CUESTIÓN DE FE, POR IGNACIO LLANES

por El Cocodrilo

Cerró los ojos y dejó que las ondas que estallaban en espuma contra la madera desconchada de su bote la mecieran. Los abrió despacio y se encontró de frente a su papá, que la miraba con las manos juntas como en un rezo, tratando de espantar al frío. Eran manos duras, ásperas, pero con una suavidad que esquivaba los límites de la piel que las envolvía. Las mismas manos que la habían subido a esa canoa apenas sus dedos de niña tuvieron la fuerza para abrazarse al borde de madera eternamente astillada.

El día recién estaba aclarando. El sol asomaba a su izquierda, manso, haciendo que la niebla blanca revoloteara sobre el marrón traslúcido. El motor ronroneaba con anticipación. María tocó el acelerador y la embarcación se lanzó hacia adelante. Se acomodó el gorro de lana negra que quería escapar de su cabeza y dejó caer el bidón que marcaba el principio del tejido. El agua devoró la soga gastada, adornada de tanto en tanto por las boyas resecas de años de sol, que se sacudió como una anguila y dibujó una estela plateada que partía en dos mitades interminables el cauce. La red se empezó a desplegar. No lo veía, aunque lo sabía con la misma certeza con la que sabía que era martes o que su destino estaba hermanado al de los peces que nadaban debajo suyo.

Cuando el último centímetro de soga flotó sobre la superficie del río, giró la llave y el rugido se apagó de repente. La oscuridad huía trepando la barranca y un celeste brillante empezaba a remontar por el cielo. El Paraná se llenó de destellos que bailan rodeando la canoa. Su papá siempre le decía que eran millones de diamantes chiquitos, casi invisibles, que la corriente iba arrastrando hasta que se perdían en el fondo. Entonces ella metía los brazos hasta el codo y cuando los sacaba movía la palma abierta a la luz del sol para ver si había atrapado alguno, y le decía que un día iba a juntar suficientes para comprar un bote más grande, con una red larguísima que atrapara todos los peces del río. Él soltaba una risa masticada, le revolvía el pelo y volvía a acurrucarse en su mutismo.

Su papá casi no hablaba. Cuando lo hacía usaba frases cortas y rápidas, intercalando palabras en guaraní como las cuentas del rosario de madera que llevaba siempre colgado del cuello: toscas y maravillosas. Prefería comunicarse a través de las cosas; el maniobrar suave de la canoa, su habilidad de prestidigitador para destripar un pez. Pero lo que más la maravillaba era su destreza para tejer las redes.

Se sentaba en canastita sobre la tierra húmeda de la costa, con un cigarrillo apagado que pasaba de un lado a otro de su boca, y acomodaba la maraña de hilos sobre su regazo. Después sus dedos se empezaban a mover a una velocidad fantasmal, haciendo entrar y salir la lanzadera como un canoero que avanza río arriba. María lo miraba hipnotizada, los ojos negros incontenibles, para no perderse ningún detalle. Apretaba la mano derecha y trataba de imitar cada estocada, cada entrada y salida, tejiendo redes invisibles que guardaba en sus bolsillos cuando su papá la alzaba después de terminar su tarea, listo para volver a casa.

Tiró de la soga con firmeza para hacerla volver a la canoa. El movimiento de sus manos, una detrás de la otra a un ritmo lento y constante, le hacía acordar a sus compañeros izando la bandera antes de entrar a clases. A veces, parada en la fila, no podía evitar reírse imaginando que lo que flameaba en la punta del mástil era en realidad un dorado gigante boqueando por respirar, y su maestra de turno le hacía un gesto frunciendo la nariz y apretando los labios, para que se comportara. No le molestaba la escuela, solo la aburría. Prefería estar en el bote, viendo a su padre tironear con brazadas largas y depositar contra el piso de madera el tejido rebalsando de peces.

Su red, en cambio, salió liviana y cayó con un chasquido decepcionado sobre el fondo de la canoa. Un único sábalo se sacudía resignado, casi aburrido. Le bastó un vistazo para darse cuenta de que era muy chico como para venderlo, así que lo sacó con cuidado de su prisión y lo devolvió al agua. Sentía los ojos de su papá clavados en cada uno de sus movimientos. Ya estaba acostumbrada a su silencio; le costaba hacerlo con su falta de ayuda. Suponía que era parte del proceso.

Volvió a poner en marcha el motor. Frotó las manos con fuerza para sacarse el entumecimiento en sus dedos todavía húmedos, imitando el gesto de su papá. Él miraba hacia adelante, a la inmensidad que se abría frente a ellos, dándole la espalda. María resopló. Apretó el acelerador y repitió los pasos, como un ritual. El bidón, la soga, la red, la quietud. Se sacó el gorro de lana y lo apoyó sobre su falda, el sol empezaba a ganar de a poco el centro del cielo. Tocó distraída su cuello, y sintió algo rugoso.

Su papá nunca había sido una persona devota, aunque eso no significaba que no creyera en nada. “Pescar es cuestión de fe, itaveraite” le decía, mientras el bote se hamacaba cansado a la espera de lo que el río le quisiera regalar. Tenía sus herramientas siempre preparadas, sus pasos que repetía con solemnidad de cura de pueblo y sus lugares definidos donde sabía que las posibilidades eran mayores. Pero cuando las redes desaparecían bajo el marrón que parecía sacado de su misma piel, había que encomendarse. Por eso llevaba un rosario enredado en el cuello. Porque si esas cuentas atravesadas por un hilo despelechado podían llegar a tener tanto poder, también lo tenía aquello en lo que él depositara su fe.

María rescató la soga una vez más, apenas un revoltijo vacío igual a como estaba su panza. Cerró los ojos con fuerza, negándose a dejar que las lágrimas se escaparan del hueco atrás de sus pupilas donde las estaba guardando desde hacía semanas. Volvió a abrirlos y esta vez lo único que encontró fue la inmensidad del Paraná que se abría frente a ella, y la soledad de su embarcación. El mediodía empezaba a querer convertirse en tarde, y María sabía que necesitaba pescar.

Por tercera vez encendió el motor, aunque su recorrido iba a ser más largo. Una nube enorme tapó el sol y el día pareció perder sus colores. Las lluvias en invierno son raras, cualquiera que viviera ahí lo sabía. La que había caído a principios de ese julio había tomado a todos por sorpresa, no solo por la velocidad con la que se había hecho presente sino porque parecía ensañada con todo lo que estaba debajo de ella. Su papá había salido antes del amanecer, igual que todos los días. Se había encaminado río arriba, a una de sus mejores canchas de pesca, a la altura de Fray Luis Beltrán. La tormenta lo había encontrado solo, lejos y desprotegido. La canoa apareció al día siguiente, flotando corriente abajo sin rastro de su dueño y con el rosario de madera atado al motor. Los pescadores viejos lo tomaron como un intento desesperado de salvaguardar su vida; María sabía que era un regalo para ella. Un mensaje.

Sentía las lágrimas empujando, pero apretó los dientes y tragó saliva y bronca. Reconoció las marcas que señalaban la cancha de pesca. Maniobró hasta conseguir acomodar la canoa y volvió a tirar las redes. Se sacó el rosario del cuello y lo sostuvo entre sus dedos. “Pescar es cuestión de fe, itaveraite”. Las palabras de su papá sonaron con una claridad asombrosa. Un viento suave se levantó desde el lado de Victoria espantando las nubes del cielo como si fueran palomas de plaza Montenegro. El sol volvió a brillar en miles de diamantes sobre la superficie marrón. María metió una mano y la sacó cargada de agua, que dejó chorrear en gotas grandes sobre el piso de madera. Un rato después, se sumaron otras más pequeñas, que no venían del río. O a lo mejor sí.

Dejó que las ondas la mecieran. La red se empezó a llenar de peces. No lo vio: lo sabía. Con la misma certeza con la que sabía que el Paraná seguía dándole un hogar.

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Ignacio Llanes nació en Rosario, en 1991. Es redactor creativo publicitario y se formó como escritor en el taller “Patas de Cabra” de Maia Morosano. Publicó la novela “El último verano que fuimos”, en Editorial Patas de Cabra, y el libro de cuentos “Volver al dolor”, en Editorial Baltasara. Escribe para habitar los mundos que lo habitan.

Foto de Leandro Parenti en Unsplash

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Septiembre 2024 | Revista El Cocodrilo

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