LAGUNA DE LOS TRES, POR JOANA IDOATE BRAVO

por El Cocodrilo

Fueron al sur. Romina había pensado que era un lugar que a Hernán le iba a interesar, porque le gustaban las montañas, los lagos y el frío, y hacerse el aventurero. Ella pensó que estaría bueno que él usara ese kit de camping que se había armado hacía un tiempo. Con la novia anterior no tuvo esa oportunidad, le había contado él. La verdad era que ni su novia anterior ni él viajaron tanto. 

–Yo quiero ir al sur este verano, quiero huir del calor –dijo Romina un día–. Si querés, podés venir conmigo.

No había sido precisamente una invitación, ella lo sabía. Había sido más bien como cuando uno entra a un cuarto y deja la puerta entreabierta para que el otro pase. Él no respondió enseguida, se tomó su tiempo y ella pensó que le diría que no.

El transporte había sido una de las cosas más difíciles de acordar, ella quería ir en colectivo y él en auto.

–¿En qué auto, si no tenemos? –objetó ella cuando él la quería convencer.

–Se lo pido a mis viejos –dijo Hernán. 

–Pero mirá si nos pasa algo, o peor, mirá si le pasa algo al auto. No, no. Además, para manejar hay que estar descansado y yo quiero estar tranquila. 

Otra de las cosas difíciles de planear había sido el itinerario, que resultó bastante apretado por ser de ocho lugares que visitar en tres semanas y media. Es que ella quería ir a la mayor cantidad de destinos que pudieran, quién sabía cuándo podrían volver a hacer un viaje así de largo. Además, la idea era ir a explorar, así que ella se aseguró de ir a sitios en los que hubieran senderos por recorrer, y vistas alucinantes desde donde contemplar los distintos colores que ofrece la naturaleza. También le pareció buena idea quedarse en hostels. Ella quería, en realidad, que él conociera lo que era salir al mundo y hablar con gente de otros lados, que practicara inglés y, por qué no también, su alemán básico. “El sur está minado de alemanes”, le había dicho como para motivarlo.

Uno de los destinos fue El Chaltén, y el primer día en ese lugar caminaron por un sendero hasta la Laguna de los tres. La laguna estaba en la cima de la montaña, ahí se encontraron con una rubia de la edad de él. Se pusieron a hablar con la rubia. Desde donde estaban, se extendía la vista hacia otra montaña que parecía ser una alteración de la naturaleza: lava condensada, como había observado la rubia, también dijo que se había formado hacía siglos y por eso tenía esa forma tan descomunal. Los tres picos de esa piedra volcánica eran como el respaldo de un trono, y el más alto casi siempre tenía unas nubes pegadas, que simulaban ser el humo que sale de una chimenea. La laguna era de un color celeste verdoso, formado por el deshielo de los glaciares que abrazaban la deformación. La rubia era geóloga, amaba acampar y se estaba quedando en el camping en la base de la montaña. Contaba, además de datos geológicos, que llevaba un anafe y una olla para calentar agua y hacer comida, y que estaría ahí una semana en total. 

Estaban los tres sentados en el borde de la montaña, los pies colgaban en el vacío.

–Lo más difícil es el camino de ida, porque tenés que venir con la mochila cargada de cosas para comer –dijo la rubia–. Después, cuando volvés, se hace más fácil, porque ya te comiste todo y vas más liviana –sonrió–. Pero todo al final lo vale, porque al estar tan cerca de la cima, podés salir a la madrugada y ver el amanecer con unos colores que te morís.

–Claro, me imagino –dijo Hernán–. ¿Y es la primera vez que venís acá?

–No, no. Acá, al Chaltén, es la tercera vez que vengo. Pero siempre cambia, viste, el paisaje nunca es el mismo. Pero sí es la primera vez que vengo sola. Las veces anteriores vine con mi familia –sacó de su mochila una botella y tomó un sorbo–. ¿Y ustedes?

–Nosotros es la primera vez que venimos, pero nos estamos hospedando en el pueblo –respondió enseguida Hernán–. No sabíamos que había un camping acá tan cerca de la cima. Bah, yo no sabía. ¿Vos sabías? –le preguntó a su novia.

–No, no –respondió Romina–. No sabíamos –dijo mientras miraba el vacío debajo de sus pies.

–Sí, bueno, yo tampoco supe eso la primera vez que vine. Y por más que hagas tus averiguaciones antes, siempre te terminás enterando de lo mejorcito cuando estás en el lugar, en vivo y en directo –sonrió la rubia. Tenía una sonrisa hermosa; sus dientes eran tan blancos y perfectos como los de las chicas de las propagandas de dentífricos. Romina se preguntó si habría usado ortodoncias o si su dentadura habría sido así de perfecta de nacimiento.

–Claro, sí, me imagino –continuó Hernán– ¿y tenés alguna otra recomendación para hacernos? Nosotros mañana vamos a ir a la Laguna Torre y después, si nos queda tiempo, quizás a alguna otra. Pero hay tantas que no sabemos cuál elegir, por eso vamos preguntando por ahí y viendo qué nos dice la gente.

–Ah, sí. La Laguna Torre y esta son las mejores; a las que hay que ir, digamos. Después está esa de ahí –dijo la rubia parándose y apuntando a una laguna que se veía más abajo y a lo lejos–, que no recuerdo el nombre, pero que tiene su propio sendero. No se puede acceder desde acá. Pero bueno, es una caminata larga –Hernán también se había parado y miraba la laguna junto a ella. Romina se había quedado sentada, con las piernas hacia la derecha y la mano izquierda apoyada en el suelo. Pensó en si debía ponerse de pie y mostrarse un poco más interesada en la información que él recibía con tanto entusiasmo. Pero el cuerpo de Romina parecía no querer moverse al verlos a ellos dos mirando más allá, mientras la rubia señalaba y él observaba. Romina decidió que ese no era el momento de intervenir. Se sacaron algunas fotos, se desearon un buen viaje y se despidieron.

Para Romina el camino de vuelta, por el sendero, se hizo largo y pesado. Hernán le parecía distante. Ella había imaginado cómo sería la vida de él si estuviera con la rubia en vez de con ella. Imaginaba que no haría falta planear semejante viaje o hacer demasiado esfuerzo para pasar unas vacaciones juntos, y quizás a la rubia no le molestaría ir en auto, o que el auto sea de los viejos de él, capaz hasta ella tendría la misma ocurrencia. Y como venía de una familia a la que le gustaba acampar, quizás ella también tendría un kit de camping similar al que tenía él, y podrían hacer un gran kit con sus dos kits e ir a acampar juntos a la base de cualquier montaña del sur, del norte, o de cualquier otra parte del mundo. Dormirían en carpa y se levantarían a las dos de la mañana para llegar a la cima a las seis, o justo antes de que amanezca, y verían al sol reflejar sus rayos rojizos en los picos, y se asombrarían con esos colores que te morís. “Podrían mirar ese paisaje y morir juntos”, pensó Romina.

–Tengo un hambre –dijo por fin él–, ¿tenemos algo para comer en el hostel?

–No, bah, creo que no. Calculo que conseguiremos algo cuando lleguemos al pueblo –respondió Romina, desganada.

–¿Qué te gustaría comer?

–No sé, la verdad. No tengo mucha hambre.

Eran cerca de las diez de la noche cuando salieron del sendero a la montaña y llegaron al pueblo. El cielo no estaba del todo oscuro, y no habían tenido problemas para bajar entre medio de los árboles, sin linterna. El supermercado estaba cerrado y la mayoría de los restaurantes también. Había sólo un carrito abierto, que vendía hamburguesas y panchos, se llamaba “Laguna de los Tres”. Pidieron, se sentaron y comieron en silencio. Romina de vez en cuando miraba a Hernán, que estaba ido en su sanguche, como si no hubiera nada más importante en el mundo.

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Joana Idoate Bravo (Rosario, 1992) Actualmente vive en Noruega. Tomó clases de literatura con Florencia Giusti y participó del taller literario “Colinas como elefantes blancos” dictado por Ernesto Gallo. 

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agosto 2024 | Revista El Cocodrilo

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