Leía a Carlos Correas y me doctoré. Es decir, completé un paso de lo que se entiende por formación, tránsito, orientación hacia un fin en el mundo académico. Pero ahora que lo recuerdo no todo fue tan simple, tan directo como unir dos puntos distantes a través de una línea formada por cientos de palabras a las cuales el entusiasmo de la lectura impulsa en su aparición. Aunque las tesis demandan esas palabras, o en su defecto páginas ‒ese modo de volver cuantificable la experiencia que no siempre es feliz para quien la transita bajo el hado de las buenas o malas ideas dejando de lado la felicidad de escribir‒ las palabras también son un ejercicio de paciencia. A ese ejercicio le debo su cumplimiento, ya que se transformó en un método hasta hoy efectivo cuando no feliz al punto de llegar a ser un modo de vida más que un procedimiento.
¿Cuántas palabras podré escribir hoy? ¿Cuántas harán la página que justifique el día? Me preguntaba por entonces y me sigo preguntando todavía hoy. Ingenuamente imagino que el más obstinado sujeto completa una tesis por prepotencia del cansancio antes que por fundamentación fehaciente de lo que debe hacer. Sé que la fórmula es falsaria, casi un desaliento institucional, pero a veces se escribe con miras a vencer un reto autoimpuesto. Es decir, escribiendo en contra de lo que había que escribir uno se libera para comenzar a escribir, o para volver a hacerlo. Escribir es, entonces, querer llegar a lo nuevo, buscar su advenimiento en la flor azul de lo desconocido diría Novalis. Al menos esos años los recuerdo así. Por supuesto que en ese momento la imposibilidad de contar con el escepticismo de hoy me volvía tolerable a cierta permanencia en la rutina del sujeto metódico en el que me estaba transformando sin saber en realidad si la vida estaba cambiando o no. Pero ese sujeto, resultado de la transformación, no era tan pasivo; desde ya, buscaba no hacer lo que hacía, por lo que doctorarse era eso: simplemente ya no tener que hacer algo. Y, sin embargo, haciéndolo, uno obtenía nada, una nada que extrañamente era ese algo. Algo paradójico, pienso ahora, porque en ello se encontraba todo: la libertad de ya no tener que hacer, la finalidad de nunca más tener que escribir así.
Hace unos días de un modo indirecto releí a Correas. Lo leí citado. Lo recordé a través del uso que alguien le daba. Transformado en “materialista oscuro” volvió a mí como un Frankenstein de palabras. En cierto sentido todavía era el difuso objeto que tuve por justificación para mi tesis. Un amor muy lejano que de la sonrisa pasó a la mueca pensé. Pero también, era el regreso de lo que en esa tesis jamás pude escribir regresando a la luz de lo que otros quieren escribir sobre él, cual si se tratara justamente de un zombi conjurado. Correa, al margen de quien lo leía para hacérmelo leer de nuevo, seguía siendo su estilo; seguía siendo cierta incomodidad, una mezcla de fascinación, atracción de lo maldito y un singular uso del lenguaje como divisa de inteligencia literaria. Eso era sobre lo que yo no pude escribir antes. Eso mismo es lo que hizo de mi tesis un trabajo imposible de publicar. Había arruinado un buen tema, o en todo caso, el objeto se había resistido a una serie de protocolos y ya, queriendo olvidarlo todo y evitando el patético camino de volverme un especialista en, lo abandoné. Pero ahora regresaba como muerto-vivo, y la cita hallada era fantástica, y ni bien la leí me pregunté ¿por qué no volví a escribir sobre Correas? De inmediato me ganó una autoexigencia en la cual para nada ahora me reconozco y creo que eso fue la respuesta más certera que pude darme. Por supuesto que también mis limitaciones estaban ahí intactas como hace años, fascinadas por la puesta en escena del “alacraneo”, los usos “íntimos” de Borges, la extensión y el ritmo de una frase que parecía por momentos la oralidad de un mundo perdido cuando no la invención más rutilante de una lengua venida del futuro con la que, la maldad y el amor, recaían en un hombre, Masotta, y, a través de él, en otro hombre, el mismo Correas. Yo era por cierto el extremo anacrónico del triángulo amoroso.
Sin embargo, creo haber saldado mi deuda con Correas y conmigo mismo, pero por medio del que soy ahora, quien ya, por suerte, no tiene que volver a hacer ciertas cosas. Por ejemplo, esa fascinación intacta del malditismo al cuadrado ‒en el joven Correas y en el joven que yo era‒ responde no solo a la forma de la frase, sino a los usos que ésta logra cuando lo que trama hace al estilo. Me refiero a la anécdota, esa suerte de condensación, esa ausencia de voz que permite escuchar lo imposible de escuchar, aquello que irrumpe como el perfil de una figura en su economía de trazos. Sobre eso sí vale la pena intentar escribir aun a riesgo seguro de fracasar. Correas confiaba en la anécdota porque simplemente es imposible de volver a contar. Y en tal reticencia reside su aventura. La anécdota no es otra cosa más que la opacidad de la invención. Es nostalgia vuelta forma. Y, aun así, es el matrimonio del cielo y el infierno en el que “la idea se reúne con la emoción y ofrece la mayor esperanza de efecto sobre el lector”. Quien crea que la anécdota se acaba en su despliegue sin otro horizonte más que ella misma, ignora desde ya su fuerza emotiva. Su libro sobre Masotta es eso, el alcance de la emoción, lo que ésta puede cubrir del pasado, es decir, lo que el recuerdo vuelto forma por pericia del lenguaje despierta en su evidente paradoja de disparar recuerdos ajenos, algo que sería como una suerte de fantasía objetiva de ese pasado. Borges lo practicó respecto a Carriego, y escribió el libro de los desvíos. Biografía de un sujeto que es también historia de una ciudad y a la vez vindicación de una música: el pasado del tango, acaso el ritmo por antonomasia de los saltos anecdóticos. Evaristo Carriego parecería entonces un libro malogrado, pero en realidad es el libro que contiene varios libros, por ejemplo, el de los métodos, pasaje entre lo que fue y lo que sigue, y quien dice métodos dice estilos, los cuales, hacen a la fascinación lectora que aun con los años lo asiste como extrañeza juvenil. De seguro, a medida que Borges perseguía el eidos biográfico afrontaba el peligro de desviarse, irse por las ramas, pasar a otra cosa, en definitiva, querer tratar el mundo y sus alrededores. A eso, en efecto, conduce el método, y quien dice método, insisto, dice también camino, pero esta vez de lo anecdótico.
El camino anecdótico traza por cierto el deambular de los recuerdos, la ruta de esos desvíos, la senda que no lleva a ningún lado salvo al lugar incierto: la intimidad del que escribe. Nada más propio que lo más personal: el recuerdo de quien inventa para saber quién es el que se ofrece a uno y los demás, pero por medio de lo incomprobable. Y, sin embargo, hay una creencia en el recuerdo, una moneda de cambio que circula de olvido en olvido para otorgar valor a la cara que se recuerda a cuenta de la que ya no se reconoce. Por eso tal vez exista un momento de lo anecdótico que llega con los años, que irrumpe cuando el espesor semántico del hecho sale a la luz por el trabajo de una arqueología de la memoria. Pero no es voluntario ni fortuito, no es resultado de lo que el viento barre hasta descubrir o de lo que la pericia sobre el tiempo pasado detecta como rescatable entre otros restos de ciudades reducidas a polvo y nada, es más bien algo que, cuando sucede, se respeta como hallazgo, como dato, como señal de la madurez de la atención. Fogwill decía “ser viejo es haber empezado a respetar los sueños” ese material informe, caprichoso, ilógico pero propio, el más propio e impersonal. Al final, todo estilo es tardío no por cómo se despliega sino por lo que consigo permite apreciar, lo que con ello se ve obligado al aprecio.
¿Y qué permite apreciar el estilo tardío como por caso lo sea el de Correas? Según Adorno, lo que irrumpía en Beethoven en su tercer y último periodo compositivo era mucho más que un simple abandono de las convenciones. Las sonatas y cuartetos finales, con sus pasajes impensados para la forma que llevaban adelante, se destacan justamente por la resignificación de esas formas que solo la rareza permitía apreciar. Al componerlas Beethoven forzaba algo así como un agujero en el tiempo de la tradición que lo precedía y de la que vendría. Ser entonces moderno y anacrónico es el destino de lo tardío. Ajeno a la muerte del autor, a las premisas del funcionamiento del texto y sus modas teóricas, sartreano hasta el final ‒como buen bovarista que lee al pie de la letra‒ y deslumbrado por la materialidad del deseo plebeyo en los cuerpos lúmpenes ‒los merodeos ensayísticos a las travestis de plaza Miserere acaso sean verdaderos misales herejes‒ Correas encuentra en la anécdota un destino que se vuelve su distinción espiritual y, a la vez, su estilo último, acaso encarnado perfectamente en la que fuera su temprana premisa, la que sostuvo hasta el final: contarlo todo.
Cuánta liviandad entonces la nuestra al silbar esa música oscura, al querer citarla o desentrañarla cuando en verdad, se trata ya de un mundo muerto que en la cerrazón de la anécdota se preserva.
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Carlos Surghi nació un 9 de agosto de 1979, es poeta, ensayista y crítico literario. Ha publicado Mujeres enamoradas (2006), Regalo de bodas(2007), Villa Olímpica (2013), Lecciones de romanticismo alemán (2018) y los libros de ensayo Abisinia Exibar (tres ensayos sobre Néstor Perlongher) (2009), Los nombres del fantasma (2010), Batallas secretas (ensayos sobre la ausencia de la literatura) (2012), La experiencia imposible. Blanchot y la obra literaria (2012), Orientaciones invisibles (ensayos sobre el paisaje) (2016) y La aventura negativa (2021). Formó parte de la revista El banquete. Da clases de literatura en la Universidad Nacional de Córdoba y es Investigador del CONICET.
octubre 2024 | Revista El Cocodrilo