TOKIO, POR MARA RODRÍGUEZ

por El Cocodrilo

El cuento “Tokio” fue uno de los ganadores de la primera edición del concurso provincial Entre Orillas, en 2021. El mismo año, fue publicado en la antología Entre Orillas. Cuentos de autores entrerrianos (Editorial Municipal de Paraná).

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La conoció en una clase de yoga. Le veía el pelo desde su colchoneta. En las primeras clases, era largo y de color castaño oscuro. Lo llevaba suelto y cuando movía los brazos, le quedaban mechones en la boca. Después se lo cortó hasta los hombros. Al poco tiempo tenía unas mechitas rosadas. La chica siempre usaba calzas y remeras que le dejaban al descubierto un piercing en el ombligo. Si la miraba de perfil, le hacía acordar a la protagonista de la serie “La casa de papel”, esa a la que decían Tokio. La llamó Tokio, a ella le gustó. Y siguió diciéndole así hasta el día que dejaron de verse.

Su primera charla fue en el vestíbulo de “Luz de yoga” mientras esperaban el inicio de una clase. El espacio, relativamente nuevo, lo habían armado en un caserón reciclado sobre calle San Juan. Los profesores, jóvenes descalzos, vestidos de algodón blanco, eran devotos de un tono lento para hablar. Era envidiable la amabilidad con la que se dirigían a los estudiantes y a sus colegas. Aunque por momentos le parecían miembros de un culto religioso destinado al suicidio en masa. 

Ese día Tokio le dijo que la clase estaba retrasada porque el profe fumaba un pucho en el patio chiquito de atrás.

―Problemas de ansiedad ―dijo y las dos se rieron. 

En yoga aprendió algunas técnicas para controlar los dolores. Renunció a la peluca, el pañuelo la hacía sentir más cómoda. Cada vez que iba a clase, dejaba el auto en el estacionamiento de un Carrefour. Antes de volver al departamento, paseaba por las góndolas sin saber bien qué comprar. Lo tomaba como una terapia. 

Una tarde, después de clase, Tokio quiso acompañarla a buscar el auto. Andaba en bici y la arrastraba como si fuera un perro. El tema salió cuando ella le contó lo del cáncer y los tratamientos.

―La mierda siempre sale, como los granos, después de un tiempo revientan ―dijo Tokio.

―Soltar, como dicen en los programas de autoayuda ―contestó ella impostando la voz. 

―Ponele. Sabías que los guaraníes comían a sus enemigos para sanar. Agarraban a uno, lo llevaban a vivir con ellos, lo cuidaban hasta el momento de la ceremonia final. Después lo mataban y toda la comunidad comía un poco de esa carne. Así curaban la mierda de adentro. Tendrías que empezar por tu marido ―dijo y largaron una carcajada al mismo tiempo. 

Caminaron unas cuantas cuadras tentadas de la risa como criaturas. Antes de llegar al estacionamiento del supermercado, Tokio le preguntó por su Kin Maya.

―Yo soy Enlazador de Mundos Cristal Blanco, somos muy comprensivos con los procesos de sanación.

Ella no tenía idea de lo que hablaba, pero le gustaba escucharla. Al despedirse, quedaron en verse la próxima clase. Le dio un beso en la mejilla. Su piel olía a caléndula y lavanda. Tenía la suavidad de un durazno apenas maduro. 

Esa noche, soñó que estaba en la oficina, que hacía un movimiento para juntar unos papeles del escritorio y el corpiño se le desprendía. Sus compañeros tecleaban frente a las computadoras y cada tanto levantaban la vista para espiarle las tetas. Trataban de disimular, pero se quedaban hipnotizados por los pezones iluminados. Sus tetas eran calamares fluorescentes nadando en un mar negro de piel y grasa. Fue al baño. Al abrir la camisa sintió olor a Ambré de Watteau, la colonia que usaban su abuela y su mamá. Buscó la perilla para apagarse las tetas, pero no la encontró. Al rato sintió la voz de Ernesto, su esposo. Le preguntaba a sus hijos por la cena. Pero ellos no respondían, paveaban con los celulares. Ella le gritó que se estaba cambiando, que había una tarta en el horno, que comieran nomás mientras ella buscaba cómo solucionar lo de las luces en los pezones. 

Con Tokio se hicieron la costumbre de caminar a la salida de yoga. En el trayecto ella le contaba de los problemas con sus hijos y de Ernesto, que ya no la tocaba. “Le da impresión”, dijo. Le habló también de su temor a la muerte, lo hizo con toda honestidad. Tokio le aconsejaba ungüentos a base de cannabis y recetas para “limpiar la mierda”, como le decía al cáncer. Tokio nunca hablaba de su vida. Tampoco ella le preguntaba. Un día, de la nada, mencionó un pueblo rodeado de campos. “Un Chernobyl sojero”, lo llamó. Dijo que era la menor de dos varones toscos que se pasaban el día golpeándose entre ellos y la arrastraban a situaciones peligrosas. Uno de los hermanos, supone que el mayor, se masturbaba y la obligaba a tocarlo. Su mamá, Betina, era una mujer delgada y llamativa que andaba siempre vestida a la moda en un pueblo donde casi no había reuniones sociales. Su papá era el gerente de la sucursal de un banco. A los dieciocho se había enterado de que no era su verdadero papá. Dijo que eso le sirvió para sanar y se quedó congelada, mirando los autos que pasaban por la esquina. 

El oncólogo nunca fue optimista. Esperaba un desenlace abrupto de la enfermedad, aunque no lo expresaba abiertamente. Siguió yoga y sus caminatas después de clase. Una de esas tardes, Tokio le dijo que quería mostrarle algo. Se desviaron del recorrido habitual. Atravesaron la Plaza 1ro de Mayo. Hacía frío y había chicos saltando en skate. Algunos la saludaron como si la conocieran de antes. Cuando cruzaron frente al McDonald’s, Tokio lo llamó “una fábrica de cáncer de colon”. Lo pronunció seria, sin reírse. 

Al llegar a calle Italia, avanzaron con los brazos entrelazados. Desde lejos parecían dos viejas amigas, sin nada nuevo para contar, disfrutando del silencio y del roce de sus manos. Llegaron a una esquina. Tokio se paró y señaló una casa antigua, afeada por las intervenciones humanas. A los ventanales de madera los habían cambiado por otros más chicos de aluminio. Le habían sacado la puerta principal, seguramente de madera, y en su lugar había una de hierro empotrada en ladrillos huecos. Era imposible no pensar en una monstruosidad, en un “Frankenstein de la arquitectura”, como lo llamó Tokio. 

―Ahí vive un viejo al que me estoy cogiendo ―dijo señalando hacia la construcción―. Un médico medio milico que cagó a muchas mujeres. Ahora le dieron la domiciliaria. Le gustan las pendejas y que lo aten a la cama. Tenés que verlo, se retuerce como un chancho cuando le doy con la hebilla del cinto. 

Ella bajó la vista y quiso zafarse del brazo. Pero Tokio la retuvo. 

―Cuando me lo coma, voy a pedir por vos.

Entonces ella retiró el brazo de forma brusca. Le dijo que era tarde y que debía buscar en el centro unas fotocopias para sus hijos. De regreso, caminaron sin hablar. Cuando llegaron a la peatonal, Tokio se adelantó y la besó en la mejilla. Luego salió corriendo. Ella no alcanzó a sentir a qué olía si a lavanda, a caléndula o nada. 

Los días siguientes dejó de ir a yoga. Y por más fuerza que pusierao, siguió pensando en Tokio y en el viejo. Buscó noticias relacionadas a la casa o eal tipo gordo. Miraba los programas de televisión hasta tarde y estaba atenta a los comentarios en las redes sociales. Una de esas noches, en el noticiero local, apareció el frente de la casa antigua afeada y una periodista que hablaba en el tono de los que gritan los números de la lotería. La mujer confirmaba la revocación de la prisión domiciliaria para el médico condenado por delitos de lesa humanidad. Ahí le cayó la ficha.

Esa noche durmió sobresaltada. Ernesto le dijo que habló dormida y que pateó la frazada.

A las dos semanas retomó las clases de yoga. Tokio había seguido yendo durante su ausencia. Estaba más flaca y le saltaban los pómulos. Ahora su pelo era rubio, casi blanco. Durante los ejercicios, evitó mirarla. A la salida, Tokio no le dio chance. La tomó de la mano y la arrastró hasta la puerta. Le dijo que quería presentarle a alguien. En ese momento, llegó un chico alto y musculoso. Tenía la mandíbula ancha y los glúteos marcados debajo de un pantalón deportivo corto como los que usan los rugbiers. Tendría alrededor de veinticinco años, la misma edad de Tokio. No era muy expresivo, pero hizo una mueca amable cuando ella lo presentó como su novio. Dijo que se habían conocido en una fiesta de la Facultad de Ciencias Económicas. Después el chico la tomó de la cadera y los vio irse por la calle en la que antes caminaban juntas. 

A la semana siguiente, Tokio la llamó al celular. Le sorprendió sentir su voz un sábado a la tarde. Dijo que la hablaba para despedirse. Había conseguido trabajo en el hotel de unos argentinos en Cancún. Hablaron dos o tres cosas de México. 

―No te pierdas, quiero saber de vos, escribime ―dijo. 

―Andá al médico ―respondió Tokio y luego colgó.

La cara del rugbier no tardó en aparecer en todos los portales y noticieros. Lo reconoció de inmediato. Era una foto típica de los clubes en donde practicaban ese deporte. El rostro transpirado y embarrado, como el de un soldado en las trincheras. La camiseta jeteada que daba cuenta de la entrega del jugador. Detrás, asomaban las haches como gigantes al acecho. Según el relato periodístico, se trataba del hijo de una familia tradicional de la ciudad. Lo habían encontrado en una zona alejada, cerca de Villa Urquiza. 

Un pescador contó que los perros peleaban por lo que parecían los intestinos de un animal. Pero cuando siguió el olor a podrido, encontró el cuerpo metido entre los pastizales. Le habían arrancado los genitales. En los sitios web hablaron de canibalismo y rituales satánicos. Para descuartizarlo habían utilizado una especie de piedra afilada, una pieza arqueológica, aunque no usaron ese término sino “piedra antigua”. No pasó mucho para que el crimen del rugbier fuera vinculado a una “violación en manada”. A la semana la familia pidió respeto por su apellido, el honor del deporte y el club, como lo expresaron en un comunicado. Pronto el caso se diluyó entre otros hechos menos sangrientos, pero más acuciantes como la rotura de un caño que dejó sin agua a toda la ciudad. 

De Tokio no supo más. Algunas veces cree verla en la calle, metida entre otros chicos. El oncólogo sigue siendo poco optimista. Dice que una leve mejoría no es señal de que el cáncer se haya ido. Ella lo escucha mientras mira el portarretrato en su escritorio. En la foto el médico bucea rodeado de peces y mantarrayas en un arrecife que parece el Caribe. 

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Acuarela: Mariano Zampar. Instagram: @mariano.zz

Mara Rodríguez nació en Formosa, en 1972. Desde los dieciocho años vive en Paraná. Es Licenciada y Profesora en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER). Fue periodista de El litoral (Santa Fe), Diario Uno (Paraná) y La mañana (Formosa). Participó en algunas antologías de escritores como “La primera antología independiente de escritura joven formoseña” (2011) y “Tercera antología de escritores formoseños” (2013). Publicó la novela “La insolencia del vinal” (2010, La Hendija) y el libro de cuentos “Lo que comen los erizos” (2019, La ventana Ediciones). Recibió menciones en el Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná (Ediciones 2012 y 2013). Obtuvo, junto a otros escritores, el Premio Literario Municipal “Entre Orillas” en categoría cuento (Editorial Municipal de Paraná, 2021).

septiembre 2022 | Revista El Cocodrilo

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