de Santa Fe, parando en los campos, le gustaba estar un buen rato junto al fogón, con el gauchaje, en las conversaciones tan animadas después del trabajo. No faltaba quien bromease, cuenta Ana: “¿Adónde va paisana, tan preparada como para no volver nunca?” Le decían: “Quédese nomás, que no andamos tan abundantes de gauchitas rubias por los pagos.”

En Santiago del Estero el calor apretaba tanto que en una oportunidad al cruzarse con un changuito que cabalgaba sobre un burro llevando dos vasijas de agua decidió comprarle para sus caballos. En Tucumán quedó asombrada por la belleza de la vegetación de esa tierra tan fértil. En Salta sintió orgullo de ser escoltada por unos gauchos “herederos de los famosos de Güemes, jinetes en óptimos caballos”. En Jujuy se enfermó Príncipe, se revolcaba en medio de convulsiones y fiebre. Fue atendido por un veterinario que logró salvarlo. “Ni una madre cuidaría a su hijo como usted ha hecho con ese animal”, le dijo después de unos días aquel hombre.

Tras completar los interminables trámites aduaneros en La Quiaca, pasó a Bolivia, donde todo su viaje cambiaría. Cruzó Villazón y arribó a la localidad de Nazareno. Se encontró con un grupo de argentinos que le advirtieron sobre las dificultades del camino, intentando convencerla de que debía cruzar en el ferrocarril, pues eran aquellos “unos terrenos del demonio”. Decían que los caballos no saldrían con vida de aquella “locura”. Cruzando el Altiplano encontró que el camino se hacía cada vez más difícil. Pedía guías en los pueblos que iba encontrando. En Suipacha, en Tupiza, siempre sucedía lo mismo: decían conocer los pasos y mejores lugares para cruzar los ríos, pero a poco de andar se plantaban diciendo que hasta allí llegaban y dejaban sola a Ana. “Hasta aquí llegamos, ya no me necesita, desde aquí el camino es fácil”, decían y la dejaban en medio del paisaje más solitario y bello de todos. Así, se encontró cruzando un río muy caudaloso, en el que, arrastrada con Príncipe por la corriente, salvaron sus vidas de milagro porque el animal nunca se rindió y ella alcanzó a agarrarse de uno de los estribos.

Después de aquella noche trágica intentando cruzar ese cañadón, pasó a Escoriani, Uyuni y Chita, donde había una zona de ciénagas y le recomendaron ir dejando señales porque era seguro que iban a tener que salir a buscarla cuando se perdiera. Quiso pasar el Río Mulato, pero se levantó un huracán que la obligó a pasar la noche en rancho de indios, donde nadie hablaba. Muchas veces hizo noche en ranchos similares, caseríos muy pobres donde los indios le brindaban todo lo que tenían. Incluso debía rechazar la presencia de muchachos, que se ofrecían a dormir a su lado. E infinidad de veces también rechazó propuestas de matrimonio, a las que aprendió, más que a negarse, a posponer para cuando regresase, ya que así evitaba ser descortés con quien la estaba alojando y ayudando. “Al regreso”, decía Ana, ¡“si es que usted no se habrá casado con una de todas las bellas mujeres que hay aquí!”

Después de cruzar desiertos, cambiar de guía hasta en tres oportunidades —ya que todos la abandonaban—, trepar precipicios donde salvó la vida de Churrito tirando de las riendas, sufrir los efectos de la altura, tener que huir de una aldea porque que en medio de una fiesta los hombres borrachos querían matar a sus caballos diciendo que estaban endemoniados y sobrellevar el cansancio extremo de tantos días de marcha, Ana llegó a El Alto, que es el mirador y atalaya de La Paz.

Allí se alojó en un cuartel de carabineros. Los militares se ofrecieron para atender a sus caballos mientras ella descansaba. Les repitió que primero les dieran agua y luego la comida. Y aunque lo hizo muchas veces, al rato la llamaron porque Príncipe no estaba bien. Víctima de un cólico fulminante se revolcaba en el piso adolorido. Cuando llegó el veterinario y lo atendió, en lugar de mejorar, su estado empeoró. Comenzó a llover con fuerza y pronto Ana quedó sola con su compañero, abrazada a su cuello bajo una lona con la que lo protegía. Allí Príncipe murió.

Dice Ana: “no recordaba haber llorado tanto en mi vida, por nada ni por nadie”.

Pidió ayuda al gobierno de la Argentina y quince días después un policía salteño llegó hasta donde ella estaba con otro caballo. Un tordillo de doce años y buena estampa. Era una bestia arisca, para herrarla había que derribarla en tierra. Ana pensó que era demasiado blanco y que, como decían en sus pagos, los animales blancos atraen los rayos.

No fue un rayo, pero dos días después, con la misma violencia y temeridad, le cayó la desgracia. Avanzaba por la carretera que lleva a La Paz cuando vio venir un camión de frente. Como sabía que Churrito se asustaba con los camiones, se corrió a un costado y comenzó a hacer señas para que disminuyera la velocidad. El chofer no hizo caso y embistió al caballo, lanzándolo más allá de la cuneta. La sangre del animal salpicó a Ana, pintándola de rojo. Los huesos de la cadera de Churrito estaban unos pasos más allá. Ana se levantó enloquecida y corrió a abrazarlo. El caballo lanzó un relincho y murió.

Ana montó en Luchador y salió tras el camión, fuera de sí. Pero el chofer aceleró la marcha y desapareció. Días después, cuando dieron con él, declaró: “Yo la vi venir, pero creí que era un indio con sus caballos”. Excusa que a todos les pareció aceptable.

Después de la tragedia, Ana se quedó en La Paz por casi dos meses. Necesitaba reponerse, conseguir otro caballo y estaba empecinada en que el chofer pagara sus culpas mediante un juicio que nunca llegó.

Un diputado boliviano le regaló una yegua zaina de catorce años llamada Podre india. Con ella y Luchador, partió hacia el lago Titicaca. Montaba en la yegua porque no sabía ir de tiro. “Encabrestaba mal”, en palabras de Ana. Cruzó el Titicaca por la parte más estrecha, a bordo de una canoa a vela del único barquero que se animó a trasladar los caballos.

Pasó a Perú el 14 de marzo de 1951. Conoció Cuzco y Machu Pichu. Debió vérselas con los cóndores, que volaban intentando asustar a los caballos para que cayeran por los barrancos y se convirtieran en su alimento. Se encontró con cazadores furtivos de vicuñas con los que compartió jornada y fogón. Debió cruzar el Altiplano, desértico y frío, donde la nieve y el hambre no le dieron tregua. Los caballos marcharon desde las siete de la mañana hasta bien entrado el anochecer. Ana los vio caminar hasta desfallecer y, ya desesperados de hambre, morder un tronco de árbol, agarrar cualquier cosa verde que asomara entre las piedras, incluso comer su propia bosta, avergonzados. Marchó hasta Nazca y luego a Pisco, el camino junto al mar la llevó hasta Lima.

Pasaría en la capital casi dos meses. Ana estaba resuelta a cambiar los caballos. Transitar de Cuzco a Lima montando nada más que la yegua fue una odisea. Luchador “hacía poco honor a su nombre”, en palabras de su dueña. Mediante gestiones con el embajador argentino, consiguió que el ministro de Guerra le donara un caballo, que debía elegirlo ella misma en el Cuartel de San Martín. Cuando llegó, los oficiales estaban avisados. Fueron a revisar, pero eran todos malos. Ana adivinó el engaño. Les dijo que no se decidía por ninguno, pero que regresaría en una semana. Al día siguiente se presentó en el cuartel. Los buenos caballos habían aparecido como por arte de magia. Uno de los capitanes no podía para de reír al verla llegar: “Si siempre es así de lista, va a salir bien de todos los peligros”. Tomó un alazán de cuatro años y medio, malacara, al que llamó Chiquito Luchador.

El director de la Guardia Civil le regaló otra cabalgadura, un zaino con una estrella blanca, de siete años llamado Furia. Ana se desprendió de Luchador, donándolo a un club hípico. Antes de abandonar Perú, después de largas jornadas de marcha, al arribar a la frontera con Ecuador, hizo lo mismo con la yegua.

Los inconvenientes con los caballos no cesarían. En Puerto Bolívar, al embarcar para llegar a Guayaquil, Chiquito Luchador se patinó y casi se quiebra una pata. En Vince el mismo caballo cayó al agua desde una canoa y debió luchar contra la corriente para salvar su vida. En Quevedo los tres no pudieron hacer equilibrio sobre un puente de madera y también cayeron al agua. En un camino apartado, que Ana tomó para ahorrar kilómetros, pasaron frente a ellos, como una ráfaga, un toro bufando con un tigre prendido de su cuello. Los caballos estaban aterrados y también ella. Escucharon, en el monte, el último mugido de la res. Al día siguiente la salvaron unos cazadores. Cuando Furia fue atacada por el mismo tigre y huyó a todo galope, ellos lo mataron disparándole en plena carrera.

También Ana debió pasar malos momentos en la casa de una estancia que le habían dado para pasar la noche. Sintió en el cuarto vecino que unos hombres planeaban atacarla. Huyó por la ventana y se escondió, revólver en mano. Pero ellos eran cinco: defenderse de tantos no le parecía sencillo. El administrador, al enterarse lo sucedido, salió a rescatarla con su gente. Y aunque llegaron a tiempo, le pidió a Ana que se marchara, pues ya no podía contenerlos, aunque hubo golpes y amenazas de disparos. Al amanecer, mientras ensillaba, uno de aquellos hombres le dijo: “Si no anduvieras sola por ahí, no te pasaría nada. No sirves más que para comprometer a los hombres…”

Eran comunes este tipo de comentarios, pero Ana ya estaba acostumbrada.

Fue recibida por presidentes y homenajeada de mil maneras a su paso, en desfiles, en clubes hípicos, en hipódromos, en corridas de toros. Pasó de dormir en ranchos, cuarteles e incluso cárceles, a hacerlo en las fincas más opulentas de los más diversos países. Camino a Medellín, la interrogaron por el robo de unos caballos parecidos a los suyos. Ana le mostró sus papeles y les preguntó si no habían oído hablar de ella. Uno respondió: “Ah, esa mujer maniática que recorre el mundo con dos animales”.

 Llegó a Panamá en barco, allí le dieron trato de “heroína”, explica Ana. Arribó a Costa Rica, por un camino donde no andaba nadie. Furia cayó por un barranco, y pasó la noche atorado allí, hasta que unos hombres aceptaron ayudar a Ana a cambio de su escopeta. Remontó la cordillera de Talamanca y vio grupo de indios excavando en búsqueda de reliquias antiguas de oro macizo. Participó de la cacería del jabalí, que es allí uno de los principales alimentos. En Nicaragua se deslumbró con las maravillosas cimas volcánicas. Se entrevistó con el presidente Somoza. En El Salvador también la recibe el presidente, que le regala un revólver 38 largo, arma que tanto deseaba Ana, pues el suyo ya no funcionaba bien. Entró a Guatemala por San Cristóbal. Allí la falta de recursos la obligó otra vez a parar en los ranchos, donde la dejaban dormir y siempre encontraba alimento para sus caballos.

Pasó a México preocupada por el estado de lo Furia y Chiquito, tenían los lomos lastimados por las monturas. Recibió toda clase de atenciones por parte de los distintos grupos de charros, jinetes de anchos sombreros picudos, chaquetillas cortas y brillantes y pantalones ajustados, de gran tradición en el país. La recibían en cada ciudad dándole alojamiento y comida para sus caballos y la acompañaban en sus trayectos de un pueblo a otro. También fue recibida por el presidente: se hicieron festivales en su honor, con exhibición de habilidades ecuestres, piales, manganas a caballo, monta de novillos, paso de la muerte.

Ana Beker en Ecuador

En Matamoros, ciudad mexicana que linda con la norteamericana Brownsville, le impidieron el ingreso al vecino país. El trámite se hizo largo. Pero todas las dificultades que encontró para entrar se compensaron en el trato que recibió una vez allí. La prensa y las instituciones la atendieron a cada paso, su marcha se hizo fácil. Se habían terminado las dificultades. Siempre tenía comida para los caballos, lugar donde dormir, escolta policial de lo más amable e incluso llegaron a ofrecerle montas nuevas al ver el estado de las suyas, que rechazó explicando que ya no podía abandonar a sus compañeros Furia y Chiquito Luchador. En Canadá el recibimiento fue parecido. Amabilidad y facilidades. Luego de unos días en Montreal partió hacia Ottawa, donde dio por terminado su viaje la tarde del 6 de julio de 1954. La prensa y los funcionarios la trataron con todos los honores posibles. El presidente de la Argentina le envía un pasaje para ella y sus caballos. Se embarcan el 27 de agosto y un mes después llegan a Buenos Aires. Ana llora al pisar su tierra. Tiene con Furia y Chiquito una relación especial. Escribe: “Ellos y yo, solamente, nos comprendemos de verdad y sabemos bien cómo son las horas de mayor entusiasmo, de mayor soledad y de mayor desaliento.”

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Pablo Franco nació en Ayacucho, provincia de Buenos Aires. Estudió Letras en Mar del Plata. Trabajó de profesor en escuelas del pueblo y del campo. También de periodista, cocinero, DT de fútbol, y en algún otro oficio. Vive en Mar Azul. Escribe todos los días. Edita libros para La Flor Azul, algunos referidos a pueblos originarios, otros sobre historias de vida y ahora publicarán libros infantiles y ficción contemporánea.

octubre 2021 | Revista El Cocodrilo

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