Puedo equivocarme, como todo el mundo. Pensaba que el Puerto de Palos de marras, de donde salió Colón en su primer viaje, estaba en Sevilla. Pues no, estaba en Palos de la Frontera, Huelva, sobre el río Tinto. Tampoco era el mismo Guadalquivir que atraviesa Sevilla, aunque no es tan lejos.
Sin ánimo de buscar el sitio exacto del Puerto de Palos, pero sí equivocado, llego a una Sevilla primaveral con M. De inmediato, nos busca A. por el alojamiento. Vamos a almorzar. Hacía 25 años (más, de hecho) que no veía a A. y todo fluyó como cuando nos veíamos de manera habitual, en el curso de doctorado de Atlanta: una relación muy cordial, a pesar de no ser íntimos amigos, de moderada pero no indiferente camaradería.
Caminábamos del alojamiento al lugar donde almorzaríamos y A. nos contaba sobre los monumentos que atravesábamos: la catedral, el Archivo de Indias, el Real Alcázar. A poco de llegar al lugar del almuerzo me llama la atención una vidriera. Entre una serie de otras antigüedades, se destacaban mosaicos de unos 10 centímetros por unos 10 centímetros, alguno con su año, 1889, alguno con su precio, 25 euros. El local, cerrado. Seguimos nuestra caminata y almorzamos tartares de atún con ensaladilla rusa (caté varias ensaladillas por Al-Andalus y no hay ninguna mejor).
Entre una cosa y otra, entre el café, las tortas, las compras y la continuación del recorrido por Sevilla con la guía de A., barrio de Santa Cruz en el recorrido Sefaradí por la península, dejo de lado los mosaicos. La indecisión por la potencial usurpación del patrimonio duró poco. Al día siguiente, en plan de compras, en Google Maps busco (sin poder encontrar el local donde vi los mosaicos originales) una tienda de antigüedades. Mientras voy mirando los locales más cercanos, ya decidido, en plan de compras, me dispongo a adquirir un mosaico con la imagen de un barco y llevármelo de regreso. Y escribiría una crónica sobre la experiencia. E intentaría, a pesar de lo situado de la cuestión, no exagerar en viveza criolla. Se me ocurrió un happening, un evento que hablara sobre la reciprocidad en la apropiación. Controlado, claro: compraría algo en un local de antigüedades, ese algo sería un mosaico, ese mosaico tendría un barco.
Salgo con curiosidad hacia el local de antigüedades que elegí en Google Maps. Tiene muy buenas reseñas. Las fotos exhiben diversos objetos que incluyen desde un ángel partido, supongo que de alguna iglesia saqueada, hasta un salero de plata en forma de pez, cuya proveniencia no adivino. En algunas ciudades, me sucede que las distancias de Google Maps me parecen más largas que en la realidad. Este fue uno de esos casos. Llegué a los 5 minutos, después de atravesar un par de calles, galerías y un patio muy bonito con arcadas. Este lugar está entre una serie de locales. Miro las vidrieras: un ecléctico rejunte de objetos de diversa procedencia y destino.
Entro al local. Me reciben los dueños, un hombre y una mujer cuyos nombres no recuerdo. El hombre le dice a la mujer que se aparte para que yo entre. No dejaría de darle órdenes durante todo el tiempo que estuve ahí. No llego a dilucidar otra relación entre ellos más que la que imponía desplazamientos y tareas aleatorias. Miro con curiosidad, detecto una colección de mosaicos pequeños. Señalo los mosaiquitos y le pregunto al hombre si puedo tocarlos. “Por supuesto, adelante”. Miro y miro, y el hombre comienza a fecharlos en aproximadamente 200, 300 años. Me indica que tiene algunos de los siglos XV y XVI, en otras pilas de rejunte a pocos metros. Al no especializarme en mosaicos sevillanos reciclados, respondo a todo que sí. “¿Tiene alguno con la figura de un barco?” Inocente, el hombre duda. “Creo que no, había, pero me parece que ya no tengo”. Mueve dos mosaicos de la primera pila y aparecen dos imágenes de barco. Elijo uno de vela verde. “Década del 20, 30”. No puedo dar testimonio de eso. 100 años.
Le pregunto el precio. “12 euros”. Le digo que lo llevo. Miro nuevamente la pila, feliz por dentro con mi mosaico de barco con vela verde, y observo el del águila. Le pregunto el precio. “También 12 euros”. Le digo que llevo también ese. Me pareció un exceso en todo sentido, pero estaba allí, quedó picando, y me pareció que complementaba el barquito. Miro un rato más por el local, no tienen mucho en saleros y pimenteros de plata, que es lo que me gustaría también comprar. Me dispongo a pagar, el hombre envuelve los mosaiquitos (después me entero de que se llaman “olambrillas” y que son muchas veces utilizados en los pisos, además de tener en general 7 centímetros por 7 centímetros), paso la tarjeta. Salgo rápidamente de regreso al alojamiento a encontrarme con M. para cenar la última noche en Sevilla.¿Hay consumo responsable bajo el imperialismo? Me queda la idea de que el imperialismo, ya que no el estado, c’est moi. En alguna medida, mejor dicho, en algún aspecto, al escribir esto lo soy, al igual que quien lo lee. Si mi patria es el castellano, la lengua de los conquistadores, la lengua siempre compañera del imperio del 1492, en este caso, de la gramática de Nebrija. Al comprar estos mosaiquitos, poco menos de 100 centímetros cuadrados de patrimonio, no pretendo subsanar nada, ser el vivo que se apropia de nada, obtener un adorno prohibido, hacerme de un fragmento de territorio español. Acaso, al comprar estos mosaiquitos, pretendí apenas escribir esta crónica. Puedo, en esto también, equivocarme. Perdón.
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Andrés Pacheco cursa el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.
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septiembre 2024 | Revista El Cocodrilo