LA MUERTE DE LA ACTRIZ, POR PABLO COLACRAI

por El Cocodrilo

La muerte de la actriz
Akiko Fimm
Casagrande
2019 |

En el libro Viaje con un mapa en blanco, Juan Gabriel Vásquez sostiene que uno de los grandes méritos del invento de Cervantes es la construcción de un sistema de pensamiento que, en contra de todo dogmatismo y de toda visión monolítica, “nos permitirá, ya para siempre, la tarea dificilísima, contraria a las leyes de la física pero no a las magias de la novela, de mirar el mundo desde varios lugares a la vez”. La muerte de la actriz, la novela escrita por la enigmática Akiko Fimm (Reykholt, Islandia, 1972), responde fielmente a esa afirmación. Dividida en cinco capítulos, observa el mundo narrado desde cinco puntos de vista (que son, también, cinco voces y personajes distintos) desde donde vemos, en forma diagonal y sesgada, retazos de la vida y la muerte de Jessica Schmitt, la actriz porno nacida en un remoto pueblo del interior del país.

A esta sumatoria de perspectivas, Akiko decide agregarle una diversidad estilística. Cada capítulo, cada parte que, si bien no es independiente, cierra sobre sí misma emulando la forma de un cuento, responderá a diferentes búsquedas estéticas. Hay un narrador frío, técnico y objetivo, capaz de contar el backstage de una película porno con un lenguaje natural, despojado de toda emotividad. Hay un narrador que podríamos llamar clásico, propio de las novelas más tradicionales. Hay un narrador colectivo con resonancias faulknerianas y hay, también, un narrador elíptico y lacónico con una sintaxis muy particular que recuerda al objetivismo francés o, si se quiere, para buscar un ejemplo más cercano, a algunos textos de Antonio Di Benedetto. De esta manera, cada una de las piezas que conforman La muerte de la actriz se inscribe en una tradición propia. El montaje, el conflicto y la sutil disposición de indicios permiten, sin embargo, que el libro detente una sólida unidad, aun en la más pura pluralidad de estilos y recursos.

Una vez dicho esto, es fácil acordar que una de las decisiones más llamativas de la novela, que se caracteriza por su dispersión y su eclecticismo, es la de negarle al personaje principal, la mujer que muere en el título, la actriz porno, el acceso a la palabra. Las personas charlan de ella, discuten por ella, la aman o la odian, pero ella no tiene voz. Jessica Schmitt es hablada. Objeto de los discursos. Nunca sujeto. Un personaje construido desde afuera. Desde el infierno que son, siempre, los otros. En este caso, esos otros son el camarógrafo (La parte del camarógrafo: “El precio de las miradas”); el jefe (La parte del jefe: “Cuidar el negocio”); el pueblo (La parte del pueblo: “Ahora te llaman la Hart”); una farmacéutica (La parte de la farmacéutica: “Lo justo”) y la amiga (La parte de la amiga: “Promesa rota”).

Esta multiplicación de voces, de miradas sobre Jessica; esta posición distante de la cámara, diríamos, nos presenta una contradicción: una mujer que se dedica a exhibir el acto sexual, una de las experiencias que nuestra cultura considera de mayor privacidad queda, a lo largo del libro, absolutamente desprovista de intimidad. No hay mirada, no hay luz que ilumine el interior de Jessica. No se nos cuenta qué piensa, qué quiere o qué sueña Jessica. Sabemos sí, en cambio, qué piensan, desean y sueñan las personas que vivieron cerca de Jessica, que la conocieron por distintas razones.

Sugestivo efecto especular entre la novela y las películas que Jessica filmaba: como en sus películas, en la novela, ella es construida por la mirada de los otros. El cuerpo de Jessica es un cuerpo dispuesto, abierto, receptáculo de los discursos, las perversiones, los intereses, los celos, las envidias y el odio de los demás. Un cuerpo disponible, usable y descartable. Un cuerpo que debe cargar con el peso de las fantasías y de las frustraciones ajenas.

Ese es el verdadero tema de La muerte de la actriz porno. No Jessica; los otros. Aunque ella sea a la que todos nombran, el aparente centro del mundo, el relato no se detiene en ella, se detiene en los que miran, los que hablan, los que consumen a Jessica Schmitt. En este sentido, la novela es el polo opuesto a La Romana de Moravia, o a Lolita de Navokov, por nombrar algunos. Acá no se le da voz al individuo excepcional. Todo lo contrario. El personaje disruptivo, el infame, diría Foucault, se hunde, hasta el final, en el silencio y la incomprensión. La novela dice, desde el título, que nos va a contar la historia de Jessica, la chica que escaló en la sociedad a costa de la exposición de su cuerpo, de la publicidad de su intimidad; sin embargo, rápidamente descubrimos que el libro la usa, otra vez, para hablar de los demás. Los discursos la rodean, la moldean, adivinan su figura. Pero la silueta que se recorta de la actriz, el hueco que deja a partir de las palabras de los otros, termina convirtiéndose en un espejo en el que se refleja lo más oscuro de la sociedad: sus prejuicios, sus perversiones y sus miedos. Con la excusa de mostrar a un personaje insólito, el rara avis, la novela muestra a los otros, los que se sienten “normales”. O, si se quiere, para ser más precisos, denuncia lo delgada y caprichosa que es la línea que divide lo normal de lo que no lo es.

Este mecanismo de hablar de la normalidad a partir de personajes oscuros y extravagantes que están en los límites de la legalidad es una de las características que La muerte de la actriz comparte con el policial negro. Las otras son: una muerte dudosa, un misterio y un final que devela ese misterio. De lo que prescinde Akiko Fimm es del personaje central de todo policial: el detective o alguien que cumpla el rol de acumular pruebas, leer indicios y elaborar hipótesis. Estamos entonces ante lo que podríamos denominar, con mucha libertad conceptual, un policial desplazado. Un texto que remite a algunas de las marcas del policial, pero que desestima otras.

Por último, me gustaría detenerme en la forma, audaz y sugerente, que la autora decidió nombrar a los capítulos. Akiko no dice capítulos para referirse a las divisiones de la novela, dice partes. La parte de. Todo indica que se está refiriendo a la parte de la historia que le toca contar a cada uno de los narradores. Sin dudas eso es así. Sin embargo, también podría arriesgarse otra lectura no demasiado “aberrante”, creo, y afirmar que esta forma de nombrar a los capítulos responde a la parte de Jessica de la que se apropió cada una de las personas que la rodearon. El cuerpo de Jessica, como sinécdoque del cuerpo del porno, devenido mercancía, objeto de intercambio, es un cuerpo comercializable, comestible, consumible y, por lo tanto, también, despedazable, dividible. Uno de los efectos de la objetivación extrema de un cuerpo es su capacidad de convertirse en un mecanismo que funciona a partir del engarce de partes aparentemente independientes, sin atención al todo (cualquier parecido con gran parte del discurso médico contemporáneo no es, me parece, mera coincidencia). Así, el cuerpo de Jessica no es nunca una totalidad, es, para los demás, para el libro y, quizá, suponemos, también para ella, una desalmada suma de partes. Y hay partes más valiosas que otras. Los que gustan de unas, desprecian las demás. De esas piezas sueltas que componen el cuerpo de Jessica, habla la novela. De qué parte de la actriz se apropió cada uno de los que la conocieron. Por eso no hay parte de la actriz. Por eso ella no toma la palabra. Jessica no se pertenece. Su cuerpo, aunque lo use, aunque lo explote (o, quizá, justamente por eso) no le pertenece: es de las cámaras, del público, de los empresarios, de las drogas, del pueblo…

Ellos son los que despedazan, dividen y consumen el cuerpo de Jessica.

La parte de Jessica que a cada uno le tocó.

(actualización septiembre 2019 | Revista El Codorilo)

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