FAHRENHEIT X, POR JUAN IGNACIO CHIA

por El Cocodrilo

Casi invariablemente, en las primeras páginas de cualquier volumen, como un dato más de los múltiples que conforman el universo paratextual, aparece una frase admonitoria, que dice en un tono más o menos críptico: “Queda hecho el depósito que marca la ley de propiedad intelectual.” Ediciones más antiguas, mayormente transoceánicas, prefieren apelar a la conciencia moral del portador y se embanderan en un axioma tan incontrovertible como idílico: “Libro es cultura.” De tal suerte, de todo lo que puede hacerse con un libro, antes que cualquier otra cosa, se enuncia lo que no puede hacerse con él: reproducirlo.

La reproducción como tabú en la era de la reproductibilidad técnica. El portador del libro, en su libérrima voluntad, criminal racional, munido con todas las herramientas que pone a su alcance la proliferación de medios de replicación digital, es quien puede sacar de sus goznes a la industria editorial en su conjunto, sembrando el hambre entre todos los componentes implicados en la cadena de elaboración y circulación del producto-libro. El portador decide reproducir y propagar ese valioso producto de la cultura como un titán moderno desafiando a las aves del Cáucaso del copyright, violando el imperativo categórico kantiano: la máxima de sus acciones no servirá (no podrá servir) como principio de ninguna legislación universal. Sin embargo, no hay acto, por banal que este sea, que universalizado hasta el absurdo no sea capaz de actuar como desencadenante de una catástrofe.

El debate suscitado en el último tiempo en torno a la biblioteca inmaterial de libros digitales no es más que un revival coronavirósico de la cuestión de los derechos intelectuales, cuyos célebres hitos nacionales recientes sean acaso y con inverso signo la gesta poteliana y la defensa kodámica. La dogmática jurídica clásica sonríe satisfecha cuando enuncia que en los derechos intelectuales puede reconocerse una faceta moral, referida por caso al reconocimiento de la autoría y divulgación de una obra, y una dimensión material, que hace a la explotación de la obra en tanto objeto con valor económico. La sencillez de esta explicación, que se erige en eje de nuestra normatividad, encubre las múltiples dimensiones de este problema.

Por lo demás, en las grietas que se abren en la relación tensional en la que se colocan en una esquina del ring la circulación pirata de copias digitales no autorizadas, en cuyo germen se esgrime su habilidad latente para concretar el acceso efectivo a los bienes culturales, y en la otra los derechos económicos de autores, distribuidores y libreros, cabe una pregunta acerca de uno de los sentidos de esta biblioteca imposible. Alan Pauls (2012) cuenta cómo Héctor Libertella, en su época como directivo de la editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México, llega a tener en su depósito casi nueve millones de libros y “descubre hasta qué punto un exceso de industria no enardece al mercado sino que lo abole, lo suplanta por un archivo, una suerte de stock infinitivo e inmóvil, un museo para nadie” (p. 170). Abolir al mercado por saturación, por sobreabundancia, hacerlo crujir poblándolo de un número determinado, pero siempre creciente, de objetos parece ser una de las respuestas posibles.

Sin embargo, los destinatarios de esta oferta aluvional parecen ser al menos aquellos que cuentan con las herramientas tecnológicas para tener acceso a ella, beneficiados en la medida en que le son asequibles sin límites y para acumular con angurria todos los frutos de la cultura. Ellos son gravados, sin embargo, por el imperativo de autosuperación personal que ello trae ínsito y que es condición necesaria para toda autooptimización y toda autoexplotación, lo que parece distar irremisiblemente de toda utopía abolicionista y aproximarse antes bien a una meritocracia del conocer: contando con el tiempo y con los recursos, toda excusa es risible. En este estado de servidumbre voluntaria, “las cosas contienen ritmo antes que opresión, y transmiten su ritmo al instrumento humano; no sólo a su cuerpo sino también a su mente, e incluso a su alma” (Marcuse, 1981, p. 63). Ya en los días de la vieja normalidad, que no por pasados fueron mejores, ya en estas horas de excepción, y, más allá de toda duda, en lo que sea que resulte ser el nuevo signo de lo cotidiano, la premisa ha sido, es y no podrá ser otra que mantener el ritmo.

Imagen: Eloy Santillán

Si en este punto, otra vez con Marcuse, somos puestos en el trance de asumir que “los productos adoctrinan y manipulan”, promoviendo una falsa conciencia inmune a su falsedad, si el ocio existe, pero no es tiempo libre en la medida en que no es un tiempo de libre disposición, sino que está sujeto a las reglas de la prudencia administrativa de los negocios y la política, es válido preguntarse cuál es la actitud rehumanizante que ha de adoptarse. Las prácticas de consumo cultural encuentran su sentido en la deriva de la construcción identitaria individual y colectiva, en las que los espacios de autonomía no en pocas oportunidades se ven limitados por el seguimiento de conductas consideradas razonables, que a fin de cuentas quizá no hagan más que “alimentar un aparato de producción sin modificarlo” (Benjamin, 2019, p. 110). Quizá quepa encontrar en la descarga y acumulación de materiales digitales los rasgos de una práctica subcultural que no tiende a subvertir los valores dominantes, sino que, por el contrario, los reproduce de forma desmesurada y caricaturesca.

Consonante con ello parece ser una de las interpretaciones sobre el sujeto en estado actual de la sociedad, que nos pone en presencia de un nuevo tipo antropológico, cuya formación psicológica se caracterizaría ya no por la represión, sino por “la gratificación sustituta inmediata proporcionada por la cultura de masas, no la posesividad, anal, sino la prontitud consumista de tratar a todos los objetos como fungibles y desechables” (Buck-Morss, 2011, p. 415). Se trate del objeto cultural del que se trate, este asume las características estructurales de la mercancía, volviéndose un fetiche, un objeto pasible de ser consumido como los de cualquier otro tipo, poseyéndolos, acumulándolos, subyugándolos a la lógica inclemente del número. De tal suerte, la estructura de las mercancías, la cual converge y coincide con la de la dominación, actúa “duplicando la estructura social y permitiendo la continuidad de la estructura” (Buck-Mors, 2011, p. 436). En las prácticas con las que creíamos estar negando las reglas del mercado no subyace más que su continuación por otros medios.

Helmuth Plessner, en su Conditio humana, dice que “uno debe extrañarse de la zona de familiaridad para poder volver a verla”. Es precisamente por ello que quizá el modo de abordar jurídicamente esta cuestión no sea cayendo en regulaciones prohibicionistas contrarias al espíritu de los tiempos y absurdas por impracticables, sino en ser capaces de ver aquello que acontece en la realidad social, compuesta de prácticas no exentas de ser revisadas, de lo que han de dar cuenta normas que describan y le den sentido a esa nueva realidad, para que el derecho juegue un rol humanizante en la reconfiguración de las modos de producción y circulación de las obras. En ello tal vez quepa reconsiderar el tótem de los derechos intelectuales y el tabú de la reproducción, para que los despliegues de la economía y los avances de las lógicas mercatorias no sustraigan del arte ese carácter de “reserva natural en la que uno puede dejarse ir”, tal como dice Adorno, “en la que uno puede permitirse sentir realmente algo”, como espacio en el que todavía podemos comportarnos afectivamente.

Al analizar el ciclo de rebeliones desencadenado a fines de la primera década de este siglo, Paul Preciado (2019) escribe: “Dicen copyright. Decimos código abierto y programación estado beta: incompleta, imperfecta, procesual, colectivamente construida, relacional” (p. 41). 

De lo contrario, quizá no estemos tan lejos de enterarnos a qué temperatura arde un PDF.

Trabajos citados: ADORNO, Th. W. (2013). Estética (1958/59). Buenos Aires: Las Cuarenta. | BENJAMIN, W. (2019). El artista como productor. En Iluminaciones. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Taurus. | BUCK-MORSS, S. (2011). Origen de la dialéctica negativa. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora. | MARCUSE, H. (1981). El hombre unidimensional. Barcelona: Editorial Planeta. | PAULS, A. (2012). El arte de vivir en arte. En Temas lentos. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales. | PLESSNER, H. (1980). Bd. VIII: Conditio humana. En Gesammelte Schriften (pág. 92 ss.). Frankfurt. | PRECIADO, P. B. (2019). Decimos revolución. En Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce. Barcelona: Anagrama. |

Juan Ignacio Chia nació en Rosario en 1991. Es abogado y se dedica a la docencia y la investigación en temas relacionados con el arte y la filosofía del derecho (CIFJFS-UNR). Actualmente trabaja en su tesis de doctorado (Universität Kiel) en el ámbito del Derecho del Arte. Se desempeña como profesor de alemán, organizando además encuentros y talleres de lectura, conferencias y eventos. Escribe, traduce, fotografía y dibuja.

junio 2020 | Revista El Cocodrilo

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