POÉTICA DEL PLAGUEO, POR MARIO CASTELLS

por El Cocodrilo

A dónde van los caballos cuando mueren
Marcelo Britos
Aurelia Libros
2015 |

El signo es la arena de la lucha de clases (Valentin Voloshinov)

Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros (Franz Kafka)

Como dice el Fidel Castro de Norberto Fuentes: “La literatura es hija del rencor, cuando no de la derrota. Sin rencor o derrota no tuviéramos hoy muchas páginas imprescindibles de la cultura universal, e incluso, oh, ignominia, algunas páginas que son hijas del triste lagrimeo ante los poderosos para que te vuelvan a emplear -como es el caso con el que nos acosa Maquiavelo desde hace cinco siglos” (2004: 40). Me gusta lidiar con esta chicana establecida desde el flasheo de un escritor que antes que un rebelde fue un crápula y un buchón, un pyrague de los servicios de seguridad del estado cubano[1]. Me parece pertinente lo que dice sobre el poder absoluto y el rol que le otorga éste a la labor de los escritores. Más que nada porque hago mía una parte del enunciado y templo la convicción de que mi literatura nace del odio y la derrota, pero ¡guarda!, nunca del lagrimeo. Cuando los compañeros de la revista El cocodriloconvidaron por las redes sociales a reseñar esta novela, me postulé de inmediato. Quería hacerlo porque rara vez un texto de escritor argentino (de un escritor de mi ciudad, para más) ha resuelto indagar en la conciencia histórica de su propia nacionalidad, metiéndose en el pozo ciego del Ñorairo Guasu. Y lo hice también por una razón personal, no menos política, pues desciendo de un soldado paraguayo sobreviviente de aquel genocidio.

La conciencia es un espejo ante el que se espanta un mono, dijo el Dantón de Büchner. Pues sí, y cada vez que leemos a los revisionistas argentinos nos topamos con la certeza de que sus novelitas, infectadas del nuevo cólera morbus de la doble moral progresista, cursi, a veces, real politik en lo que importa, es la mejor manera de desentenderse del problema histórico que significa hoy que el orden geopolítico que instauró esa guerra siga imperante. Rara vez la literatura argentina, e inclusive la paraguaya, amarrada aún al cepo uruguayana que le ciñeron al cuello los vencedores, en su doble yugo revisionista y liberal, ha podido meterse en el lodazal de la guerra sin derrapar, y conste que no encuentro mejor expresión para caracterizar textos como La guerra del Paraguay de Andrés Bala[2] u otros que haciendo la plancha en el pacifismo burgués, favorecen la buena digestión de sus lectores, caso de Setembrada de Belgrano Rawson o Los conjurados del quilombo del Gran Chaco, novela escrita a cuatro puños por Augusto Roa Bastos, Alejandro Maciel, Omar Prego Gadea y Eric Nepomuceno[3].

Seré honesto, el sentido de esta reseña crítica no apuntará a los valores formales de la novela de Britos. A dónde van los caballos cuando mueren (2015) está bien escrita, algo de por sí destacable en estos años de refrito post-moderno. Britos es un narrador con oficio y de eso no quedan dudas. Desde que uno ingresa en la lectura, encuentra que la trama no pierde nunca intensidad. El motivo del viaje, aspecto no por trillado perimido en la narrativa argentina, se sostiene por el arte de las descripciones, en la alternancia de paisajes que se despliegan en cuadros que condensan metonímicamente el devenir de la huida (casi una road movie) del protagonista, personaje funcional a la trama, los encuentros con otros desvalidos (Flores, Inmaculado, Carmen, Fontana, Martín Platero, Sayen, Lem, etc.) y las encrucijadas de la historia. Pero el problema del cómo y el qué se plantean religados en uno solo y más aún en los espacios complicados del arte; complicaciones que remiten al problema de la representación, “de la puesta en discurso de algo que ocurre u ocurrió fuera de la escena” como dijo Ticio Escobar respecto de la película sobre Cándido López. Para recuperar esa historia feroz –cuya verdad se enturbia enredada en el trabajo del mito y la memoria, la ideología y la historia– hay que dejar de lado la corrección política, asumir el odio y no solo eso sino que asumirlo sin renunciar a la literatura.

En A dónde van los caballos cuando mueren no encontré sorpresas ni sobresaltos ni tampoco me encontré con un relato anclado en la guerra del Paraguay sino con una formulación quizás elíptica del tema. Lejos de las mejores prédicas anti-belicistas que he leído, textos ya clásicos como los Cuentos de soldados de Ambrose Bierce o Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, lejos inclusive de ese friso formidable de la guerra de la independencia venezolana que es Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, lo que hallé en esta novela publicada por la editorial Aurelia Rivera (¡excelente edición!) fue un relato contradictorio, ideologizado en el peor sentido de la palabra. Sirva de ejemplo nomás la dedicatoria: A los muertos sin nombre / en la guerra del Paraguay.Obviamente, uno no puede quedar impávido a esta formulación. Menos cuando entre otras dedicatorias barderas Juan Ignacio Cabrera ha mentado a propios y extraños una enteramente opuesta: A Sarmiento, por habernos dado / la gratificación de matarle un hijo.

Y es que el relato de Britos pena una contradicción irresoluble: pretende escapar de la historia de los sicarios montándonos al lomo de su yegua erinia. A dónde van los caballos cuando mueren sigue las huellas y vestigios que le prodigaron los primeros baqueanos del canon literario argentino, exhibiendo con una tristeza recóndita los buracos que dejó la acumulación originaria en el cuerpo social del país. Vale decir, es un texto que reformulando los modelos de la literatura argentina del siglo XIX, fundamentalmente la cartografía de la violencia que enhebra La excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla con los diarios de campaña de oficiales argentinos (esos que le gustan tanto a De Marco), los testimonios que recopiló Estanislao Zeballos sobre la guerra, alguna referencia mínima a la gauchesca (no la voz del gaucho, pues no hay voces en la novela) y los diarios de viaje de los aventureros ingleses, entre otros, reincide en la auratización del viejo cuento liberal.

Mariano De Orma, el personaje principal de la novela, es un médico de la Sanidad Militar del Ejército Argentino que abandona el campamento de Tuyutí, tratando de escapar de la atrocidad de la guerra, atrocidad en la que poco importan los bandos y las razones, aferrándose a la promesa efectuada a un soldado moribundo, el Solitario,de buscar el perdón de su cuñada y sus sobrinos, puesto que él ha sido el asesino de su hermano y encomendándole su caballo para que se los entregue. Sin embargo, el protagonismo no se centra en él sino más allá de él, en la historia de la conformación del estado oligárquico y en los intentos de “fuga a Samarkande” del doctor.

Un error destacable del relato es el desentendimiento del primer tramo del trayecto de los desertores que Britos no describe. Ese primer tramo implica el cruce del Paraná en la zona más ancha del curso alto, desde Itapirú o Paso de Patria, ya que han escapado del campamento de Tuyutí, hasta la orilla de Paso de la Patria, Ensenadita o alguna otra jurisdicción de San Cosme o Itatí inclusive, rodear la provincia de Corrientes sin ser detenidos por patrullas de retaguardia y atravesando esteros tan complicados como los del cuadrilátero. En fin, es solo un detalle. El escritor no cuenta ese traspaso y pasa de la descripción de la huida del campamento al cruce del Paraná en su curso ya medio, desde Corrientes al territorio del gran chaco donde se encuentran con una tribu cazadora, típicamente guaicurú.

Como señala muy pertinentemente Pablo Cinquini: “La renuncia es la condición que acompañará a De Orma desde su huida hasta el final de sus días: renuncia a ser parte de la masacre, aún sabiendo que eso implica una traición, renuncia a sus convicciones cuando ve que el perdón que busca para el soldado muerto no tiene importancia para nadie más que para él, renuncia a sus esperanzas cuando descubre que su mujer se ha marchado al enterarse de su deserción. Cuando todas sus convicciones se reducen a polvo y su vida parece convertirse en un sinsentido, curar es lo único que le devuelve un poco de humanidad y el médico acepta con resignación un destino que parece estarle asignado: curar a los heridos de los enfrentamientos impulsados desde adentro de las fronteras de su civilización” (2015: 230).

Mariano De Orma, de resultas, es un caballero la fe absurda, un existencialista, una especie de Dr. Rieux con pilchas gauchas. Tan fehaciente es su impostura y tan manifiesto el goce en la identificación del narrador con su personaje, que hace de la máxima bartlebyana: “”I would prefer not to” un gesto militante. Pero, como veremos, ese gesto es lo más ridículo del relato; a De Orma la historia le muerde la nuca y se lo lleva al hoyo. El pacto de lectura que nos propone Britos y su prologuista no se conforma, sin embargo, con los súcubos de las citas indirectas, muy logradas en el plano formal, sino que infiere, según el berretin agitprop del prólogo y fundamentalmente de la cita que da comienzo al libro, extraída de un texto de Toni Negri, un elogio a la defección. En ella, un partisano veneciano sostiene que todo héroe es, en principio, un desertor, que “La resistenza nasce dalla diserzione” (p. 11). Sabemos bien que hubiera hecho Lenin y Trotsky con un desertor y probablemente con el mismo Toni Negri. Pero el problema acá es en el plano de la novela. Cuando el ángel de la historia gira su mirada para posarla en el pasado, lo único que ve es la estela de muerte y destrucción dejada por esa tempestad llamada “progreso”. Para nuestro novelista, mirar hacia atrás, implica también eso, pero no hay iluminación, grito de ira, rebeldía ante lo que tuvo que haber sido y no fue, todo permanece en el silencio de dios.

“La guerra seguiría, aún mucho tiempo después de la noche en que se fueron del campamento. Alguno de los dos, años después, comprendería el verdadero significado de aquellas cuatro mil pérdidas en Curupaytí. De todos los hombres que habían dejado de existir por el capricho del imperio, de Mitre, de López y de Thornton. Uno de ellos pondría en su mente, como una imagen de mimeógrafo, a los miles de cuerpos esparcidos en un campo, o uno junto al otro en una calle de Buenos Aires. Todo lo que había desaparecido, todo lo que no iba a suceder y de alguna manera podría haber sido escrito, las penas y las condenas que se filtrarían por generaciones en las familias donde habían sido padres e hijos” (p. 20).

La única rebeldía de Britos es escapar moralmente a la violencia, aunque en la práctica sus protagonistas siempre están enrolados, pongamos que contra su voluntad, en el mismo bando civilizador, y cuando De Orma, de hecho, se enfrenta contra su civilización encuentra las heridas que le causarán, poco después, refugiado ya entre los fueguinos, la propia muerte. Óbito que tiene como corolario un delirio gatillado por la voz tutorial del narrador que adecua el postrer viaje de De Orma como si fuera la muerte un lugar de reunión y redención. Son muchas las desubicaciones ideológicas del autor pero esta es la mayor.

He allí, como vemos, el modo en que participa la propia experiencia política de Britos que pertenece –obviamente- al grupo intelectual de la clase media, en la representación del pasado. Su afán es correrle el bulto a la totalidad del acontecimiento histórico y suponer que la elipsis lo recorta del odio. En este sentido, las técnicas de la enunciación son tan elípticas como el discurso historiográfico, al contrario de lo que dice el prologuista. Y el molde barrero de A dónde van los caballos cuando mueren es La excursión… de Lucio V. Mansilla, ese “enfant terrible” de la oligarquía. Si apelamos a las referencias concretas, en la novela se narra apenas la batalla de Lomas Valentinas. Al comienzo se exponen los costos de la carnicería tras el desastre de Curupayty y el doctor menta una pira de muertos que a pesar de estar ardiendo y esparciendo un  humo pestilente, es comida de los carroñeros. Esta imagen fungirá como leit motiv durante toda la primera huida de los desertores y en el regreso del doctor, degradado, a los campos de batalla del Paraguay.

“Después de Curupaytí una epidemia de cólera había azotado a los campamentos. Primero fueron los paraguayos. Las divisiones que hacían el reconocimiento se encontraban con manteles de cuerpos que dejaban tendidos en los campos a medida que el enemigo se replegaba o avanzaba. En el cuartel de la Alianza pensaban que era una enfermedad de indios y de incivilizados, no faltaron los que creyeron en castigos divinos. Más tarde los brasileños. Abandonaban a sus enfermos para que los recogieran los paraguayos y estos nada hacían o los asesinaban. Acaso un acto de piedad antes que dejarlos morir en los esteros, con ese dolor terrible mordiendo las entrañas. Después llegó a las tropas nacionales y el médico vio esos mismos síntomas que en aquel hombre con el que compartió el calabozo, y al que aplicó lo poco que había dado resultado, hidratarlos y tratar de que no perdieran demasiado peso” (p. 95).

Y ya a lo último, luego del muertero de la campaña del Pikysyry, el narrador contará algo del saqueo de Asunción. Nada más. A dónde van los caballos… no moviliza tareas de construcción histórica, de producción de subjetividad y de afirmación de diferencia. No pone en evidencia que los pueblos aún si son derrotados, uncidos al yugo de la ideología o directamente marginados, continúan su reflexión literaria sobre el mundo. Sartre afirmaba: “La literatura está hecha para que la protesta humana sobreviva al naufragio de los destinos individuales” (1975: 7). Una buena respuesta a la certera chicana de Fuentes. Porque la esencia humana es la lucha permanente por la liberación. Para nosotros, y aquí la primera persona del plural excluye a los vencedores, sin olvidar que muchos argentinos y uruguayos pelearon con el Paraguay contra la Triple Alianza, conmemorar a los nadies consiste en darle la voz a los vencidos. Lo que me lleva a parafrasear a Aimé Césaire y decir que si los paraguayos no fueran un pueblo de vencidos, un pueblo de desventurados, un pueblo humillado, y la historia fuera totalmente otra, en la que ellos son el pueblo vencedor, yo no lo defendería porque me parecería insoportable. De Orma muere y su óbito se acompaña de un cursi y compasivo flash, símil de un paraíso ganado con áureo sufrimiento donde la ideología implícita del autor expresa su recompensa hacia el personaje arquetípico que ha gestado. El orden que sostiene la novela es así el indoblegable orden del statu quo. Su estética sucinta es el plagueo. Y en el plagueo la fruición estética pierde la inocencia, y al placer reparador le sucede el goce perverso.


Bibliografía citada:

Britos, Marcelo (2015) A dónde van los caballos cuando mueren. CABA, Aurelia Rivera.

Büchner, George (1992) La muerte de Danton, en Obra completa. Madrid, Editorial Trotta.

Césaire, (2006) “Carta a Maurice Thorez” en Discurso sobre el colonialismo. Madrid, Akal.

Cinquini Pablo. “Escribir para recordar” en Saga, Revista de Letras, publicación académica de la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes (UNR), n°4. Segundo Semestre de 2015.

Escobar Ticio. “Las otras trincheras”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En ligne], Images en mouvement, 2006, mis en ligne le 08 février 2006, consulté le 23 juin 2016. URL: http://nuevomundo.revues.org/1614

Fuentes, Norberto (2004) La autobiografía de Fidel Castro, I. El paraíso de los otros.Barcelona, Ediciones Destino / Colección Imago Mundi.

Kafka, Franz (1904) “Carta a su amigo Oskar Pollak” extraída del libro de Alberto Manguel (2001) Una historia de la lectura. Madrid, Alianza Editorial.

Sartre, Jean Paul (1975) El idiota de la familia, vol. I. Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo.

Voloshinov, Valentin (1976) El signo ideológico y la filosofía del lenguaje. Buenos Aires, Nueva Visión.


[1] Responsable entre otras cosas de la ruptura de Ángel Rama con la Revolución, en la que el escritor cubano fue el presente griego que aceptó el crítico uruguayo.

[2]  Destaco y recomiendo en cambio a quien se interese por la literatura de ficción escrita sobre la Guerra contra la Triple Alianza algunos libros. Empezando por el escritor que más rechazo político me genera, recomiendo: Caballero, de Guido Rodríguez-Alcalá. Buenos Aires, Editorial Sudaméricana, 1987. Continuando por uno de los textos más hermosos y desconocidos: El sonámbulo, nouvelle de Augusto Roa Bastos que forma parte del volumen Memorias de la guerra del Paraguay. Asunción, Servilibro, 2011. Y destaco finalmente, aunque poca gente tenga acceso a este libro y si lo tiene, poca será igual la que lo pueda disfrutar, ya que está escrito totalmente en guaraní: Ñorairõ Ñemombe’u gérra guasúrõ guare. Guarani ñe’ẽpu joapype / Crónicas rimadas de la Guerra Grande, epopeya en 16 mil versos escrita por Carlos Martínez Gamba. Asunción, FONDEC, 2002.

[3] Esta novela surgió producto de la ascendencia que tuvo el secretario personal de Roa, el correntino Alejandro Maciel en los últimos años de vida del escritor. (Manipulación que algunos señalan que le costó al escritor la propia vida). A pesar de ello, los textos de Roa que se incluyen en este libro (Frente al frente argentino y Frente al frente paraguayo) destacan del resto, no obstante.

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