INTIMIDAD, DE GUSTAVO ANGELINI, POR TOMÁS SUFOTINSKY

por El Cocodrilo

Intimidad
Gustavo Angelini
2014/2022 |

El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe. 

Pizarnik, Árbol de Diana

A fines de abril de este año Gustavo Angelini publicó Intimidad, nuevo-viejo disco, remezcla y remasterización del que fue grabado en 2014. 

Este disco registra el comienzo de una etapa solista, luego de haber llevado la voz cantante de Carneviva durante varios años y de esa potente rabieta heavy que fue Patada de Elefante. Intimidad es una bisagra entre el pasado y el futuro de una obra, entre las interpretaciones de canciones de ambas formaciones, como “Aún no vine”, clásico de Carneviva desde Curtido, (1992), y “Colastiné”, de Rock Paquidermo, de Patada, (2007), y canciones nuevas, entre las que aparece “Nunca te olvidaré”, que será arreglada para banda algunos años más tarde en Atávico (2018). 

Pero el carácter bifronte entre el pasado y el futuro no empaña el presente, no se agota en una mera transición. El disco es un repliegue –queda servido– en la intimidad de un tipo con sus canciones; se oye como alguien que está acá, enfrente del que escucha, en íntima identificación con su obra, cantando esas potentes melodías, en carne viva. Desde la tapa parecía que la propuesta iba a ser de una cosa sencilla, parar la pelota delirante de Carneviva, de Patada, sentarse a la tardecita con un vaso de algo, la guitarra, las canciones que persisten en ser tocadas, las que van surgiendo, la voz. Pero habría sido ingenuo esperar una cosa acotada, contenida, como si intimidad fuera sinónimo de cancioncitas cantadas en voz baja para no molestar a los vecinos. (Quien haya ido a algún recital de Carneviva sabría de lo improbable de eso.) Si algo se quiso contener, se trataba de un torrente delirante e indomable, y su lírica expansiva no se hace esperar. 

El disco comienza con la mencionada “Aún no vine”, con su forma de canción, melodía pegajosa y un contraste entre el montaje surrealista de las estrofas y un estribillo melódico. Enseguida, un tejido de retales de Pizarnik, “El hueso”, con versos de Árbol de Diana (entre otros libros de la poeta), escena ominosa de alienación e intemperie, que recuerda al clima de la excursión nocturna de “Necesitaba estar” (en Hígado de Bronce). Le sigue “Elena”, el primer tema inédito, que resuena a una reelaboración de la sensualidad baudeleriana de “Rosa Cuvee”; y termina la primera función del disco (en la percepción de este oyente) en el locus amoenus de “Enamorados en el parque”. El goce, la entrega al delirio placentero del amor, de las sustancias, que suelen llevar de la nariz la diégesis de las canciones de Angelini (recuerden ese corto delirante de “Alto Verde”, en Curtido), es siempre algo en parte bello y en parte trastocado por la percepción, y eso se traduce a la sintaxis de los versos revueltos o hiperbatónicos en “Enamorados…” (“Que me agarres quiero de la cintura, y grítame: enamorados en el parque”), como en aquella otra tarde delirada en que “El paseo por la laguna suavizó nuestros deseos,/ al subir el remero moreno me dio el vuelto antes de darle el billete” (de “Alto Verde”). El último verso de la canción da lugar a “Hechicé” (de Patada de Elefante), el tema más político del disco, sin dudas, con versos ácidos: “Un corso malandra amparado por la ley/ dientes de marfil, tabique de plata y pelucas teñidas/ azotan esquirlas en tierra pura y quemada.” De ahí al paseo por las mareadas calles de Buenos Aires (atención a la hipálage) de “Maricáñamo” y a la santafesina gema del tesoro de Intimidad: “Colastiné”. Hay una filiación con el acuífero de alta data, ya desde aquel viaje en canoa hasta el barrio de Alto Verde, que acá se da con este hijo del Paraná (“corriente de un niño pardo/ recorre mi aureola musical”) en esas aliteraciones que unos años después, en –curiosamente– Atávico, remontan hasta la “Laguna Setúbal, [que] mojas la luna desde mi infancia”. El paisaje fluvial, aquel ineludible paraje de la lírica litoraleña no se duerme acá, sin embargo, en los laureles del lugar común: en la identificación de la historia mítica del río y la del que lo contempla aparecen contrastes de registro que desacralizan ese lugar anquilosado de la poética: “Malabares de porrones/ en el terraplén descalzo,/ los palos al final del río/ se pierden de mi memoria”. El segmento final del disco pasa por “El cielo protector”, surrealista y de forma desestructurada, hacia la más clásica y romántica “Nunca te olvidaré” (con un estribillo que se queda pegado a la oreja), que preanuncia a Atávico, y que contrasta con la desamorada “Adiós”. 

Valga esta parrafada como un paseo por el disco. Pero aún hay algo más a lo que referirse y es a una particularidad de la cubierta: sobre el costado izquierdo de la foto –imagen de la desnuda intimidad entre el guitarrero y la canción– hay un detalle, la marca aplastada del papel sobre el CD (o el disco) que surte el efecto de relieve. En este progresivo aggiornamiento a las plataformas digitales, que motiva la renovación de Intimidad, aparece este señalamiento a la materialidad del álbum, al ritual de sentarse frente al equipo de música como ante un fogón en el que hubiera alguien tocando unas canciones. También se trata de la forma del disco, la redondez del contorno cerrado en sí mismo, la idea de la obra cerrada. Como si un poco renegara de entrar en el mundo posmo de las listas de reproducción y el algoritmo que lleva de la oreja por los recovecos del mercado, un poco señalando el sentido del disco como una obra orgánica, como una serie de canciones interrelacionadas y con un sentido de estar en intimidad entre sí. Y es que eso es lo que pasa –al menos a este oyente–, uno se queda un poco obnubilado como frente a las llamas del fogón en la atmósfera que se crea ante el que toca sus canciones. La experiencia de escuchar un disco. Permítaseme la osadía, pero de algún modo recuerda –en su contraste orgánico entre temas delirantes, letras surrealistas y versos certeros, Baudelaire, Pizarnik, la letra del rock y la poesía de los años 90, canciones con formas más complejas y canciones con formas más clásicas, más centradas– a la libertad íntima de Spinetta al grabar en solitario aquel último disco de Pescado Rabioso. 

Un párrafo apartado a la nostalgia. Me he cuidado de usar un adjetivo y el gentilicio habitualmente puestos junto al nombre de Carneviva, porque decir “mítica” y “santafesina” parece relegarla siempre a un anexo, a un capítulo adicional, marginado de la historia de la música nacional. Y es que el mercado nos ha enseñado que lo que no toca en los grandes estadios de la capital y no sale en los canales de televisión existe solo como excepción. Carneviva forma parte de la historia del rock nacional, así la han realzado incluso algunos grandes nombres. Su estilo, encauzado en la personalidad magnética de Angelini arriba del escenario y en el carácter de su voz, hizo escuela en una ciudad prolífica del rock. Ahora, un poco escondido en su intimidad aviva la llama de la memoria de muchos que estuvimos ahí escuchándolos en vivo en el ancho curso del río de la música, no en un arroyo desprendido de él que se margina del centro. 

¿Sería el año 2010, 2011, 2012? Se abrió el portón corredizo del viejo galpón ferroviario devenido centro cultural en la ciudad de Paraná y se descubrieron las ruinas de los andenes y las vías escondidas por los yuyos. Fuimos los únicos dos en salir a la intemperie en esa noche invernal. Me acuerdo, hoy, de fogonazos del recital. Pero tengo muy clara la imagen de la cara de mi amigo N., a través del humo, o acaso era mi propia cara vista por él, dándome el vuelto antes de darle el billete. Todavía aturdidos y un poco mudos, no sabíamos bien qué acabábamos de presenciar. Pero sabíamos que eso era el rock.

(Agradezco la buena predisposición de Gustavo Angelini, quien sin conocimiento previo se prestó amablemente a conversar y responder algunas preguntas al momento de escribir este comentario a su disco.)

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junio 2022 | Revista El Cocodrilo

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