Publicado en The New Republic el primero de octubre de 1930
Traducción por: Guido Moro y Ernesto Gallo
No pasó todo de repente. Llevó un tiempo. Primero tuve una escaramuza con el departamento de Literatura y luego con los otros departamentos. Hubo que hacer algo pronto. La primera señal fue la cordialidad de parte del director. Él nunca era amable con nadie a menos que fueras una estrella de fútbol, o no hubieras pagado tu matrícula o fueras a ser expulsado. Así fue como lo supe. Él me llamó a su oficina. Había unas sillas labradas que estaban dispuestas en semicírculo, mientras las cortinas bordadas colgaban en las ventanas vacías. Todo alrededor de él eran fotos de gente que había obtenido becas en Harvard. Me pidió que me sentara.
—Bueno, Charles —dijo él—, algunos profesores dicen que no estás teniendo muy buenas notas.
—Sí —dije—, es cierto. —La verdad nunca me importaron mucho las notas.
—Pero Charles —dijo él—, vos sabés que el estándar de nuestra escuela es alto y tenemos que echar a los alumnos cuando sus trabajos se vuelven insatisfactorios.
Le dije que lo sabía. Entonces dijo muchas cosas sobre las tradiciones, y los olmos, y sobre el magnífico patrimonio militar del fundador de West Point.
Era muy lindo afuera de su oficina. Él tenía la ventana abierta a medias y uno podía ver el césped volando hacia la ruta a través de los árboles y arbustos. Las cortinas coloradas eran muy pesadas para moverse pese al viento, pero algunos papeles se agitaron en su escritorio. Al poco tiempo me levanté y salí caminando. Él se dio vuelta y empezó a trabajar otra vez. Yo volví a mi clase.
El día siguiente fue brillante de verdad y las ramas del durazno estaban llenas contra el cielo seco, podía escuchar a la gente hablar y a un fonógrafo sonando. El sonido llegaba a través de las flores del durazno y cruzaba la sala. Me recosté y pensé en muchas cosas buenas. Mis sueños habían sido duros. Recordé dos colinas convergentes, algunos manzanos secos y una huevera azul rota. Eso es todo lo que podía recordar.
Me puse los pantalones, un sweater liviano y me dirigí hacia la escuela. Mis manos temblaban en el volante, como todo mi cuerpo.
A través de los árboles pude ver los comienzos de una nueva torre. Iba a ser una hermosa nueva torre e iba a costar una cantidad enorme de dinero. Algunos pensaron en comprar nuevos libros para la biblioteca en lugar de construir la torre, pero nadie alcanzaría a ver los libros. En cambio la gente podría ver la torre desde ocho kilómetros de distancia para cuando las hojas cayeran de los árboles. Estaría terminada en otoño.
Cuando entré al edificio la secretaria del director estaba de pie en el pasillo. Era una persona agradable con mechones castaños surcados alrededor de una cabeza redonda. Sonrió. Supuse que ya lo sabía.
El Coronel
Todas las mañanas subíamos hacia la capilla negra. El enérgico director estaba ahí. A veces traía un miembro de la facultad con él, a veces un extraño.
Él presentaba al extraño, cuyo discurso era siempre el mismo. En primavera la vida es como un partido de béisbol, en otoño es como uno de fútbol. Eso es lo que siempre decían.
El hall es húmedo y feo con claraboyas en donde golpea la lluvia. Los asientos son duros y tenés que sostener un himnario en tu regazo. El himnario generalmente se te resbala y es vergonzoso.
En el Memorial Day traen al mejor orador. Traen al alcalde o al gobernador. A veces le toca al vice. Hay una muy pequeña preferencia.
El gobernador nos dirá qué magnífico país tenemos. Él nos dirá que tengamos cuidado con la amenaza roja. Querrá decirnos que los malditos extranjeros deberían haberse ido a sus casas hace mucho tiempo. Que ellos deberían haberse quedado en sus malditos países si no les gusta el nuestro. Sin embargo, no se atrevería a decirlo.
El discurso será más extenso si tienen un alcalde como orador. Nos dirá que nuestro país es hermoso, joven y fuerte. Que la guerra está terminada, pero que hay otra guerra por la cual tenemos que luchar. Nos dirá que la guerra es un rasgo masculino que llevó a la civilización a su condición actual. Si hubiera otra guerra, él iría y ayudaría a las mujeres corpulentas a que dejen lilas en las tumbas, y les diría lo mismo.
En un Memorial Day no pudieron traer a un gobernador ni a un alcalde. Había un coronel en la ciudad en ese momento que había estado en la guerra y tenía el pecho lleno de medallas. Le preguntaron si quería hablar. Por supuesto, dijo.
Era un coronel flaco con una nariz suave que le descansaba silenciosamente en la cara. Estaba nervioso y jugaba con su anillo de casado alrededor del dedo. Cuando fue presentado miró cómo la audiencia se sentaba en las sillas incómodas. Se hizo silencio y la caída de los himnarios sonó como un arrebato de agua en medio de una lluvia fuerte.
Él habló suave y rápido. Habló de la guerra y de lo que vió. Entonces tuvo que parar. Paró y miró a los muchachos. Ellos estaban parados sobre sus botas. Pensó en las habitaciones vacías de los otros edificios. Pensó en los rectángulos de los escritorios vacíos. Pensó en las cortinas del escenario y en las cuatro sillas Windsor detrás de él. Entonces empezó a hablar de nuevo.
Habló lo más rápido que pudo. Dijo que la guerra fue mala. Dijo que nunca jamás debería haber otra guerra. Que él mismo debería haberla parado si hubiera podido. Juró. Miró las caras de los jóvenes. Eran todas muy limpias. Las piernas de los muchachos estaban cruzadas y sus pantalones suaves colgaban holgadamente. Pensó en escritorios vacíos y empezó a gemir.
La gente se quedó muy quieta. Algunos tuvieron que contener la risa. Todos estaban serios hasta que sonó el reloj. Era tiempo de una nueva clase.
La gente empezó a hablar del coronel después del almuerzo. Miraban detrás de ellos. Temían que él pudiera escucharlos.
Al colegio le tomó muchas semanas superar esto. Nadie decía nada, pero nunca más llamaron al coronel. Si no conseguían a un gobernador o un alcalde, podían conseguir a alguien mejor que el coronel. Se asegurarían de ello.
Margaret Courtwrigth
Margaret Courtwright era muy amable. Era casi pelada y se tiraba en la frente lo poco de pelo que le quedaba. Decían que era la mejor profesora de literatura en esta parte del país, y cuando los muchachos volvían de Harvard le agradecían por la preparación que les había dado. A ella no le gustaba Edgar Guest, pero sí le gustaba Carl Sandburg. No parecía entender la similitud. Cuando le dije que las personas se reían de Galsworthy, ella dijo que solían reírse de Wordsworth. Eso era lo que la hacía tan buena.
Había llegado del oeste hacía mucho. Enseñó en la escuela durante mucho tiempo. Durante tanto tiempo que la gente dejó de considerar su edad. Después de ver veintisiete interpretaciones de Hamlet y después de enseñar durante dieciséis años se convirtió en algo así como una inmortal. Su tésis fue una de las aceptadas en los documentos de la junta universitaria. Eso ayudó mucho a todos. Nadie tuvo que conseguir una nueva.
Cuando me invitó a tomar el té me acomodé en un sillón de nogal con uvas talladas en la parte alta del respaldo y arrastré y arrastré los brazos en la mesa del té. Una vez le leí una de mis obras. Me dijo que era hermosa, que era maravillosa porque no la entendía y porque me tomó dos horas leersela. Cuando terminé de leer, dijo:
–Esa cosa que leíste se apoderó de mí. Me conmovió por completo. Creo que está bien que te guste escribir. Una vez tuve un pupilo japonés al que le gustaba escribir. Era muy amable hasta que un verano se fue a Provincetown, cuando volvió no paraba de decir completas abstracciones. Estaba encaprichado. Bueno, nunca escuché algo así. Y le dije cuán absurdo era todo eso, e intenté iniciarlo otra vez en Galsworthy, pero creo que fui muy lejos. En muy poco tiempo se fue a Nueva York y después a París. Era realmente muy malo. Ese verano en Provincetown lo arruinó. Sus notas cayeron… dejó mis clases por las de música… –Ella después fue a la cocina y trajo una bandeja con tortas.
Las tortas eran de hojaldre y estaban cubiertas con una capa blanca que las hacía brillar bajo la luz muerta del sol. Vi cómo el relleno rojo caía de las finas capas de hojaldre y manchaba las porciones. Las tortas estaban ricas, me comí casi todas.
Ella tenía miedo de que yo fuera por el camino del pupilo japonés. Dudaba de cualquiera que estuviera en desacuerdo con lo que decía Heine sobre Shakespeare y lo que decía Croce sobre la expresión.
Un día me llamó a su antiséptica oficina y me habló sobre leer a Joyce:
–Sabés, Charles –dijo– esta realidad sexual puede ser tan absurda como una consideración hipercrítica sobre algunos temas. ¿Lo sabés, verdad? Por supuesto que lo sabés.
Después ella salió de la oficina. Tenía unos tobillos firmes, y llevaba un anillo de oro salpicado de diamantes en el dedo anular. Parecía incapaz de cargar el peso de los pliegues de su ropa. Su pollera estaba torcida, o era demasiado larga adelante, o la enganchaba hacia el costado. Siempre una cosa o la otra.
Cuando dejé el colegio no le gustó. Tenía miedo de que me fuera cerca de Provincetown. Me deseó buena suerte al mismo tiempo que movía una carpeta en su escritorio. Luego volvió a su clase a enseñar Hamlet.
Más tarde, en febrero, Laura Driscoll fue despedida por contarles a sus alumnos de historia que Sacco y Vanzetti eran inocentes. El director, después de echarla, apareció para hablarles a todos los alumnos, se refirió a cuánto lamentaba que ella se fuera y lo hizo de forma convincente. Luego Laura se levantó, le dijo al director que era un maldito mentiroso y agitando su abanico dijo que la escuela era un infierno de basura, donde todo el mundo queda estancado.
La señorita Courtwright estaba sentada cerca y sabía que era verdad. No le importó mucho. A ella le molestó también el profesor Rogers y su movimiento antifeminista, pero ella sabía que había estado enseñando en esa escuela durante mucho tiempo y ningún movimiento iba a desplazarla de su trabajo de un día para el otro –con todos los chicos que había formado, con su paso por Harvard y sus dieciséis años de haber enseñado Hamlet.
Laura Driscoll
Las clases de historia están siempre muertas. Es bastante lógico ya que la historia es un asunto muerto. No es la muerte de una fruta, ni la muerte de las empresas textiles, ni la muerte de la luz. Es una muerte diferente, no tiene la cualidad intemporal de la muerte, está muerta como la escenografía en la ópera, está sobre un lienzo agrietado y la pintura se ha decolorado y pelado y las luces son muy brillantes. Está muerta como agua vieja en una bañera de plástico.
–Este año vamos a estudiar historia antigua –la profesora les dirá a los alumnos–. Sí, nuestro terreno será la historia antigua. Ahora, claro que esta clase no es para niños, espero que su comportamiento sea el de jóvenes bien educados y disciplinados. No podemos perder el tiempo en berrinches de niños. No. Solo debemos entregar nuestro tiempo a la historia antigua. Ahora, sobre las preguntas. Voy a responder preguntas solo si son importantes. Si pienso que no son importantes no las voy a responder, porque el año es corto, y tenemos que cubrir mucho terreno en poco tiempo. Esto significa que si todos cooperamos y no hacemos muchas preguntas, deberíamos cubrir el programa y deberíamos tener suficiente tiempo para hacer una crítica a fin de año. Quizás estén interesados en el hecho de que un gran porcentaje de esta clase fue aprobada el año pasado, quisiera que sean más este año. Pienselo muchachos, ¿no estaría bueno que un número más grande – —más que el año pasado— se diplome? ¿No estaría bueno? Bueno, no hay razón para la cual no podamos hacerlo si todos cooperamos, nos comportamos y no hacemos muchas preguntas. Deben recordar que tengo doce personas a cargo, y ustedes tienen solo una. Si cada uno de ustedes se toma el cuidado de hacer su trabajo en sus carpetas, me van a ahorrar muchos problemas. El tiempo y los problemas definen si entran o no a la universidad, y quiero que todos lo logren. Si se toman el tiempo de hacer las pequeñas tareas que les voy a asignar, deberíamos llevarnos bien. Son un brillante grupo de jóvenes y quiero que todos vayan a la universidad sin el menor problema posible. Ahora sobre los libros…
A lo largo del tiempo no sé cuántas clases de historia han habido como esa. Supongo que la historia estuvo viva en algún momento, quizá fue antes de morir en una horrible muerte inquebrantable y moteada de moscas.
Todos parecían saber que la historia está muerta, nadie se alarmaba. Los alumnos y los profesores aman la historia muerta, no les gusta cuando está viva. Cuando Laura Driscoll arrastró a la historia hacia el salón, retorciéndose y oliendo a algo amargo, echaron a Laura y estrangularon la historia. Fue demasiado tumultuoso, demasiado turbulento.
En la historia el intelecto se usa para especulaciones mecánicas sobre un siglo o sus antecedentes probables. La memoria está poblada de fechas y nombres muertos. Cuando uno aplica su intelecto al pensamiento de la época y al desarrollo emocional de sus habitantes, se vuelve peligroso. Laura Driscoll era terriblemente peligrosa. Esa es la razón por la cual Laura nunca fue una buena profesora de historia.
Ella no fue la primera profesora de historia que tuve, y no es la última que tendré. Pero es la única que se implicó emocionalmente en la historia –si el alumno era demasiado obtuso, le daba un enfoque poético. Medía un metro sesenta y dos, tenía el pelo castaño y las piernas torcidas por andar a caballo. Todos los muchachos pensábamos que Laura Driscoll fue una excelente profesora.
Fue la única profesora que vi que entraba en éxtasis dando clases, se paraba junto a los pizarrones y gritaba sobre sus descubrimientos de la cultura egipcia. Hizo revivir a las gárgolas de Chartres bajo una lluvia fuerte y que significaran algo importante. Enseñó historia como una avalancha interminable de acontecimientos vistos a través de la distorsión de nuestra propia inmediatez. Ella enseñó la historia en los ritmos amplios del drama de Hauptmann, movía la sombra de la melancolía estática de Egipto en la extensa arena. Enseñaba la historia en la simetría estriada de la cultura dórica. Enseñaba la historia como una hipótesis desde la cual nosotros podíamos extraer una evaluación de nuestras propias vidas.
Fue la única profesora que logró eso, viniendo desde el oeste era poco negocio para ella enseñar a estos niños de Nueva Inglaterra.
–No sé cuál es tu reacción frente al mar –diría ella–. Desde la tierra de donde vengo, en la cual no hay mar, mis elementos son los campos, el sol, la cadencia plástica de las nubes y los cielos limpios. Vos viniste del mar, fuiste entrenado por la cadencia del romper de las olas y de la fuerza del viento. Mis puntos de vista emocionales van a diferir de los tuyos, no dejes que te imponga mi forma de percibir el mundo.
Sin embargo, a la junta universitaria nunca le importó Chartres, lo único que les importaba es que supieras las fechas. No les importaba si la historia era vista desde las montañas o el mar. Laura pasó mucho tiempo en ese debate y ninguno de sus alumnos logró entrar a Harvard. De hecho, muy pocos de sus alumnos entraron a Harvard, y ellos no hablaban bien de ella.
Mientras otros miembros del colegio charlaban sobre las piernas de Hepplewhite y el embellecimiento de Duncan Phyfe, Laura estaba ante la Shiva de cinco manos o la compasión asexuada y gloriosa en su policromía descolorida. Laura no pensaba mucho sobre América. Hizo esto demasiado obvio y el colegio se enteró. Ellos pensaban que América era hermosa y nos les gustaba que la gente esté en desacuerdo.
De todas maneras el final no ocurrió hasta fines de febrero. Hacía frío, el cielo estaba limpio, y la nieve alta. Del lado de afuera de las ventanas había un enorme crujido de hielo roto.
Fue a finales de febrero cuando Laura Driscoll dijo que Sacco y Vanzetti no merecían ese trato.
Eso hizo levantar el escarmiento. Hasta el director estaba desconcertado.
El colegio se reunió.
Los padres escribieron cartas.
Laura Driscoll fue despedida.
–La señorita Driscoll –dijo el director frente a todo el colegio–, encontró necesario volver al oeste. En los pocos meses que la tuvimos con nosotros, ella fue una amiga incondicional de la academia, una mujer que todos admiramos y queremos y quien, estamos seguros, ama y admira la academia y sus olmos como todos lo hacemos. Estamos muy apenados de que la señorita Driscoll nos deje…
Entonces Laura se levantó, le dijo que era un maldito mentiroso, bajó de la plataforma y se fue del edificio.
Nadie nunca volvió a ver a Laura Driscoll. Por la manera en la que hablaban nadie quería verla otra vez. Todo esto fue a fines de febrero. Para marzo la escuela estaba en silencio de nuevo. La nueva profesora de historia enseñaba fechas. Cada uno se olvidó de manera cuidadosa de Laura Driscoll.
–Era una buena chica –dijo el director–, pero realmente no estaba hecha para enseñar historia… No, no nació profesora de historia.
Cinco meses más tarde
La primavera de hace cinco meses fue la más hermosa que viví. El año pasado no sabía nada de los árboles, de las flores pesadas de los duraznos y de los arroyos de color té que corrían sobre las piedras marrones. Cinco meses atrás era primavera y yo estaba en la escuela. En el colegio se veían las ramas desnudas más allá del hall de estudio y comenzaban a mostrar el verde de las hojas, y las canchas de tenis se volvían blancas e hirvientes. El aire estaba vacío y denso, y el viento arrastraba las sombras en el camino. Sabía esto desde dentro de los salones.
Sabía sobre los árboles desde atrás de los marcos de las ventanas. Sabía de la lluvía solo por cómo sonaba en el techo. Estaba cansado de ver la primavera entre paredes y toldos que tapaban el dulce sol y la fruta madura. Quería salir y ver la primavera. Quería sentir y saborear el aire y estar entre las sombras. Esta es la razón por la cual me fui del colegio.
En primavera estaba feliz de haber dejado el colegio, afuera todo era fantástico, salvaje y carnoso. Adentro todo era lento, frío y vacío, parecía una pena quedarse.
En muy poco tiempo la primavera se fue. Me dejaron afuera y ya no había primavera, no quería volver. No volvería por nada en el mundo. Por haberme ido estaba angustiado y al mismo tiempo no. Lamenté que el mundo exterior y el interior no estén abiertos el uno al otro. Me lamenté de que haya techos en los salones y pantalones largos en las piernas de los instructores para aislarlos del contacto. Pero no me lamenté de haber dejado el colegio. Me puso triste haberme ido por las razones por las que lo hice.
Si me hubiera ido por razones de trabajo o por enfermedad no hubiera sido tan malo. Irse porque estás enojado y frustrado es diferente. No es algo lindo de hacer, es malo para todos.
Por supuesto que no fue culpa de la escuela. El director y la institución hicieron todo lo que se suponía que debían hacer. Era sólo una preparatoria que intentaba complacer a las universidades, que hacía todo lo que las universidades le pedían que haga. No fue culpa de la escuela en absoluto. Fue culpa del sistema –el sistema no-educacional, el sistema de preparación universitaria. Eso fue lo que lo hizo tan inútil.
Como colegio de preparación universitaria estaba bien. En cinco años ellos podían hacer pasar a sus egresados por material universitario. Podían vestirlos y alimentarlos y hacerlos decir las cosas correctas cuando las universidades se lo preguntaran. Esa era su tarea.
Ellos no estaban preparados para educar a nadie. Eran miembros del sistema de preparación universitaria. Nadie quería ser educado, no señor.
Presentaban los programas que requerían las universidades. Tenían matemática, literatura, historia, idioma y música. En algún momento tuvieron un departamento de arte, pero lo descartaron.
–Tenemos suficiente que hacer –dijo el director–, como por ejemplo hacer ingresar alumnos a la universidad, más que enseñarles arte. Sí señor. Tenemos demasiado que hacer.
Por supuesto que se apreciaba la literatura, el arte y la música, pero no tenía demasiada importancia. Si sos joven, hay muy poco en Thackeray en paralelo a tu propio mundo. Tus oídos y ojos no son para hacer foco en el retrato de Abbe Scaglia hecho por Van Dykes, o el trabajo de los cuartetos de Mozart. Se olvida toda la literatura y el arte que tenga una similitud con tu vida. Inclusive a veces se los prohíbe.
Nuestro país es el mejor país del mundo. Nadamos en prosperidad y nuestro presidente es el mejor presidente del mundo. Tenemos manzanas más grandes, mejor algodón y máquinas más rápidas y lindas. Esto nos hace el mejor país del mundo. El desempleo es un mito. La insatisfacción es una fábula. En la escuela preparatoria Ámerica es hermosa. Es la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan, se reproducen y votan, y no saben nada. Porque los diarios los hacen mirar hacia el techo y no ven el suelo sucio. Porque todo lo que saben es lo que dicen los diarios.
Pero no voy a decir nada más. No estoy parado desde un lugar en donde pueda hablar.
Ahora es agosto. Los campos de orquídeas apestan a maduros. El arroyo color té corre entre las piedras. Las piedras tienen musgos y no hay viento en los sauces. Todos se preparan para volver al colegio. No tengo colegio al cuál volver.
No me estoy lamentando, pero tampoco estoy feliz.
Es muy extraño ser tan joven y no tener un lugar donde reportarse a las nueve de la mañana, eso es lo que la educación siempre fue. Buenos modales y puntualidades perfumadas.
Pero ahora ya no es nada. Está en simetría con mi vida. Estoy perdido. Esa es la razón por la cual no estoy parado en un lugar desde el que pueda hablar.
Están lavando las ventanas del colegio. Los pisos están duros de cera fresca.
Pronto habrá tiempo para la nieve y las sinfonías. Será el tiempo de Brahms y de los vientos fuertes y secos.
***
John Cheever (Quincy, Massachusetts, 1912 – Ossining, Nueva York, 1982) es uno de los escritores norteamericanos más destacados del siglo XX. Con apenas veinte años empezó a escribir relatos en The New Yorker con un exito inmeditado que le llevó a ser conocido por la maestría con que retrataba el espejismo del sueño americano, buscando siempre algo de luz entre el desencanto y la melancolía. Tanto sus diarios como sus novelas y sus cartas forman parte de una obra monumental que le mereció el Premio Pulitzer en 1979 y la Medalla Nacional de Literatura en 1982, poco antes de su muerte.
Nota de los traductores: El primero de octubre de 1930, Malcom Cowley decidió publicarle a John Cheever su primer relato en el The New Republic. Quien sería después uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos, en ese entonces tenía diecisiete años. Hasta el momento no existía traducción al español.
Enero 2024 | Revista El Cocodrilo